– Melissa está bien -repuso, y dio una calada al cigarrillo. Para hacerlo, tuvo que recurrir a toda la potencia muscular de sus pulmones, hombros y parte superior de la espalda-. Aunque no la veo muy a menudo. Ahora vive al norte del estado, en Mahopac, y tiene un par de hijos.
– ¿Cómo es su marido?
– ¿Su marido? ¿Estás celoso o qué? -Vernon se echó a reír y miró en derredor como si quisiera compartir el chiste con alguien. Yo no dije nada. Las carcajadas acabaron por remitir y Vernon golpeó ligeramente el cigarrillo al borde del cenicero-. El tipo es un idiota. La abandonó hará cosa de dos años y la dejó tirada.
Lamenté de veras oír aquello, pero a la vez me costaba un poco formarme una imagen plausible de Melissa viviendo en Mahopac con dos niños. Por eso no pude establecer una conexión personal con la noticia, al menos de momento, pero lo que sí pude imaginar -vívidamente, como un intruso- era a Melissa, alta y esbelta, enfundada en un vestido de seda color crema el día de nuestra boda, sorbiendo un Martini en el piso que tenía Vernon en el Upper West Side, con las pupilas dilatadas… y sonriéndome desde el otro lado de la habitación. Pude imaginar su piel perfecta, su melena negra, lisa y brillante, que le llegaba a media espalda. Pude imaginar su boca amplia y elegante monopolizando la conversación.
La camarera se acercó con nuestras bebidas.
Melissa era la más inteligente de los que le rodeaban, más lista que yo, y desde luego más lista que su hermano mayor. Había trabajado de coordinadora de producción en una pequeña guía de televisión por cable, pero siempre pensé que llegaría lejos, que dirigiría un periódico, que dirigiría películas o que sería candidata al Senado.
Una vez que la camarera se hubo marchado, alcé mi copa y dije:
– Lamento oír eso.
– Sí, es una pena.
Pero Vernon lo enunció como si se refiriera a un terremoto sin importancia en una república asiática de nombre impronunciable, como si lo hubiese oído en las noticias e intentara entablar conversación.
– ¿Trabaja? -insistí.
– Sí, creo que hace algo. No estoy seguro de qué. La verdad es que no hablo mucho con ella.
Su respuesta me confundió. De camino al bar, y mientras Vernon buscaba la mesa adecuada, pedíamos la bebida y esperábamos a que llegara, me vinieron instantáneas mías y de Melissa y del corto periodo que pasamos juntos, como la del día de nuestra boda en el piso de Vernon. Era psicotrónico… Eddie y Melissa, por ejemplo, entre dos columnas frente al ayuntamiento… Melissa metiéndose rayas mientras se mira al espejo arrodillada, contemplando su hermoso rostro entre las desmenuzadas líneas blancas… Eddie en el cuarto de baño, en varios cuartos de baño, y en varias fases de indisposición… Melissa y Eddie discutiendo por dinero y por quién es más cerdo con un billete de veinte dólares enrollado. La nuestra no fue tanto una boda de drogatas como un matrimonio de drogatas -lo que Melissa, en una ocasión, tachó despectivamente de «asunto de coca»-, así que, con independencia de los sentimientos reales que yo pudiera albergar hacia Melissa o ella hacia mí, no fue una sorpresa que sólo duráramos cinco meses, y puede que incluso sea raro que duráramos tanto, no lo sé.
Pero bueno, la cuestión era qué les había ocurrido. ¿Qué había pasado con Vernon y Melissa? Siempre habían estado muy unidos y siempre habían constituido una pieza importante en la vida del otro. Se habían buscado en la gran ciudad y habían sido el tribunal de última instancia en sus romances, sus trabajos, sus pisos y su decoración. Era una de esas ligazones entre hermano y hermana en la que, de no haberle caído bien a Vernon, Melissa tal vez no habría vacilado en botarme, aunque, personalmente, si hubiese tenido voz en el asunto, yo habría largado al hermano mayor. Pero en fin. No tuve la oportunidad de hacerlo.
De todos modos, habían pasado diez años. Aquello era el presente. Obviamente, las cosas habían cambiado.
Observé a Vernon mientras daba otra calada de dimensiones olímpicas a su cigarrillo de mentol ultralight, bajo en nicotina. Intenté pensar alguna agudeza sobre el tabaco, pero ya no podía quitarme a Melissa de la cabeza. Quería hacerle preguntas sobre ella, quería una puesta al día detallada sobre su situación y, sin embargo, ¿qué derecho tenía yo -si es que tenía alguno- a demandar esa información? No sabía si las circunstancias de la vida de Melissa eran asunto mío.
