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Lo que ocurrió a partir de entonces no puedo relatarlo con tantos detalles. La espera fue interminable. De todas maneras, no teníamos prisa alguna, al fin y al cabo no estábamos perdiendo nuestro tiempo. Todos coincidíamos en que estábamos mejor allí que sudando en el trabajo. En la refinería apenas había sombra. Rozi había conseguido convencer al capataz para que nos dejara trabajar sin camisa. Es verdad que no era totalmente reglamentario, puesto que de esta manera no se podían ver nuestras estrellas amarillas, pero el capataz lo permitió por simpatía. Sólo la piel blanca como el papel de Moskovics sufrió las consecuencias: su espalda se puso roja como el tomate y nos reímos mucho cuando se quitaba los pellejos quemados por el sol.

Recuerdo que nos acomodamos en los bancos y en el suelo pero no podría relatar exactamente cómo pasamos el rato. Contamos chistes, fumamos y comimos bocadillos. También nos acordamos del capataz, diciéndonos que seguramente le habría sorprendido el hecho de que ninguno de nosotros hubiera acudido al trabajo. Uno de los muchachos sacó unos guijarros y nos pusimos a jugar al «toro». El juego consistía en lanzar un guijarro bien alto, al aire, y recoger el mayor número posible de los otros, que se dejaban en el suelo, antes de volver a agarrar el primero. El Suave, con sus largos dedos finos, ganaba todas las partidas. Rozi nos enseñó una canción que cantamos varias veces. La gracia estaba en que las palabras, siendo las mismas, se podían traducir a tres idiomas distintos, según la terminación añadida: con es suena a alemán, con io a italiano y con taki a japonés. Claro está, no eran más que tonterías pero a mí me divertían.

Reparé entonces que fuera había varios adultos, que, como nosotros, habían llegado en autobuses y se habían visto obligados a bajar de ellos. Comprendí que el policía, durante su ausencia, había estado haciendo lo mismo que por la mañana. Se habían juntado unas siete u ocho personas, todos hombres. Éstos le daban más trabajo al policía: decían no comprender, sacudían la cabeza, daban explicaciones, enseñaban sus papeles, lo importunaban con preguntas. A nosotros también nos preguntaron quiénes éramos y de dónde veníamos. Luego, permanecieron juntos. Les dejamos un par de bancos; unos se sentaron y otros se quedaron de pie. Hablaban de muchas cosas pero yo no les prestaba casi atención. Intentaban adivinar qué razones tenía el policía para actuar de aquella forma y las posibles consecuencias de los acontecimientos. Al parecer, sus opiniones eran muy diversas y dependían, según pude entender, de los documentos que cada uno llevaba; todos ellos disponían de algún papel que demostraba su autorización para ir a Csepel, algunos por asuntos particulares, otros por razones de «utilidad pública», como nosotros.

Entre todos ellos, uno me llamó la atención. Ajeno a las conversaciones de los demás, se dedicó a leer un libro que traía. Era un hombre muy alto y delgado con una gabardina amarilla. Tenía barba de varios días y una boca fina entre unas pronunciadas arrugas que dibujaban en su rostro una expresión de tristeza. Estaba sentado en un extremo del banco, al lado de la ventana, con las piernas cruzadas, dándoles la espalda a los demás. Quizá por eso tuve la sensación de que parecía un experimentado viajero, sentado en un tren cualquiera, que consideraba inútiles las palabras, las preguntas o el contacto habitual entre casuales compañeros de viaje, y que soportaba la espera con resignación, hasta que llegáramos a nuestro destino.

Ya a media mañana, me había llamado la atención otro hombre mayor, de buen aspecto, bastante calvo y de cabello plateado en las sienes, que entró allí sin dejar de protestar. También preguntó si había teléfono y si podía hacer una breve llamada. El policía le informó que lo lamentaba pero que el aparato «sólo podía ser utilizado para el servicio». Con una mueca de disgusto, el hombre se calló.

Más tarde respondió a las preguntas de los demás, y me enteré de que, como nosotros, también pertenecía a una de las fábricas de Csepel; nos dijo que era un «experto» aunque no precisó en qué. En general, se mostraba muy seguro de sí mismo y, según mi parecer, su opinión era similar a la nuestra, sólo que a él la retención más bien le desagradaba. Observé que hablaba del policía con desdén, casi con desprecio. Dijo que el policía «probablemente obedecía una orden general» que «estaba ejecutando con demasiado empeño». Al mismo tiempo opinó que personas obviamente «más competentes» decidirían en el asunto y expresó su confianza en que eso ocurriría lo antes posible. Luego, no volví a oírle y hasta me olvidé de él. Por la tarde volvió a llamar mi atención; yo estaba también muy cansado y me di cuenta de su conducta impaciente: se sentaba, se volvía a levantar, cruzaba los brazos por delante y por detrás, miraba mucho el reloj…

