En cambio, parecía que la noche anterior había bordado el dichoso texto de una tacada.
Apagué el cigarrillo y contemplé maravillado la pantalla por unos instantes.
Entonces me di la vuelta y me dirigí a la cocina para servirme un poco de café.
Mientras llenaba la cafetera, preparaba el filtro y pelaba una naranja, me sentía otra persona. Era consciente de todos mis movimientos, como si fuese un actor de segunda fila que protagonizase una escena en una obra teatral, una escena ambientada en una cocina de una pulcritud inverosímil en la que tenía que preparar café y pelar una naranja.
Sin embargo, aquello no duró demasiado, porque se advertía un incipiente desorden, como antaño, en el reguero que dejé a mi paso a lo largo y ancho de la encimera. En diez minutos aparecieron un cartón de leche, un bol de Corn Flakes empapados a medio terminar, un par de cucharas, una taza vacía, manchas diversas, un filtro de café usado, cascaras de naranja y un cenicero con dos colillas.
Volvía a ser yo.
Aun así, mi preocupación por el estado de la cocina no era más que una estratagema. Lo que no quería era sentarme de nuevo frente al ordenador, porque sabía exactamente lo que ocurriría. Intentaría proseguir con el resto de la introducción, como si ello fuese lo más natural del mundo y, ni que decir tiene, me atascaría. Sería incapaz de hacer nada. Entonces, en un arrebato de desesperación, repasaría lo que había escrito la noche anterior y empezaría a criticarlo, a picotearlo como un buitre y, tarde o temprano, eso también empezaría a desmoronarse.
Suspiré, frustrado, y encendí otro cigarrillo.
Observé la cocina y pensé ordenarla de nuevo, devolverla a su estado prístino, pero la idea tropezó en la misma línea de salida -el pastoso bol de cereales- y la juzgué forzada y poco espontánea. No me importaba la cocina de todos modos, ni la disposición de los muebles, ni los compactos alfabetizados. Todo aquello era una atracción secundaria; daños colaterales, si se prefiere. El verdadero objetivo, donde había aterrizado el proyectil, se hallaba allí, en el salón, justo en medio de mi escritorio.
Apagué el cigarrillo que había encendido hacía solo unos momentos -el cuarto aquella mañana- y salí de la cocina. Sin mirar el ordenador, atravesé el comedor y me metí en el dormitorio para vestirme. Luego fui al cuarto de baño y me lavé los dientes. Volví al salón, cogí la chaqueta que había dejado sobre una silla y rebusqué en los bolsillos. A la postre encontré lo que buscaba: la tarjeta de Vernon.
«Vernon Gant, asesor», decía. Llevaba impresos sus teléfonos fijo y móvil, así como de su dirección. Ahora vivía en el Upper East Side. También incluía un pequeño y vulgar logo en la esquina superior derecha. Por un momento barajé la posibilidad de llamarlo, pero no quería que me sacara el cuerpo con cualquier pretexto. No quería correr el riesgo de que me dijera que estaba ocupado, o que no podía reunirme con él hasta mediados de la semana siguiente, porque lo que yo deseaba era verlo de inmediato, y cara a cara, para averiguarlo todo sobre aquella droga inteligente suya, de qué estaba compuesta y, lo más importante de todo, cómo podía conseguir más.
V
Bajé a la calle, di el alto a un taxi e indiqué al conductor que me llevara a la Calle 19 con la Primera Avenida. Me recosté y miré por la ventana. Hacía un día radiante y frío, y el tráfico no era demasiado denso en dirección a la parte alta de la ciudad.
Puesto que trabajo en casa y la mayoría de la gente con la que alterno vive en el Village, el Lower East Side y el SoHo, no suelo tener ocasión de ir hacia el norte, sobre todo el del East Side. De hecho, mientras iban pasando intersecciones y nos aproximábamos a las calles 50, 60 y 70, era incapaz de recordar la última vez que había estado tan al norte. Manhattan, pese a su envergadura y a su densidad de población, es un lugar bastante provinciano. Si vives allí, delimitas tu territorio, eliges tus rutas y eso es todo. Puede que nunca llegues a visitar ciertos barrios. O puede que te pases una temporada por una zona, lo cual puede depender del trabajo, de las relaciones e incluso de las preferencias alimentarias. Intenté recordar cuándo había sido… Quizá la vez que fui a aquel sitio italiano con la pista de bocce, Il Vagabondo, en la Tercera con no sé qué otra, pero de eso hacía al menos dos años.
