De camino al coche, entré en una farmacia y compré una caja grande de paracetamol. Luego me detuve en una licorería y me llevé dos botellas de Jack Daniel's.
Después volví a la carretera, todavía en dirección norte, y salí de Albany lo más rápido que pude.
Evité las autopistas interestatales y tomé carreteras secundarias. Pasé por Schenectady y Saratoga Springs y subí hasta los montes Adirondacks. Seguí una ruta aleatoria y me dirigí a Schroon Lake, ajeno a la belleza natural que me rodeaba. En mi cabeza se agolpaba una interminable sucesión de imágenes confusas. Pasé por Vermont, continué por carreteras secundarias y me encaminé a Vergennes y Burlington, y después a Morrisville y Barton.
Conduje siete u ocho horas seguidas con una sola parada para repostar, que aproveché para tomarme las dos últimas pastillas.
Me detuve en el Northview Motor Lodge hacia las diez. No tenía sentido continuar. La noche había caído. ¿Qué pensaba hacer de todos modos? ¿Seguir hasta Maine? ¿Nueva Brunswick? ¿Nueva Escocia?
Me registré en el hotel de carretera con nombre falso y pagué la habitación en efectivo y por adelantado.
Dos noches.
Una vez aclimatado a la decoración y los colores de la habitación, me tumbé en la cama y miré al techo.
Según el avance informativo que había visto antes, ahora era un asesino en busca y captura. Yo no me veía así, pero a tenor de las circunstancias, sabía que me resultaría bastante complicado convencer a alguien de eso.
– Es una larga historia -tendría que decir.
Y luego me vería obligado a contarla.
Lo supiera o no en aquel momento, ahora me daba cuenta de por qué había metido el ordenador portátil en el petate. La última cosa coherente que haría sería narrar mi historia y dejarla para que alguien la leyera. Yací en la cama bastante tiempo, meditando las cosas. Pero entonces recordé que no me quedaba mucho tiempo de ser coherente.
Me levanté, encendí la tele y quité el sonido. Saqué el ordenador y una botella de Jack Daniel's de la bolsa, y dejé el envase de plástico de paracetamol encima de la mesita de noche. Luego me senté en esta butaca de mimbre y, con el sonido de la máquina para hacer hielo de fondo, empecé.
Ahora es sábado por la mañana y empiezo a estar cansado. Es uno de los primeros síntomas de la abstinencia del MDT, así que será mejor que lo deje aquí. Pero ¿dejar qué?
¿Es ésta una crónica sincera de cómo estuve a punto de hacer lo imposible, de realizar lo irrealizable, para convertirme en uno de los mejores y los más brillantes? ¿Es la historia de una alucinación, un sueño de perfección? ¿O es simplemente la historia de una rata de laboratorio humana, un ser al que etiquetaron, siguieron y fotografiaron para luego desecharlo? ¿O es quizá la última confesión de un asesino?
Ya no lo sé, y tampoco sé si importa.
Además, estoy mareado y me siento un poco débil.
Creo que voy a tumbarme un rato.
He dormido sólo cinco horas, a rachas, dando vueltas. En todo momento he tenido la sensación de que la ansiedad ha asaltado mi sueño, y cuando he despertado, notaba un dolor de cabeza detrás de los ojos que se ha extendido rápidamente al resto del cráneo. Desorientado, adormecido y nauseabundo, me he levantado de la cama, he vuelto aquí, a la butaca de mimbre, y he apoyado el ordenador en mi regazo.
Es cerca de mediodía y la televisión sintoniza aún la CNN.
Algo importante ha sucedido desde ayer por la noche o a primera hora de esta mañana. Veo acorazados frente al golfo de México, soldados de infantería desplegados en zonas fronterizas, a Caleb Hale, el secretario de Defensa, en un gabinete de crisis con el jefe del Estado Mayor Conjunto.
En la parte inferior de la pantalla, un rótulo anuncia un inminente discurso desde el Despacho Oval.
Cierro los ojos un momento, y cuando los abro veo al presidente sentado a su mesa. No puedo subir el volumen y, mientras lo estudio atentamente, detecto en sus ojos esa expresión alerta propia del MDT. Me doy cuenta de que no puedo soportar esa imagen. Tomo el control remoto y pongo los dibujos que dan en otro canal.
Miro el teclado del portátil. Noto un martilleo en la cabeza que empeora constantemente. Ha llegado el momento de apagar el ordenador. Miro la mesita de noche y el frasco de plástico que contiene 150 comprimidos de paracetamol. Luego miro el teclado una vez más y, deseando que el comando tuviera una aplicación más inteligente, deseando que su función fuera literal, pulso la tecla «guardar» con la esperanza de poder seguir adelante, con la esperanza de poder salvarme.
Alan Glynn