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Pensaba en cómo odiaba mi aspecto; necesitaba un corte de pelo.

Arrojé la ceniza del cigarrillo a la acera y alcé la vista. La confluencia de la Calle 12 con la Quinta Avenida se hallaba unos veinte metros más adelante. De súbito, un tipo dobló la esquina a toda prisa, caminando a la misma velocidad que yo. Un plano cenital nos habría mostrado como dos moléculas en una trayectoria de colisión directa. Lo reconocí a diez metros, y él a mí también. Cuando faltaban cinco metros ambos echamos el freno y empezamos con los ademanes, las caras de sorpresa y las reacciones tardías.

– ¡Eddie Spinola!

– ¡Vernon Gant!

– ¿Qué tal estás?

– Dios mío, cuánto tiempo.

Nos estrechamos la mano y nos dimos unas palmaditas en el hombro.

Entonces Vernon retrocedió un poco y empezó a escrutarme.

– Madre mía, Eddie, recorta el alpiste, ¿no?

Era una referencia al considerable peso que había ganado desde la última vez que nos vimos, hacía nueve o diez años.

Vernon era alto y estaba tan delgado como de costumbre. Observé su calvicie incipiente sin decir nada. Entonces señalé su cabeza.

– Bueno, yo al menos tengo elección.

Entonces se puso a bailar al más puro estilo de Jake La Motta y me lanzó un fingido gancho de izquierda.

– Sigues hecho un listillo, ¿eh? ¿Qué es de tu vida, Eddie?

Vernon lucía un holgado traje de lino de los caros y zapatos de piel oscura. Llevaba puestas unas gafas de sol con montura dorada y estaba bronceado. Olía a dinero por los cuatro costados.

¿Que a qué me dedicaba?

De repente no me apetecía mantener aquella conversación.

– Trabajo para Kerr & Dexter. Ya sabes, la editorial.

Vernon se sorbió la nariz y asintió con la cabeza a la espera de más información.

– Llevo cuatro años trabajando para ellos como redactor. Libros de texto y manuales, ese tipo de cosas, pero ahora están preparando una serie de libros ilustrados sobre el siglo xx con la esperanza de aprovechar los primeros coletazos de un boom nostálgico, y me han encargado uno sobre la relación entre el diseño de los años sesenta y noventa…

– Interesante.

– Haight-Ashbury y Silicon Valley…

– Muy interesante.

– Acido lisérgico y ordenadores personales -recalqué.

– Mola.

– Lo cierto es que no. Pagan bastante mal, y como los libros serán tan breves, cien o ciento veinte páginas, no tendré mucho margen, lo cual lo convierte en un desafío aún mayor porque…

Hice una pausa.

Vernon frunció el ceño.

– ¿Sí…?

– … porque… -El justificarme de aquella manera estaba generando inesperadas oleadas de vergüenza y desprecio hacia mí y hacia mi interlocutor. Cambié el pie de apoyo-… porque, bueno, básicamente escribes las leyendas de las ilustraciones, así que si quieres incluir tu propio punto de vista tienes que dominar mucho el material.

– Eso es fantástico, viejo -dijo sonriendo-. Es lo que siempre has querido hacer, ¿no?

Pensé en sus palabras. Supongo que, en cierto modo, era verdad. Pero no en un sentido que él pudiera entender jamás.

«Dios mío -pensé-, Vernon Gant.»

– Debe de ser una pasada -dijo.

Vernon era traficante de cocaína cuando lo conocí a finales de los años ochenta, pero por aquel entones su imagen era bien distinta, con mucho pelo y chaquetas de cuero. Le interesaban el taoísmo y los muebles. Ahora empezaba a recordarlo todo.

– La verdad es que me está costando -repuse, aunque no sé por qué me molestaba en seguir con el tema.

– ¿Sí? -preguntó Vernon reculando un poco. Se recolocó las gafas como si le hubiera sorprendido lo que acababa de decir, pero se disponía a ofrecer sus consejos en cuanto dedujera dónde radicaba el problema.

