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Pero ¿le había estudiado? Por supuesto que no. ¿Acaso no bastaba con pagar treinta y cinco dólares por el dichoso libro? ¿Pretendían además que lo leyera?

Abrí el primer capítulo de Vida de Raymond Loewy, una crónica de sus primeros días en Francia, antes de que emigrara a Estados Unidos, y empecé a leer.

En la calle saltó la alarma de un coche y pude soportarlo un segundo o dos, pero entonces alcé la vista con la esperanza de que parara, y pronto. Al cabo de unos segundos pude volver a la lectura, pero cuando me centré de nuevo en el libro vi que iba ya por la página doscientos treinta y siete.

Sólo llevaba veinte minutos leyendo.

Estaba asombrado, y no entendía cómo había engullido tantas páginas en tan corto espacio de tiempo. Leo con bastante lentitud, y normalmente me llevaría tres o cuatro horas asimilar todo aquello. Era increíble. Volví a hojear el libro para ver si reconocía algo del texto y, para mi sorpresa, así fue. Porque, de nuevo, en circunstancias normales retengo muy poco de lo que leo. Incluso tengo dificultades para seguir tramas novelísticas complicadas, por no hablar de textos técnicos o fácticos. Cuando entro en una librería y busco, por ejemplo, en las secciones de historia, arquitectura o física, me desespero. ¿Cómo puede abarcar una persona todo el material que existe sobre cualquier temática, o incluso una parcela especializada de una temática? Era una locura…

Pero, por el contrario, aquella mierda era increíble…

Me levanté de la silla.

De acuerdo, pregúntame algo sobre los inicios profesionales de Raymond Loewy.

¿Como qué?

Pues no sé. Cómo empezó, por ejemplo.

Muy bien. ¿Cómo empezó?

A finales de los años veinte trabajó como ilustrador de moda, sobre todo para Harper's Bazaar.

¿Y?

Comenzó en el diseño industrial cuando le encargaron una nueva duplicadora Gestetner. Logró despachar el trabajo en tan sólo cinco días. Corría mayo de 1920. Siguió ese camino y acabó diseñando de todo, desde alfileres de corbata a locomotoras.

En ese momento desfilaba arriba y abajo por la habitación, asintiendo y chasqueando los dedos.

¿Quiénes fueron sus contemporáneos?

Norman Bel Geddes, Walter Teague y Henry Dreyfuss.

Me aclaré la garganta y proseguí, en voz alta esta vez, como si estuviese pronunciando una conferencia.

La visión colectiva de todos ellos sobre un futuro plenamente mecanizado en el que todo sería limpio y nuevo fue expuesta en la Feria Internacional de Muestras celebrada en Nueva York en 1939. Con el lema «¡Mañana, ahora!», Bel Geddes diseñó para General Motors la exposición más grande y costosa de la feria. Fue bautizada como Futurama y representaba un Estados Unidos imaginario del entonces lejano 1960, una especie de impaciente precursor onírico de la Nueva Frontera.

Me detuve de nuevo, incapaz de creer que hubiese asimilado tanto, incluso los pormenores más desconocidos; detalles, por ejemplo, sobre qué se utilizó como relleno para el enorme plan de expropiación de Flushing Bay, donde había tenido lugar la feria.

Ceniza y basura tratada. Casi cinco millones de metros cúbicos.

Pero ¿cómo podía recordar aquello? Era ridículo y a la vez fantástico, por supuesto, y estaba entusiasmado. Volví a mi escritorio y me senté. El libro tenía unas ochocientas páginas y me di cuenta de que no necesitaba leerlo entero. A fin de cuentas, lo había comprado sólo por recabar un poco de información de referencia y siempre podía consultarlo más adelante. Así que leí el resto por encima. Cuando terminé el último capítulo, con el libro cerrado sobre la mesa, decidí intentar resumir lo que había leído.

