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Inspiré varias veces en un esfuerzo por controlarme y, de pie junto a la ventana, contemplando la mezcolanza de estilos arquitectónicos de la ciudad, una idea persistía en mi mente: el día anterior a esa misma hora ni siquiera me había topado con Vernon. Hasta ese momento, no había hablado con él en casi diez años. Tampoco había hablado con su hermana ni había pensado demasiado en ella, pero allí estaba, en menos de veinticuatro horas, entrando de nuevo en su vida y en un período de la mía que, creía yo, se había ido para siempre. El que puedan pasar meses, e incluso años, sin ningún suceso relevante es uno de esos imponderables de la existencia y, de repente, sobrevienen unas horas, o incluso unos minutos, que pueden abrir un boquete de un kilómetro de diámetro en el tiempo.

Me aparté de la ventana, estremeciéndome al ver a Vernon en el sofá, y fui hacia la cocina. También la habían registrado. Habían abierto los armarios y los habían revuelto, y había platos rotos y fragmentos de cristal por todo el suelo. Observé de nuevo el desorden del salón y me hundí otra vez. Entonces me acerqué a la puerta que quedaba a la izquierda del pasillo y conducía al dormitorio. Estaba iguaclass="underline" habían sacado los cajones y los habían vaciado, le habían dado la vuelta al colchón, había ropa esparcida por todas partes y en el suelo yacía roto un gran espejo.

Me preguntaba por qué era necesario causar semejante caos, pero en mi estado de confusión, que era manifiesto, todavía me llevó un par de minutos comprenderlo. Estaba claro que el intruso buscaba algo. Vernon debió de abrirle la puerta, lo cual significaba que lo conocía, y cuando regresé debí de interrumpirlo. Pero ¿qué andaba buscando? Noté cómo se me aceleraba el pulso por el mero hecho de formular esa pregunta.

Me agaché y cogí uno de los cajones vacíos. Miré en su interior y le di la vuelta. Hice lo propio con los demás, y hasta que no hube registrado varias cajas de zapatos guardadas en una estantería un par de minutos después no me di cuenta de dos cosas. Primero, estaba dejando mis huellas dactilares por toda la casa, y, segundo, estaba escudriñando la habitación de Vernon. Ninguna de las dos era buena idea, pero dejar huellas en el dormitorio era especialmente preocupante a corto plazo. Había dado mi nombre a la policía y, cuando ésta llegara, tenía la intención de contar la verdad, o al menos casi toda la verdad, pero si descubrían que había estado hurgando por allí, mi credibilidad se resentiría. Me acusarían de toquetear el escenario de un crimen o de alterar pruebas, o a lo mejor me vería implicado en el propio crimen, así que empecé a desandar mis pasos, utilizando la manga de la chaqueta para limpiar la mayor cantidad posible de objetos y superficies que hubiese tocado.

Cuando llegué al umbral momentos después, miré de nuevo la habitación para comprobar que no me había dejado nada. Por algún motivo que no alcanzo a explicar, miré hacia el techo y, al hacerlo, noté algo raro. Era un entramado de pequeños paneles cuadrados, y uno de ellos, situado directamente sobre la cama, parecía estar ligeramente desalineado, como si lo hubiesen tocado hacía poco.

Al tiempo que reparaba en ello, oí una sirena de policía a lo lejos, y vacilé un momento, pero entonces me encaramé a la cama, aparté el panel suelto y busqué en la oscuridad, donde apenas distinguía las tuberías y los revestimientos de aluminio. Extendí el brazo y rebusqué en el interior y alrededor de los bordes. Mis dedos entraron en contacto con algo. Introduje más el brazo, forzando los músculos, y saqué aquel objeto del agujero. Era un gran sobre acolchado de color marrón y lo dejé caer sobre el colchón, que se encontraba boca arriba.

Entonces me paré a escuchar. En aquel momento ululaban dos sirenas, tal vez tres, y estaban cerca.

