– ¿Qué te ha…?
– No preguntes.
Dejando la puerta abierta, Vernon se dio media vuelta y con la mano izquierda me invitó a entrar. Cerré con cuidado y lo seguí por un estrecho pasillo que culminaba en un espacioso salón abierto. Las vistas eran espectaculares, pero la verdad es que en Manhattan casi cualquier piso situado en una decimoséptima planta ofrece una panorámica increíble. Éste daba al sur, y abarcaba el horror y la gloria de la ciudad casi en igual medida.
Vernon se arrellanó en un largo sofá de piel negra en forma de ele. Me sentía de lo más incómodo y me costaba mirarlo a la cara, así que me dediqué a contemplar la casa.
Si tenemos en cuenta sus dimensiones, en el salón escaseaban los muebles. Había objetos viejos, un buró antiguo, un par de sillas estilo Reina Ana y una lámpara clásica. Había, asimismo, algunas cosas nuevas: el sofá de piel negra, una mesa de cristal tintado y un botellero metálico vacío. Pero no podríamos tildarlo de ecléctico, pues no se apreciaba orden o sistema alguno. Sabía que a Vernon le habían interesado mucho los muebles en su momento, y que había coleccionado «piezas», pero aquélla parecía la vivienda de una persona que había permitido que su entusiasmo se desvaneciera. Las piezas eran extrañas y no casaban; parecían sobras de otra época de la vida de su propietario, o de otro piso.
Ahora me hallaba en mitad de la estancia y había visto todo lo que había que ver. Miré a Vernon en silencio, sin saber por dónde empezar, pero al final fue él quien habló. Con aquella expresión de dolor en su rostro y la fea distorsión de sus rasgos, con sus ojos grisáceos, normalmente brillantes, y sus pómulos altos, esbozó una sonrisa y dijo:
– Bueno Eddie. Por lo que veo, estabas interesado después de todo.
– Sí… Ha sido increíble. En serio.
Solté aquellas palabras igual que el joven de instituto al que había invocado sarcásticamente el día anterior, el que intentaba pillar su primera bolsa de diez dólares y ahora regresaba por otra.
– ¿Qué te dije yo?
Asentí unas cuantas veces, y entonces, incapaz de continuar sin referirme de nuevo a su estado, insistí:
– Vernon, ¿qué te ha pasado?
– ¿Tú qué crees, viejo? Me he metido en una pelea.
– ¿Con quién?
– No quieras saberlo.
En efecto, quizá no quería saberlo.
Pensándolo bien, tenía razón. No quería saberlo. Y no sólo eso: me sentía también algo irritado, y parte de mí abrigaba la esperanza de que aquella paliza que le habían propinado no me supusiera un problema para comprar.
– Siéntate, Eddie. Relájate y cuéntamelo todo.
Me senté al otro extremo del sofá, me puse cómodo y le expliqué cómo había ido. No había razón para no hacerlo. Cuando terminé, Vernon dijo:
– Sí, suena bien.
– ¿Qué quieres decir? -repuse yo de inmediato.
– Bueno, funciona con lo que ya hay. No puede volverte listo si no lo eres de por sí.
– ¿Me estás diciendo que es una droga inteligente?
– No exactamente. A las drogas inteligentes les dan mucho bombo. Ya sabes: mejore su rendimiento cognitivo, desarrolle unos reflejos mentales rápidos y todo ese rollo. Pero la mayoría de las drogas denominadas «inteligentes» son sólo complementos naturales de la dieta, nutrientes artificiales, aminoácidos y ese tipo de cosas. Vitaminas de diseño, si lo prefieres. Lo que tú tomaste fue una droga de diseño. O sea, tienes que tomar la tira de aminoácidos para estar despierto toda la noche y leer cuatro libros, ¿no es así?
Asentí.
Vernon estaba disfrutando con aquello, pero yo no. Empezaba a hartarme y quería que cerrase el pico y me contara lo que sabía.
– ¿Cómo se llama? -aventuré.
– Todavía no tiene un nombre en la calle, y eso es porque todavía no tiene un perfil comercial y, a propósito, queremos que siga siendo así. Los muchachos de la cocina lo llevan con discreción; quieren que sea algo anónimo. Lo llaman MDT-48.
¿Los muchachos de la cocina?
– ¿Para quién trabajas? -pregunté-. Me dijiste que eras asesor de un grupo farmacéutico o algo así.
Vernon se llevó una mano a la cara y la dejó allí unos momentos. Inhaló un poco de aire y soltó un gruñido.
– Diablos, cómo duele esto.