Había otro hombrecito raro, de nariz pronunciada, que llevaba una mochila enorme, pantalones de golf y unas botas descomunales; hasta su estrella amarilla parecía más grande que las otras. Estaba muy preocupado y se quejaba continuamente de su «mala suerte». Lo recuerdo bien porque su historia -que repitió varias veces- era sencilla. Para poder visitar a su madre, «muy enferma», que vivía en un pequeño pueblo de la isla de Csepel, había conseguido un permiso especial de las autoridades. Lo tenía todo en orden y llegó incluso a mostrarnos los papeles. El permiso era válido para el día en cuestión, hasta las dos de la tarde. Sin embargo, le había surgido algo que «no permitía demora alguna», nos dijo, «un asunto de negocios». No tuvo más remedio que acudir a una oficina donde había mucha gente, con lo cual se retrasó. Aunque pensaba que ya no podría hacer el viaje, cogió el tranvía, a toda prisa, para llegar a la parada de donde salen los autobuses. Al llegar se dio cuenta de que no podría hacer el viaje de ida y vuelta en el plazo permitido y que era arriesgado partir. Sin embargo, en la parada estaba todavía el autobús de las doce. Entonces, según su explicación, pensó: «¡Con el trabajo que me ha costado conseguir el papel! Y mi pobre madre también me está esperando». Nos contó que su anciana madre les causaba muchos quebraderos de cabeza a él y a su mujer. Hacía tiempo que le rogaban que se fuera a vivir con ellos, a la ciudad, pero la madre se resistía, hasta que ya fue demasiado tarde. El hombre movía la cabeza de un lado a otro, mientras nos contaba que la pobre mujer sólo quería salvar su casa a cualquier precio «y no tiene siquiera cuarto de baño», observó. Pero tenía que aceptarlo, puesto que se trataba de su madre. La pobre era ya muy anciana y estaba enferma. Nos dijo que sentía que no debía desaprovechar la ocasión, que «no se lo podía permitir». Así pues, finalmente se decidió a subir al autobús. Al recordarlo, se calló un momento; levantó los brazos y los dejó caer, con un gesto de inseguridad, al tiempo que miles de arrugas dubitativas y minúsculas se dibujaron en su frente: parecía un roedor triste caído en una trampa.

Nos preguntó si pensábamos que todo aquello podría causarle algún problema; si tendrían en cuenta que él no habría sido el culpable de superar el límite de tiempo permitido. También le preocupaba lo que pensaría su madre al ver que no llegaba, y su mujer y sus dos hijos si no regresaba a casa a las dos. Por las miradas que le dirigía, me di cuenta de que esperaba la opinión del Experto, alguna frase de la boca de ese hombre tan respetable. Éste, sin embargo, no le hacía mucho caso; no dejaba de dar golpecitos con su cigarrillo en la tapa decorada con letras y arabescos de su pitillera de plata reluciente. Su expresión reflejaba recogimiento y concentración en algún pensamiento lejano; parecía no enterarse de nada. Entonces el otro se volvió a quejar de su mala suerte, diciendo que si hubiese llegado cinco minutos más tarde a la parada, ya no habría podido coger el autobús del mediodía ni ningún otro, y que por culpa de aquellos «cinco escasos minutos» estaba aquí, en lugar de en su casa.

También me acuerdo del hombre con cara de foca: era un individuo corpulento, con bigote negro y tupido, que llevaba gafas de montura dorada, y solicitaba «hablar en privado» con el policía. Cada vez que lo hacía, se apartaba de los demás y se retiraba junto a la pared o la puerta. «Señor comisario -decía con una voz ahogada y ronca-, ¿podría hablar con usted a solas?» También utilizaba la fórmula: «Por favor, señor comisario… sólo unas cuantas palabras, si me permite…». Finalmente logró que el policía le preguntara qué quería. Pero entonces él pareció dudar; sus ojos desconfiados recorrieron la sala desde detrás de sus gafas. Estaba cerca de mí, en un rincón de la sala, pero no oí sus palabras pronunciadas en voz baja: parecía explicar algo. Luego, con una sonrisa dulce, como de complicidad, se acercó al policía, primero un poco y después inclinándose totalmente sobre él. Hizo entonces un gesto extraño: parecía querer sacar algo de su bolsillo interior; como su gesto reflejaba cierta importancia, pensé que quería presentarle al policía algún papel o documento especial o adicional. No pude saber de qué se trataba, puesto que interrumpió el gesto, aunque no abandonó del todo su postura; la dejó como inacabada, olvidada, suspendida antes de llevarla a cabo. Su mano buscó, palpó y recorrió su pecho por fuera. Parecía una enorme araña peluda o, mejor aún, un pequeño monstruo marino intentando encontrar el camino para meterse en el interior del abrigo. Seguía hablando sin parar y no había abandonado su sonrisa. Todo duró unos cuantos segundos, nada más. Luego, el policía cortó la conversación con visible decisión, casi con enfado; aunque yo no comprendía exactamente qué pasaba, de alguna manera difícil de determinar tenía la sensación de que su comportamiento era, en cierta medida, sospechoso.