– ¿Por qué fumas eso? -dije al final, mientras sacaba un paquete de Camel sin filtro-. ¿No es mucho esfuerzo para tan poca recompensa?
– Desde luego, pero es casi el único ejercicio aeróbico que practico últimamente. Si fumara eso -dijo, señalando mi Camel con la cabeza-, ahora mismo estaría conectado a una máquina de respiración asistida. Pero ¿qué quieres? No voy a dejarlo.
Decidí que intentaría volver a hablar de Melissa más tarde.
– ¿Y en qué andas tú, Vernon?
– He estado ocupado.
Eso sólo podía significar una cosa: seguía traficando. Una persona normal habría contestado: «Ahora trabajo para Microsoft» o «Preparo comida rápida en Moe's Diner». Pero no, Vernon estaba ocupado. Entonces caí en la cuenta de que la ayuda de Vernon probablemente consistía en un descuento.
Mierda, debería habérmelo imaginado.
Pero ¿realmente no lo sabía? ¿Acaso no era la nostalgia la que me había llevado hasta allí?
Estaba a punto de soltar una ocurrencia sobre su manifiesta aversión hacia los empleos respetables cuando Vernon puntualizó:
– En realidad, he estado trabajando de asesor.
– ¿Qué?
– Para una empresa farmacéutica.
Fruncí el ceño y repetí sus palabras con aire inquisitivo.
– Sí, a finales de año saldrá al mercado una selecta gama de productos y estamos intentando generar una base de clientes.
– ¿De qué va esto? ¿Es una nueva jerga callejera, Vernon? Llevo fuera de escena mucho tiempo, lo sé, pero…
– No, no, es cierto. De hecho -Vernon miró a su alrededor unos instantes y entonces prosiguió bajando levemente el tono-, de eso quería hablarte. Ese… problema creativo que tienes.
– Yo…
– La gente para la que trabajo ha ideado una nueva sustancia increíble. -Vernon se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó su billetera-. Viene en forma de píldora.
Extrajo de la cartera una bolsita de plástico con cierre hermético en la parte superior. La abrió y vertió algo en la palma de su mano izquierda, que acercó para mostrarme la diminuta pastilla blanca.
– Mira -dijo-. Cógela.
– ¿Qué es?
– Tú cógela.
Abrí la mano derecha y se la tendí. Él volteó la mano izquierda y dejó caer la pequeña pastilla blanca.
– ¿Qué es? -insistí.
– Todavía no tiene nombre. Existe una etiqueta de identificación de laboratorio, pero son sólo letras y un código. Todavía no se les ha ocurrido ningún nombre apropiado, pero han realizado todos los ensayos clínicos y está aprobado por la FDA.
Vernon me miró como si hubiese respondido a mi pregunta.
– Muy bien -repuse-, todavía no tiene nombre, han realizado todos los ensayos clínicos y ha sido aprobado por la FDA, pero ¿qué diablos es?
Vernon bebió de su copa y dio otra calada antes de hablar.
– ¿Sabes cómo te joden las drogas? Lo pasas bien cuando las tomas, pero luego estás hecho una mierda y al final toda tu vida se desmorona, ¿verdad? Tarde o temprano sucede. ¿Tengo razón?
Asentí.
– Pues con esto no. -Vernon señaló la pastilla que tenía en la mano-. Esta criaturita es la antítesis de todo eso.
Dejé caer la pastilla sobre la mesa y di un trago a mi copa.
– Vamos, Vernon, por favor, no soy un jovencito de instituto intentando pillar su primera bolsa de diez pavos. Ni siquiera…
– Créeme, Eddie, nunca has visto nada igual. Hablo en serio. Tómalo y compruébalo por ti mismo.
Llevaba años sin consumir drogas, justo por los motivos que había expuesto Vernon en su discursito comercial. Sentía deseos a todas horas, anhelaba ese sabor al fondo de la garganta, las felices horas de ardoroso parloteo, los ocasionales atisbos de una forma y una estructura divinas en la conversación del momento, pero nada de eso suponía ya un problema. Era una apetencia que podías sentir por una etapa anterior de tu vida o por un amor perdido, y te invadía incluso una leve sensación narcótica al abrigar esos pensamientos, pero si se trataba de probar algo nuevo, de meterme otra vez en todo aquello… Miré de nuevo la pildorita blanca que descansaba en el centro de la mesa y dije: