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Guiado quizá por ese sentimiento, no me decidía a despedirme de ella. Tuvo que decirme que me fuera, pues se hacía tarde, y me recordó que con la estrella amarilla sólo se puede circular por la calle hasta las ocho. Le expliqué que, al tener el pase, las disposiciones eran menos estrictas.

En el tranvía subí al último vagón y me quedé de pie en la parte trasera, obedeciendo así las órdenes relativas al uso del transporte público para los judíos. Eran casi las ocho cuando llegué a casa; la noche era todavía clara, pero la gente ya empezaba a cerrar las ventanas cubiertas con papel negro o azul. Mi madrastra estaba impaciente, pero sólo por costumbre, puesto que al fin y al cabo sabe que tengo el pase. Pasamos la noche en casa del señor Fleischmann, como casi siempre. Los dos viejos están bien y siguen discutiendo por todo; no obstante, ambos coincidieron en las ventajas que me proporciona el pase. Hasta cuando quieren ayudar discuten, como ocurrió cuando les pregunté cómo se iba a la isla de Csepel, puesto que ni yo ni mi madrastra lo sabíamos. El señor Fleischmann me aconsejó que cogiera el tren de cercanías, mientras que el señor Steiner decía que el autobús era mejor, porque me dejaría justo a la entrada de la refinería, en tanto que el tren paraba más lejos. Todo eso era verdad, según tuve la ocasión de comprobar más tarde, pero entonces todavía no lo sabía. El señor Fleischmann se enfadó mucho. «Siempre se tiene que salir con la suya», dijo, refiriéndose al señor Steiner. Al final, tuvieron que intervenir sus obesas esposas.

Cuando se lo conté a Annamária nos reímos mucho. Con ella he llegado a una situación un tanto peculiar. Los hechos que narraré a continuación ocurrieron anteayer durante la alarma aérea de la noche del viernes, en el refugio, más exactamente en uno de los pasillos oscuros del refugio. Al principio, sólo quise enseñarle que desde allí era más interesante observar los acontecimientos. Cuando oímos una bomba que caía muy cerca, su cuerpo empezó a temblar. Pude percibirlo porque, con el susto, se había agarrado a mí y había puesto sus brazos alrededor de mi cuello, escondiendo su rostro en mi hombro. Sólo recuerdo que luego busqué sus labios. Fue una sensación tibia, húmeda y ligeramente pegajosa que me alegró y sorprendió a la vez, puesto que era mi primer beso a una chica y ni siquiera me lo esperaba.

Ayer, en la escalera, me confesó que ella también se había sorprendido. «La bomba lo explica todo», dijo. En el fondo, tenía toda la razón. Nos volvimos a besar. Entonces me enseñó, moviendo su lengua en mi boca, a conseguir una sensación aún más placentera.

Anoche también estuvimos a solas. En casa del señor Fleischmann nos fuimos a una habitación solitaria para ver los peces del acuario, como siempre acostumbrábamos hacer. Claro que esta vez no fuimos sólo para ver los peces, sino también para hacer uso de nuestra lengua. Regresamos pronto, porque Annamária tenía miedo de que nos descubrieran sus tíos.

Más tarde, en una conversación me dijo cosas interesantes sobre mí. Reconoció que no se había imaginado que un día llegaría a «significar» para ella algo más que «un buen amigo». Cuando nos presentaron, pensó que yo no era más que un adolescente. Pero después, al conocerme mejor, se despertó en ella un interés por mí, quizá porque teníamos unas circunstancias familiares similares y por algunos comentarios que le hicieron pensar que nuestras opiniones eran parecidas, pero que tampoco entonces se imaginaba nada más que eso.

«Parece que tuvo que ocurrir así», dijo, con un aire pensativo. Al ver su expresión extraña, casi severa, no quise contradecirla, aunque pensara que ella había acertado al decir que la bomba había sido la razón de todo. De todas formas, tampoco puedo saberlo con total certeza, y está claro que a ella le complace su versión.

Nos despedimos bastante temprano, porque al día siguiente tenía que trabajar. Al darme la mano me clavó ligeramente las uñas; comprendí que era una insinuación sobre nuestro secreto, y su rostro parecía decirme: «Todo está bien».

Sin embargo, la tarde siguiente se portó de una manera extraña. Cuando regresé del trabajo, me lavé, me cambié de camisa y de zapatos, me arreglé el pelo con un peine mojado y me fui a la casa de las hermanas. Últimamente vamos casi todas las tardes, Annamária se las había arreglado para que nos invitaran, según lo tenía planeado. Su madre me recibió con simpatía. (Su padre cumple también trabajos obligatorios.) Tienen un piso amplio, con balcón, bonitas alfombras, varias habitaciones grandes y una más pequeña que es la de las hermanas. Está llena de juguetes para niñas, muñecas y hasta tiene un piano. Normalmente jugamos a las cartas, pero esta vez la hermana mayor no tenía ganas; quería hablar con nosotros sobre un problema que le preocupaba: la estrella amarilla le causaba quebraderos de cabeza. Había notado un cambio en «las miradas de la gente» desde que llevaba la estrella. Las personas ya no la trataban como antes y ella veía en sus miradas que la «odiaban». Aquella mañana también había tenido la misma sensación, cuando, por encargo de su madre, había ido a la compra. Yo creo que exagera; mi experiencia, por lo menos, no coincide con la suya. En el trabajo, sin ir más lejos, todo el mundo sabe que hay algunos albañiles que no soportan a los judíos, pero con nosotros, conmigo y con los otros muchachos, se han hecho casi amigos. Por otra parte, este hecho no influye en sus opiniones, claro que no. Me acordé también del caso de los panaderos e intenté explicarle que no la odiaban a ella como persona, puesto que ni siquiera la conocían, sino más bien la idea de que era «judía». Entonces reconoció que ella también había llegado a la misma conclusión, pero que no comprendía nada, puesto que no sabía exactamente qué significaba ser judío. Annamária le dijo que, como todos sabíamos, se trataba de una religión. Pero a ella no le preocupaba eso, sino su significado. «Al fin y al cabo uno tiene derecho a saber por qué le odian», opinó.