La idea más relevante que extraje del libro fue sobre el estilo de Loewy, conocido popularmente como racionalización. Fue uno de los primeros conceptos de diseño que inspiraron sus fundamentos en la tecnología, y en la aerodinámica en particular. Precisaba la introducción de objetos mecánicos en revestimientos y módulos metálicos, y consistía en crear una sociedad sin fricciones. En aquel momento podías verlo reflejado por todas partes, en la música de Benny Goodman, por ejemplo, y en los ostentosos escenarios de las películas de Fred Astaire, en transatlánticos y clubes nocturnos y en suites situadas en áticos de hoteles, donde Ginger Rogers y él se movían como peces en el agua…

Hice una pausa, escudriñé el apartamento y miré por la ventana. Ahora todo estaba oscuro y silencioso, al menos tan oscuro y silencioso como puede estar en una ciudad, y en ese preciso instante me percaté de que era absolutamente feliz. Era una alegría sin reservas. Me aferré a ese sentimiento tanto como me fue posible, hasta que adquirí conciencia del latido de mi corazón, hasta que alcancé a oírlo contando el paso de los segundos…

Luego volví a mirar el libro, tamborileé con los dedos sobre el escritorio y retomé la lectura.

De acuerdo. Las formas y curvas de la racionalización creaban la ilusión de un movimiento perpetuo. Eran una senda nueva y radical. Afectaban a nuestros deseos e influían en lo que esperábamos de nuestro entorno, desde los trenes a los automóviles y los edificios, e incluso las neveras y las aspiradoras, por no hablar de docenas de objetos cotidianos. Pero de allí surgió una pregunta importante: ¿qué fue primero, la ilusión o el deseo?

Y era eso, por supuesto. Lo vi en un destello. Aquél era el primer argumento que debería exponer en mi introducción. Porque algo similar, con más o menos la misma dinámica, había de ocurrir más tarde.

Me levanté, me acerqué a la ventana y pensé en ello unos momentos. Entonces respiré hondo. Quería hacerlo bien.

Vale.

La influencia…

La influencia de las estructuras subatómicas y los microcircuitos en el diseño posterior de ese siglo, junto con la idea por excelencia de los años sesenta, que hablaba de la interconexión de todas las cosas, hallaba un claro paralelismo aquí con el matrimonio de la Era de las Máquinas y la creciente idea de que la libertad personal sólo podía alcanzarse a través de una mayor eficiencia, movilidad y velocidad.

Sí.

Volví a la mesa y tecleé algunas notas en el ordenador, unas diez páginas, y todas de memoria. En aquel momento, mis procesos mentales desplegaban una claridad que me resultaba estimulante, y aunque todo aquello me era extraño, no me sentía raro y, en cualquier caso, no podía parar, ni tampoco quería hacerlo, porque durante la última hora había trabajado más concienzudamente en el libro que en los tres meses anteriores.

De modo que, sin detenerme ni para respirar, extendí el brazo y cogí otro libro de la estantería, un estudio de la Convención Nacional Demócrata celebrada en 1968 en Chicago. Lo leí en diagonal durante unos cuarenta y cinco minutos, tomando notas sobre la marcha. Leí otros dos libros, uno sobre la influencia del art nouveau en el diseño de los años sesenta y otro sobre los primeros días de los Grateful Dead en San Francisco.

En suma escribí unas treinta y cinco páginas. Asimismo, redacté un borrador de la primera parte de la introducción y esbocé un plan detallado para el resto del libro. Despaché unas tres mil palabras, que después releí y corregí un par de veces.

Empecé a aminorar el ritmo sobre las seis de la mañana, y todavía no había fumado un solo cigarrillo, comido nada ni ido al cuarto de baño. Notaba un cansancio considerable, un leve dolor de cabeza tal vez, pero eso era todo, y en comparación con otras veces que había estado despierto hasta las seis -rechinando los dientes, insomne, incapaz de cerrar el pico-, el cansancio y un ligero dolor de cabeza no eran nada.