Me incliné hacia adelante. ¿Qué debía hacer? ¿Ofrecerle un poco de hielo envuelto en una toalla? ¿Llamar a un médico? Esperé. ¿Habría oído mi pregunta? ¿Sería insensible repetirla?
Transcurrieron unos quince segundos, y entonces Vernon apartó la mano de su rostro.
– Eddie -dijo con un gesto de dolor-, no puedo responder a tu pregunta. Estoy seguro de que lo entenderás.
– Pero ayer me dijiste que a finales de año saldría al mercado un producto, que se estaban realizando ensayos clínicos. Me contaste que estaba aprobado por la FDA. ¿De qué iba todo aquello?
– Aprobado por la FDA… Tiene gracia -respondió Vernon, resoplando con desdén y esquivando la pregunta-. La FDA sólo aprueba fármacos para tratar enfermedades. No reconocen las drogas como estilo de vida.
– Pero…
En ese momento estuve a punto de agarrarlo de la solapa y acusarlo de haberme mentido, pero me contuve. En efecto, me había dicho que contaba con la aprobación de la FDA, y había mencionado unos ensayos clínicos, pero ¿realmente esperaba que me tragara todo aquello?
¿Qué tenemos aquí? Algo llamado MDT-48. Una sustancia farmacéutica desconocida, no probada y seguramente peligrosa, hurtada de algún laboratorio no identificado por una persona de poco fiar a la que no había visto en una década.
– Y bien -dijo Vernon mirándome fijamente-. ¿Quieres un poco más?
– Sí -respondí-, desde luego.
Solucionado aquello, y siguiendo las sagradas tradiciones del tráfico de drogas civilizado, cambiamos inmediatamente de tema. Le pregunté por los muebles del piso y si seguía coleccionando «piezas». Él me preguntó sobre música, si todavía escuchaba a todo volumen sinfonías de ochenta minutos compuestas por alemanes muertos. Charlamos un rato, y luego nos dimos más detalles sobre nuestras vicisitudes de los últimos años.
Vernon era bastante reservado, como tiene que ser en su profesión, supongo, pero, a causa de ello, apenas entendí nada de lo que decía. Me dio la impresión de que aquel negocio del MDT le había mantenido ocupado durante bastante tiempo, tal vez unos años. También intuí que hablar de ello le generaba ansiedad, pero como todavía no estaba seguro de poder confiar en mí, no cesaba de interrumpirse a media frase, y cada vez que parecía estar a punto de revelar algo, titubeaba y recurría a su labia neurocientífica, mencionando neurotransmisores, circuitos cerebrales y complejos de receptores celulares. Se agitaba bastante en el sofá, levantando una y otra vez la pierna izquierda y estirándola; como un futbolista, o un bailarín, no lo tenía claro.
Yo permanecía relativamente quieto y le escuchaba.
Por mi parte, le conté a Vernon que en 1989, poco después del divorcio, había tenido que abandonar Nueva York. No mencioné que él había puesto su granito de arena para que me largara de allí, que su tan fiable suministro de polvo boliviano me había ocasionado graves problemas económicos y de salud -senos consumidos y finanzas exhaustas- y que, a su vez, éstos me habían costado mi puesto de trabajo como director de producción en Chrorne, una revista de moda y arte ya desaparecida. Pero sí le hablé del año miserable que había pasado sin trabajo en Dublín, persiguiendo una huidiza y nociva idea de existencia literaria, y de mis tres años en Italia, impartiendo clases, traduciendo para una agencia de Bolonia y adquiriendo interesantes conocimientos culinarios. Como, por ejemplo, que no tenía por qué haber verdura todo el año como en los restaurantes coreanos, sino que ésta tenía sus temporadas, que llegaba y desaparecía en cuestión de seis semanas, y que, en ese período, las cocinabas frenéticamente de distintas maneras. En el caso de los espárragos: risotto de espárragos, espárragos con huevos, fettuccini con espárragos. Y que dos semanas después ni siquiera te planteabas pedirle un espárrago a tu verdulero. En ese punto empecé a divagar, y noté que Vernon se estaba impacientando, así que proseguí y le conté que había regresado de Italia para descubrir que la tecnología de la producción de revistas se había transformado por entero, lo cual convertía las habilidades que pudiese haber adquirido a finales de los años ochenta en algo más o menos superfluo. Acto seguido le describí los últimos cinco o seis años de mi vida, que habían sido muy tranquilos, sin sobresaltos, y habían transcurrido -en un abrir y cerrar de ojos- en una bruma de relativa sobriedad, refugiándome en la comida, pero que tenía muchas esperanzas puestas en aquel libro.