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– Soy demasiado viejo para estas cosas, Vernon.

– No tiene efectos secundarios físicos, si eso es lo que te preocupa. Han identificado unos receptores cerebrales que pueden activar circuitos específicos y…

– Mira… -Empezaba a exasperarme-. De verdad, no…

Justo en ese momento empezó a sonar un teléfono móvil. Puesto que yo no tenía, supuse que era el de Vernon. Se metió la mano en el bolsillo lateral de la chaqueta y lo sacó. Mientras abría la tapa y buscaba el botón correcto, sentenció:

– Permíteme decirte, Eddie, que esa cosa resolverá cualquier problema que tengas con ese libro.

Lo miré con incredulidad.

– Gant.

Había cambiado de verdad, y de una forma bastante curiosa. Era la misma persona, pero parecía haber desarrollado, o cultivado, una personalidad distinta.

– ¿Cuándo?

Vernon cogió su copa y la agitó un poco.

– Ya lo sé, pero ¿cuándo?

Miró de reojo hacia la izquierda, e inmediatamente después consultó la hora.

– Dile que no podemos hacer eso. Sabe que es imposible. De ningún modo.

Vernon hizo un ademán despectivo con la mano.

Di un trago a mi bebida y me encendí un Camel. Allí estaba yo, desperdiciando la tarde con mi ex cuñado. Desde luego, cuando salí de casa una hora antes para dar un paseo no tenía ni idea de que acabaría en un bar. Y menos con mi ex cuñado, el puto Vernon Gant.

Meneé la cabeza y bebí otra vez.

– No, será mejor que se lo digas. Ahora. -Vernon se dispuso a levantarse-. Mira, estaré ahí en diez o quince minutos. -Poniéndose la chaqueta con la mano que tenía libre, agregó-: De ninguna manera, en serio. Espera. Ahora voy.

Vernon colgó el teléfono y se lo guardó de nuevo en el bolsillo.

– Mierda de gente -espetó, mirándome y negando con la cabeza como si yo entendiera algo.

– ¿Problemas? -dije.

– Sí, ya lo creo. -Sacó su cartera-. Y me temo que voy a tener que dejarte, Eddie. Lo siento.

Vernon sacó su tarjeta de visita del billetero y la dejó cuidadosamente sobre la mesa, justo al lado de la píldora blanca.

– Por cierto -añadió, señalando la pastilla con la cabeza-, invita la casa.

– No la quiero, Vernon.

Me guiñó un ojo.

– No seas desagradecido. ¿Sabes cuánto cuestan? -Vernon se apartó de la mesa y se tomó un segundo para recolocarse el traje, que le venía holgado. Entonces me miró fijamente-. Quinientos pavos cada una.

– ¿Qué?

– Lo que oyes.

Fijé la vista en la pastilla.

– ¿Quinientos dólares por eso?

– Las copas corren de mi cuenta -dijo, y se dirigió hacia la barra. Lo observé mientras pagaba a la camarera. Entonces señaló nuestra mesa. Eso tal vez significaba que llegaría otra bebida, gentileza del grandulón del traje caro.

Cuando salía del bar, Vernon me lanzó una mirada de soslayo que quería decir: «Tómatelo con calma, amigo mío», hizo una pausa y luego agregó:

– Y no olvides llamarme.

Sí, sí.

Me quedé sentado un rato, ponderando el hecho de que no sólo había dejado las drogas, sino que tampoco bebía por la tarde. Pero allí estaba, haciendo justamente eso. En ese preciso instante llegó la camarera con el segundo whisky sour.

Terminé el primero y empecé con el nuevo. Me encendí otro cigarrillo.

Supongo que el problema era el siguiente: si iba a beber por la tarde, habría preferido una docena de bares antes que aquél, y sentado junto a la barra, empinando el codo con algún tipo encaramado a un taburete igual que yo. Vernon y yo habíamos elegido aquel lugar por comodidad, pero para mí no había en él ningún otro rasgo redentor. Además, había empezado a entrar un montón de gente, probablemente de las oficinas colindantes, y empezaban a armar jaleo. Un grupo de cinco personas se sentó a la mesa de al lado y oí a alguien pedir unos Long Island Ice Tea. No me malinterpreten, sabía que el Long Island Ice Tea era un buen antídoto para el estrés laboral, pero también era realmente letal, y no me apetecía andar por allí cuando aquel brebaje a base de ginebra, vodka, ron y tequila empezara a hacer efecto. Maxie's no era mi tipo de bar, simple y llanamente, así que decidí terminarme la copa lo antes posible y salir volando de allí.