Volví a colocar el panel suelto lo mejor que pude, bajé de la cama y cogí el sobre. Lo abrí a toda prisa y vertí el contenido sobre el colchón. Lo primero que vi fue una pequeña agenda negra, un grueso rollo de billetes -creo que eran todos de cincuenta- y, por último, un gran envase de plástico con cierre hermético en la parte superior, una versión más voluminosa del que Vernon había sacado del monedero la tarde anterior. En su interior debía de haber trescientas cincuenta, cuatrocientas o quinientas pildoritas blancas, no lo sé…

Contemplé boquiabierto las que tal vez fuesen quinientas dosis de MDT-48. Entonces meneé la cabeza y empecé a realizar cálculos rápidos. Quinientas, pongamos, por quinientos… Eso eran… ¿250.000 dólares? Por otro lado, con sólo tres o cuatro pastillas de aquéllas podría terminar el libro en una semana. Miré a mi alrededor, consciente de que me hallaba en la habitación de Vernon y de que las sirenas, que se oían cada vez más fuerte, empezaban a remitir al unísono.

Después de otro momento de duda, recogí todo aquello del colchón y lo metí de nuevo en el sobre. Fui al salón y me acerqué a la ventana. En la calle pude otear tres coches de policía a escasa distancia unos de otros y con las luces azules girando. En aquel momento, la actividad era frenética. Aparecían agentes de la nada, los transeúntes se detenían y comentaban, y el tráfico de la Calle 90 empezó a colapsarse.

Fui corriendo a la cocina y busqué una bolsa de plástico. Encontré una del A & P local y guardé el sobre dentro. Me dirigí por el pasillo hacia la puerta principal, cerciorándome de que la dejaba abierta. Al otro extremo del pasadizo, en dirección opuesta a los ascensores, había una gran puerta metálica que había visto antes, y corrí hacia ella. La puerta daba a la escalera de emergencia. A su izquierda había una pequeña zona donde se encontraba el vertedero de basuras y una hornacina de cemento con una escoba y varias cajas en su interior. Titubeé unos segundos y entonces decidí correr escaleras arriba. En la hornacina había apiladas cuatro o cinco cajas de cartón.

Oculté la bolsa de plástico detrás de aquellas cajas y, sin mirar atrás, bajé corriendo los escalones de dos en dos o de tres en tres. Crucé la puerta metálica, todavía al trote, y volví al pasillo. Cuando me faltaban un par de metros para llegar, oí las puertas del ascensor y una creciente marea de voces. Llegué a la puerta del piso y entré. Recorrí el pasillo lo más rápido que pude y fui al salón, donde me sobresaltó de nuevo la imagen de Vernon.

Me había quedado sin resuello, y permanecí en mitad del salón jadeando. Me llevé la mano al pecho y me incliné hacia adelante, como si tratara de impedir un infarto. Entonces oí un suave golpeteo en la puerta y una voz prudente que decía:

– Hola… Hola. Policía.

– Sí -dije, intentando coger un poco de aire-, aquí.

Sólo por mantenerme ocupado, cogí el traje que había dejado antes y la bolsa que contenía el desayuno. Puse la bolsa encima de la mesa de cristal y el traje en el tramo más próximo de sofá.

Por el pasillo apareció un joven policía uniformado de unos veinticinco años.

– Discúlpeme… -dijo, consultando una diminuta libretita-, ¿Edward Spinola?

– Sí -respondí, sintiéndome de repente culpable, comprometido, un fraude y un sinvergüenza-. Sí… soy yo.

VI

Al cabo de diez o quince minutos, un pequeño ejército de agentes uniformados, policías de paisano y técnicos forenses invadió el piso.

Me llevaron a la cocina y me interrogó uno de los policías de uniforme. Anotó mi nombre, dirección y número de teléfono y me preguntó dónde trabajaba y de qué conocía al difunto. Mientras respondía a sus preguntas, vi cómo examinaban, fotografiaban y etiquetaban a Vernon. Vi también a dos tipos de paisano agazapados junto al escritorio, que seguía ladeado, y estudiando los papeles que había esparcidos por el suelo. Se pasaban documentos, cartas y sobres el uno al otro, y hacían comentarios que no alcanzaba a oír. Un agente se hallaba junto a la ventana hablando por radio, y otro estaba en la cocina revolviendo armarios y cajones.