En fin, según pude comprobar, no había cambiado gran cosa. El conductor se detuvo justo delante de la Torre Linden, en la Calle 90. Le pagué y salí. Estábamos en Yorkville, el viejo barrio alemán; viejo porque prácticamente no quedaba rastro de él, a lo sumo un puñado de negocios, una licorería, una tintorería, una o dos charcuterías, y bastantes residentes de toda la vida, pero leí que el barrio se había aclimatado al Upper East Side con nuevos edificios de viviendas, bares de solteros, pubs irlandeses y restaurantes temáticos que abrían y cerraban con alarmante frecuencia.
Con un vistazo rápido me di cuenta de que, en efecto, así era. Desde donde me encontraba pude otear un O'Leary's, un Hannigan's y un restaurante llamado Café de la Revolución de Octubre. La Torre Linden era un edificio de viviendas de ladrillo rojo oscuro, uno de los muchos construidos durante los últimos veinte o veinticinco años en aquella parte de la ciudad.
Habían impuesto su presencia indiscutible y monolítica, pero la Torre Linden, como la mayoría de ellos, era gigantesca, fea y fría.
Vernon Gant vivía en el piso 17.
Crucé la Primera Avenida, descendí las escaleras que conducían a la plaza y me dirigí a las grandes puertas giratorias de vidrio. Al parecer, en aquel lugar entraba y salía gente a todas horas, así que aquellas puertas tal vez estuviesen siempre en movimiento. Miré hacia arriba justo cuando llegaba a la entrada y tuve una sensación de vértigo al admirar la altura del edificio, pero no incliné la cabeza lo suficiente como para atisbar el cielo.
Pasé frente a la mesa de recepción, situada en el centro del vestíbulo, y fui hacia la izquierda, donde había un área independiente en la que se encontraban los ascensores, Había varías personas merodeando, pero el edificio contaba con ocho ascensores, cuatro a cada lado, de modo que nadie tenía que esperar mucho tiempo. Se oyó la señal de aviso, se abrieron las puertas y salieron tres personas. Entonces entramos seis de nosotros en tropel. Cada uno pulsó el número de planta correspondiente y advertí que nadie, aparte de mí, iba más allá de la planta 15.
A juzgar por la gente que había visto entrar y por los especímenes que me rodeaban en el ascensor, los ocupantes de la Torre Linden parecían un grupo variopinto. Muchos de aquellos pisos debían de regirse desde hacía tiempo por un alquiler regulado, pero muchos de ellos también serían subarrendados, y a unos precios desorbitados, lo cual propiciaría una notable mezcla social.
Me bajé en la planta 17. Consulté de nuevo la tarjeta de Vernon y busqué su piso. Se hallaba al fondo del pasillo y, volviendo la esquina a la izquierda, la tercera puerta a la derecha. No me crucé con nadie.
Esperé un momento frente a su puerta y llamé al timbre. No había meditado mucho acerca de lo que pensaba decirle si respondía, y todavía menos cómo pensaba actuar si no estaba en casa, pero me di cuenta de que, en cualquier caso, me sentía extremadamente aprensivo.
Oí movimiento y ruido de cerrojos.
Vernon debió de verme por la mirilla, porque oí su voz antes de que abriera la puerta.
– Mierda, viejo, has venido corriendo.
Yo tenía una sonrisa preparada para cuando apareciese, pero se disipó en cuanto lo vi. Sólo llevaba puestos unos calzoncillos. Tenía un ojo morado y la parte izquierda de la cara salpicada de cardenales. Presentaba un corte en el labio, que estaba hinchado, y llevaba la mano derecha vendada.