– Hay tantas tendencias y contradicciones que es difícil saber por dónde empezar. -Fijé la mirada en un coche aparcado al otro lado de la calle, un Mercedes azul metalizado-. Tienes los años sesenta, con el pensamiento antitecnológico y la vuelta a la naturaleza, el Whole Earth Catalogue y toda esa mierda… Móviles de viento, arroz integral y pachuli. Pero luego está la pirotecnia del rock, el sonido y la luz, la palabra «eléctrico» y el hecho mismo de que el LSD saliera de un laboratorio… -continué mirando el coche-, y también el que (escucha esto) la Arpanet, el prototipo de Internet, se desarrolló en 1969 en la UCLA. Mil novecientos sesenta y nueve.

El único motivo por el que mencionaba aquello, imagino, era porque lo tenía metido en la cabeza todo el día. Tan sólo estaba pensando en voz alta, meditando qué punto de vista había adoptado.

Vernon chasqueó la lengua y consultó su reloj.

– ¿Qué haces ahora, Eddie?

– Pasear por la calle. Nada. Fumar un cigarrillo. No sé. No puedo trabajar. -Di una calada al cigarrillo-. ¿Por?

– Creo que puedo ayudarte.

Vernon miró de nuevo su reloj y pareció realizar un cálculo mental.

Lo observé con incredulidad; empezaba a sentirme un poco molesto.

– Ven, te explicaré a qué me refiero. Vamos a tomar algo -propuso dando una palmada-. Vamos [1].

Irme con Vernon Gant no me parecía una gran idea. Quitando eso, ¿cómo podía ayudarme con un problema que acababa de exponerle a grandes rasgos? Era absurdo, pero vacilé.

Me gustó cómo sonaba la segunda parte de su propuesta, lo de tomar una copa. Debo reconocer que mis dudas también incluían cierto elemento pavloviano; la idea de encontrarme con Vernon e irnos de manera espontánea a otro lugar agitó algo en mi química corporal. Oírle decir «vamos» fue como un código de acceso a toda una fase de mi vida que había permanecido cerrada durante casi diez años.

Me froté la nariz y dije:

– De acuerdo.

– Bien. -Vernon hizo una pausa y entonces añadió, como si estuviese calibrándolo mentalmente-: Eddie Spinola.

Fuimos a un bar de la Sexta Avenida, una coctelería cursi de estética retro que otrora había sido un restaurante Tex-Mex llamado El Charro y antes una tasca de nombre Conroy's. Nos llevó un rato aclimatarnos a la iluminación y la decoración interior y, curiosamente, encontrar una mesa con bancos que satisficiera a Vernon. El lugar estaba prácticamente vacío -no se llenaría al menos hasta las cinco-, pero Vernon se comportaba como si fuesen altas horas de un sábado y estuviésemos reclamando los últimos asientos libres del último bar abierto de la ciudad. Fue entonces, al verle estudiar la visibilidad de cada mesa y la proximidad con los lavabos y las salidas, cuando me di cuenta de que estaba tramando algo. Lo vi tenso, nervioso, y eso no era habitual en él, al menos en el Vernon a quien yo conocía. Su gran virtud como traficante de coca era que guardaba una relativa compostura en todo momento. Otros camellos solían comportarse como anuncios de su mercancía, deambulando sin parar y hablando por los codos. Vernon, en cambio, siempre había destilado calma, mentalidad de empresario y sobriedad, aunque a veces era demasiado pasivo, como un empedernido fumador de marihuana que bogaba a la deriva en un mar de cocainómanos desalmados. De hecho, si no lo hubiera conocido, habría pensado que Vernon -o al menos aquella persona que tenía ante mí- había catado sus primeras rayas de coca aquella misma tarde y no lo llevaba muy bien.

Al final nos sentamos y se acercó una camarera. Vernon tamborileó con los dedos sobre la mesa y dijo:

– Veamos… Yo tomaré un… vodka Collins.

– ¿Y usted, señor?

– Un whisky sour, por favor.

Cuando se alejó la camarera, Vernon sacó un paquete de cigarrillos mentolados ultralight y bajos en alquitrán y una cajita de cerillas a medio terminar. Mientras se encendía un cigarrillo, dije:

– ¿Cómo está Melissa?

Melissa era la hermana de Vernon; había estado casado con ella menos de cinco meses en 1988.

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[1] En español en el original. (N. del e.)