Nos dijo que al principio se había sentido sorprendida y muy dolida de que la despreciaran «simplemente por ser judía». Entonces tuvo por primera vez una sensación clara de que algo la separaba de la gente, que ella era de alguna manera distinta. Reflexionó sobre el tema, buscó información en libros y conversaciones y llegó a la conclusión de que justamente por eso la odiaban. Su opinión era que «nosotros, los judíos, éramos distintos a los demás» y que eso era lo más importante; ahí radicaba la diferencia y el origen del odio de la gente. También nos explicó que se le hacía muy extraño vivir siendo «consciente de esa diferencia», que sentía cierto orgullo y al mismo tiempo cierta vergüenza. Quería saber qué pensábamos nosotros sobre aquello que constituía nuestra diferencia y nos preguntó si sentíamos orgullo o vergüenza. Su hermana menor y Annamária no sabían qué responder. Yo tampoco me había planteado las cosas de ese modo. De todas formas, nosotros no podemos decidir sobre nuestras diferencias o similitudes; justamente para eso sirve la estrella amarilla, según mi parecer y así se lo di a entender. Pero ella se empeñaba, diciendo que las diferencias estaban «dentro de nosotros». Yo creo que importa más lo que llevamos por fuera. Durante largo rato intentamos aclarar el asunto: no sé por qué, la verdad es que yo no le daba tanta importancia. Sin embargo, había en sus palabras algo que me irritaba. A mí me parece que todo es mucho más sencillo. Claro, también quería destacar yo en la conversación. Un par de veces quiso intervenir Annamária, pero no pudo: nosotros dos no le hacíamos mucho caso.

Para defender mi opinión le puse un ejemplo sobre el cual había reflexionado simplemente, para matar el tiempo. Hacía poco, había leído una novela sobre un príncipe y un mendigo que, aparte de esta única diferencia, eran casi idénticos. Por pura curiosidad decidieron intercambiar sus destinos, convirtiéndose el mendigo en príncipe de verdad y el príncipe en mendigo. Le dije a la muchacha que, aunque no era muy probable que eso sucediera, tratara de imaginarse en una situación similar. Supongamos que le hubiera ocurrido cuando todavía era un bebé, cuando todavía no sabía hablar ni podía acordarse de nada; entonces podían haberla intercambiado con una niña de otra familia que no tuviera problemas raciales. Aquella otra niña sería entonces la que se sentiría diferente y llevaría la estrella amarilla correspondiente, mientras que ella se sentiría igual que los demás, y los demás también la considerarían así. De esta forma, ella no estaría preocupada por esa diferencia ni sería consciente de ella. Me pareció que la había impresionado porque primero calló y después abrió la boca, como si quisiera decir algo: sus labios se movían con lentitud y con una suavidad casi palpable. Sin embargo, no dijo nada, pero hizo algo mucho más extraño: rompió a llorar. Escondió su rostro tras sus brazos apoyados en la mesa y movió los hombros compulsivamente, una y otra vez. Yo estaba perplejo puesto que aquélla no había sido mi intención. Me incliné sobre ella, tocándole el cabello, el hombro y el brazo, y le pedí que no llorase. Ella, con una voz desesperada y quebradiza, comenzó a gritar que si nuestras características internas no tenían nada de importancia, entonces todo era una casualidad; que si ella podía ser diferente de lo que forzosamente era, entonces «nada tenía ningún sentido», y que aquello era un pensamiento «insoportable» para ella. Yo seguía muy confundido; en fin de cuentas, todo había sido culpa mía, aunque no hubiera sospechado nunca que aquellos pensamientos fuesen tan importantes para ella. Estuve en un tris de decirle que no se preocupara, que para mí todo aquello no tenía en realidad ningún interés, que yo no la despreciaba por ser judía. Menos mal que, enseguida, caí en la cuenta de lo ridículo que hubiera sido decir eso, y callé. Sin embargo, me molestaba no poder decirlo, porque en aquel instante estaba convencido de ello, independientemente de mi situación personal, casi por libre elección, por decirlo de alguna manera. Aunque es posible que en otra situación mi opinión hubiera sido distinta. No lo sé. También reconocí que no podía hacer la prueba. De todas formas, me sentía incómodo. No sé exactamente por qué razón pero por primera vez en mi vida sentí algo que quizá podría llamarse vergüenza.