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Encontré fácilmente la casa: allí estaba, igual -por lo menos para mí- que las demás casas, unas amarillas y otras grises, todas destartaladas. En el portal encontré los nombres de los vecinos, y vi que no me había equivocado: allí estaba el nombre. Subí hasta el segundo piso. Mientras subía, despacio, por unas escaleras viejas y malolientes, observé a través de las ventanas el patio interior con los pasillos alrededor: abajo había un poco de césped, un árbol solitario y triste que apenas tenía unas cuantas hojas polvorientas. De uno de los pasillos salió una mujer para sacudir la bayeta, por el otro lado se oía una radio y también un niño que chillaba. Cuando la puerta se abrió ante mí, me quedé sorprendido, porque después de tanto tiempo volví a ver los rasgos de Bandi Citrom en el rostro de una mujer bajita, de pelo negro, todavía bastante joven. Se echó ligeramente para atrás, probablemente por mi abrigo, y antes de que cerrara la puerta, me apresuré a preguntarle: «¿Está Bandi Citrom?». Me dijo que no. Le pregunté si quería decir que no estaba en ese momento, y ella me respondió, sacudiendo ligeramente la cabeza y cerrando los ojos: «No, no está desde hace tiempo», y cuando volvió a abrir la puerta, vi que en sus ojos brillaban las lágrimas. Sus labios temblaban, y yo pensé que sería mejor que me fuera cuanto antes, pero entonces salió de la penumbra del recibidor una mujer delgada, vestida de negro y con un pañuelo en la cabeza, y yo le dije: «Estaba preguntando por Bandi Citrom». La mujer respondió lo mismo: «Aquí no está, pero vuelva usted otro día, en un par de días, por ejemplo»; noté que la otra mujer, la más joven, ladeaba la cabeza con un movimiento lánguido, sin fuerzas, mientras se llevaba la mano a la boca, como si estuviera tratando de tapar, de ahogar una palabra, una frase que le quería salir. Le expliqué a la vieja: «Estuvimos juntos en Zeitz», y ella me preguntó con un tono de reproche: «Y entonces ¿por qué no volvieron juntos a casa?». «Nos tuvimos que separar, a mí me trasladaron a otro sitio.» Ella quería saber si todavía había más húngaros allí fuera. Le dije que claro, que muchos. Entonces ella se dirigió con un tono victorioso a la mujer más joven: «¡Ya ves! -Y siguió hablando conmigo-: Siempre le digo que sólo están empezando a llegar, pero mi hija se impacienta, no quiere tener esperanza». Estuve a punto de decirle que, según mi opinión, la hija tenía razón y que probablemente conocía mejor a Bandi Citrom. Me invitó a entrar, pero me excusé con que tenía que ir a casa. «Seguramente lo estarán esperando sus padres», me dijo. «Desde luego», le respondí. «Bueno, pues dése prisa, les va a gustar la sorpresa.» Y me marché.

Al llegar a la estación, como la pierna me dolía bastante y en aquel momento llegaba justo un tranvía con un número que conocía, lo cogí. En la parte trasera del vagón había una mujer vieja de pie, vestida con una blusa con cuello de encaje, un poco anticuada: cuando subí ella se hizo a un lado. Después un hombre uniformado me pidió el billete. Al decirle que no tenía me indicó que debía comprarlo. Le expliqué que venía del extranjero y que no tenía dinero. Entonces me miró, miró mi abrigo, miró a la vieja, y me comunicó que viajar implicaba ciertas obligaciones establecidas por sus superiores y que él tenía que hacerlas cumplir. «Si no compra el billete, tendrá que bajarse.» Le dije que me dolía la pierna, y vi que la vieja volvía la cabeza hacia la calle, con una expresión de enfado, como si la hubiera acusado de algo, no sé de qué. Por la puerta abierta del vagón salía en ese momento un hombre corpulento, con el pelo negro despeinado, haciendo mucho ruido. Llevaba la camisa abierta, un traje claro de algodón, un estuche negro que le colgaba del hombro y un maletín en la mano. «¿Qué pasa? -gritó, y añadió-: ¡Déle un billete!», y le entregó el importe al uniformado, casi tirándoselo. Intenté darle las gracias pero me interrumpió: «Algunos deberían tener vergüenza», pero el uniformado ya estaba en el interior del vagón y la vieja seguía mirando hacia fuera. Entonces el hombre se dirigió a mí, y con el rostro ya más relajado me preguntó: «¿Vienes de Alemania, hijo?». «Sí.» «¿De un campo de concentración?» «Naturalmente.» «¿De cuál?» «Buchenwald.» Sí, me dijo, él había oído hablar de Buchenwald y sabía que era una de las estaciones en el camino del «infierno nazi», así lo dijo. «¿De dónde te deportaron?» «De Budapest.» «¿Cuánto tiempo has estado allí?» «Un año entero.» «Debes de haber visto muchos horrores, hijo», observó, y yo no le dije nada. «Lo importante -prosiguió- es que ya todo ha terminado.» Con el rostro iluminado, me enseñó las casas entre las cuales estábamos avanzando y me preguntó qué sentía al estar de nuevo en casa, al ver la ciudad que había tenido que abandonar. Le dije: «Odio». Se calló pero luego observó que lamentablemente comprendía mi sentimiento. Opinaba que «en ciertas circunstancias» hasta el odio podía tener su razón de ser, su función, su «utilidad», y que él comprendía perfectamente a quién odiaba yo. «A todo el mundo», respondí. Se calló otra vez, por más tiempo, y luego me volvió a preguntar: «¿Has tenido que pasar por muchos horrores?». Le contesté que dependía de lo que él entendiera por horrores. «Seguramente -dijo con una expresión un tanto cohibida- habrás tenido que pasar penurias, hambre y quizá también te hayan pegado.» «Naturalmente», le dije, y entonces se enfadó mucho y me preguntó casi gritando: «¿Por qué respondes a todo "naturalmente", cuando te estás refiriendo a cosas que no lo son en absoluto?». Le contesté que en un campo de concentración sí eran cosas naturales. «Ya, ya… Allá sí… pero… -Buscaba las palabras hasta que añadió-: ¡Si ni siquiera un campo de concentración es una cosa natural!» Encontró por fin sus palabras; no le respondí nada puesto que empezaba a darme cuenta de que había cosas de las que no se podía hablar con desconocidos, con gente que no sabía nada de nada, con unos niñatos, por así decirlo. Y de pronto vi nuestra plaza, menos cuidada y ordenada que antes, y me di cuenta de que tenía que bajar y así se lo hice saber. Sin embargo, él también se bajó, me señaló un banco en la sombra, un poco más adelante, y me pidió que me sentara un momento.

Al principio parecía no saber qué decir. La verdad, observó, era que «los horrores apenas empezaban a conocerse» en su totalidad y que «el mundo se encontraba ante un dilema: ¿cómo había podido ocurrir todo aquello?». Como yo permanecía callado, en un momento dado se volvió hacia mí y me preguntó: «¿No te gustaría, hijo, poder hablar de tus experiencias?». Aquello me sorprendió y sólo pude contestarle que no sabría contarle muchas cosas interesantes. Entonces sonrió: «No me refiero a mí sino al mundo». Eso todavía me sorprendió más, y le pregunté: «¿Contar qué?». «El infierno de los campos», me respondió. Yo le indiqué que sobre eso no podría contarle nada pues no conocía el infierno ni podía imaginarlo. «Claro, pero no es más que una metáfora. ¿No es cierto? ¿Acaso no puede compararse un campo de concentración con el infierno?» Mientras dibujaba círculos en la arena con los tacones de mis zapatos, le dije que uno podía comparar cualquier cosa con lo que quisiera pero que para mí un campo de concentración seguía siendo un campo de concentración, y que había conocido algunos pero que no conocía el infierno. «Pero ¿si trataras de imaginarlo?», insistió, y yo respondí: «Me imagino que un infierno es un lugar en donde uno no se puede aburrir y, por el contrario, en los campos de concentración, como Auschwitz, puedes llegar a aburrirte mucho en el supuesto de que tengas la suerte de poder hacerlo». «Y tú ¿cómo explicarías eso?» Tuve que reflexionar para responder: «Es por el tiempo». «¿Cómo que por el tiempo?» «Pues porque el tiempo ayuda.» «¿Ayuda? ¿En qué?» «En todo.» Intenté explicarle qué diferente es, por ejemplo, llegar a una estación, si no lujosa por lo menos aceptablemente limpia y cuidada donde cada cosa se nos va esclareciendo con el tiempo; poco a poco, de manera gradual, pasas un nivel, y cuando ya lo has pasado viene otro y otro, y entonces ya lo sabes todo, lo has asimilado todo. Mientras lo asimilas, también estás ocupado: haces cosas nuevas, te mueves, actúas, cumples con los deberes de cada nuevo nivel. Sin embargo, si no existiese el tiempo, y todo el saber, toda la información nos llegara de golpe, quizá nuestra mente y nuestro corazón no lo aguantarían. Así estaba yo explicándome cuando él sacó una cajetilla de tabaco de uno de sus bolsillos, me ofreció un cigarrillo que yo no acepté, encendió uno y apoyó los codos en las rodillas, inclinándose para decirme en un tono apagado: «Lo comprendo». «Por otra parte -proseguí yo con mis explicaciones-, el fallo, el inconveniente es que ese tiempo hay que ocuparlo con algo. Por ejemplo, yo he visto presos que llevaban cuatro, seis o incluso doce años viviendo en un campo de concentración. Esos presos habían tenido que ocupar aquellos cuatro, seis o doce años, en este caso trescientos sesenta y cinco días por doce años, o sea veinticuatro horas por trescientos sesenta y cinco días por doce años, y todo ese tiempo lo habían tenido que ocupar, instante por instante, momento por momento, hora por hora, día por día. Sin embargo, eso mismo los había ayudado también, puesto que si todo ese tiempo, multiplicado por doce y por trescientos sesenta y cinco y por sesenta y por sesenta otra vez, les hubiera caído de repente al cuello, no lo hubieran podido aguantar, como lo habían aguantado, ni con el cuerpo ni con la mente.» Al ver que callaba añadí: «Así es como hay que imaginarlo, más o menos». Él se tapó la cara con las manos y con un tono todavía más apagado dijo: «No, no y no, no se puede imaginar. Lo sabía, por eso lo llaman infierno».