Además, tenía trabajo que hacer. Debía estudiar y seleccionar minuciosamente miles de imágenes, ordenarlas, reordenarlas, analizarlas y deconstruirlas. A fin de cuentas, ¿qué pintaba en una coctelería de la Sexta Avenida? Nada. Debería estar en casa, en mi escritorio, recorriendo palmo a palmo el Verano del Amor y las complejidades de los microcircuitos. Debería estar escaneando todos esos desplegables de The Saturday Evening Post, Rolling Stone y Wired, y también el material fotocopiado que se amontonaba en el suelo y en cualquier otra superficie libre del piso. Debería estar delante de mi pantalla de ordenador, bañado en una luz azul, realizando silenciosos y continuos progresos con mi libro.

Pero no lo estaba y, pese a mis buenas intenciones, tampoco daba señales de querer marcharme. Por el contrario, mientras me rendía al numinoso brillo del whisky y dejaba que se impusiera a las ganas de largarme de allí, volví a pensar en mi ex mujer, Melissa. Ahora vivía al norte del estado con sus dos hijos y se dedicaba a… ¿qué? A algo. Vernon no lo sabía. ¿De qué iba todo aquello? ¿Cómo podía no saberlo? Era lógico que yo no fuese colaborador habitual de The New Yorker o Vanity Fair, que no fuese un gurú de Internet o un capitalista de riesgo, pero que no lo fuera Melissa era inconcebible.

De hecho, cuantas más vueltas le daba, más extraño me parecía. Podía retroceder en el tiempo, reconstruir todos los avatares y atrocidades, y aun así establecer un vínculo directo y plausible entre el Eddie Spinola relativamente estable que se hallaba sentado frente a aquella barra, con su contrato literario de Kerr & Dexter y su plan de salud mensual y, digamos, un Eddie anterior, más flacucho, resacoso y vomitando sobre la mesa de su jefe durante una presentación o revolviendo el cajón de la ropa interior de su novia en busca de sus ahorros. Pero con aquella Melissa domesticada del norte del estado que Vernon había esbozado no parecía existir conexión alguna, o la conexión se había roto, o… algo, yo qué sé.

Por aquel entonces, Melissa era una suerte de portento de la naturaleza. Tenía opiniones elaboradas acerca de todo, desde las causas de la Segunda Guerra Mundial hasta los méritos o deméritos arquitectónicos del nuevo Edificio Lipstick de la Calle 53. Defendía sus opiniones con vehemencia y siempre hablaba -con un aire intimidatorio, como si blandiese una porra- de volver a los principios fundamentales. No se podía jugar con Melissa, y rara vez o nunca mostraba piedad.

Por ejemplo, la noche en que se produjo la caída de la Bolsa, el Lunes Negro -19 de octubre de 1987-, estaba con ella en Nostromo's, un bar de la Segunda Avenida, cuando entablamos conversación con cuatro vendedores de bonos que estaban tomando vodka en la mesa de al lado. (En realidad, creo que uno de ellos era Deke Tauber; tengo grabada una imagen suya sentado a la mesa, asiendo con fuerza un vaso de Stoli.) Pero, en cualquier caso, los cuatro estaban aturdidos, asustados y pálidos. No dejaban de preguntarse unos a otros cómo había ocurrido y qué significaba aquello, y meneaban la cabeza constantemente en un gesto de incredulidad, hasta que al final Melissa intervino: «Joder, amigos, no es por fastidiarlos ni nada por el estilo, pero ¿no lo veían venir?». Bebiendo un gélido Margarita y fumando un Marlboro light, se embarcó, antes que todos los editoriales de la prensa escrita, en una frenética jeremiada que atribuía sagazmente la congoja colectiva de Wall Street, así como la deuda multibillonaria del país, al infantilismo crónico de la generación de baby boomers del doctor Spock. Melissa sumió a los cuatro en una depresión aún más profunda de la que probablemente sintieron cuando estaban en la oficina y decidieron salir a tomar una copa rápida, un fugaz e inocente post mórtem tras el accidente.