20.35 Vuelvo a llamar a la puerta de mi vecina. Me abre ella personalmente. Le pido dos cucharadas de aceite.
20.39 Vuelvo a llamar a la puerta de mi vecina. Me abre ella personalmente. Le pido una cabeza de ajos.
20.42 Vuelvo a llamar a la puerta de mi vecina. Me abre ella personalmente. Le pido cuatro tomates pelados, sin pepitas.
20.44 Vuelvo a llamar a la puerta de mi vecina. Me abre ella personalmente. Le pido sal, pimienta, perejil, azafrán.
20.46 Vuelvo a llamar a la puerta de mi vecina. Me abre ella personalmente. Le pido doscientos gramos de alcachofas (ya hervidas), guisantes, judías tiernas.
20.47 Vuelvo a llamar a la puerta de mi vecina. Me abre ella personalmente. Le pido medio kilo de gambas peladas, cien gramos de rape, doscientos gramos de almejas vivas. Me da dos mil pelas y me dice que me vaya a cenar al restaurante y que la deje en paz.
21.00 Tan deprimido que ni siquiera tengo ganas de comerme los doce kilos de churros que me he hecho traer por un mensajero. Sal de fruta Eno, pijama y dientes. Antes de acostarme entono las letanías a voz en cuello. Todavía sin noticias de Gurb.
DÍA 19
07.00 Hoy se cumple una semana (en el sistema decimal) de la desaparición de Gurb y la efeméride, unida a los demás reveses de fortuna que he sufrido últimamente, acaban de abatir mi ánimo. Para combatir la depresión me como los churros que dejé anoche y salgo de casa sin lavarme los dientes.
08.00 Me persono en la catedral con la intención de ofrecer un cirio a Santa Rita para que vuelva Gurb, pero al acercarme al altar, tropiezo y con el cirio prendo fuego al lienzo que lo cubre. El siniestro es sofocado fácilmente, pero no antes de que resulten fritas dos ocas del claustro. Mal presagio.
08.40 Saliendo de la catedral entro en un bar y desayuno (los churros de antes no cuentan) tortilla de atún, dos huevos fritos con morcilla, tasajo y berberechos. Para beber, cerveza (un tanque). Este piscolabis debería animarme, pero lejos de ello, su deglución me trae el recuerdo de la señora Mercedes, que a estas horas debe de estar siendo intervenida. Prometo ir a Montserrat a pie (sin desintegrarme) si sale con bien del trance.
09.00 Bajo paseando por las Ramblas, me meto por algunas calles laterales. En esta parte de la ciudad la gente es variopinta y bastaría su sola contemplación para saber que Barcelona es puerto de mar aunque no lo fuera. Aquí confluyen razas de todo el mundo (y también de otros mundos, si se me incluye a mí en el censo) y aquí se cruzan y descruzan los más variados destinos. Es el poso de la Historia el que ha formado este barrio y el que ahora lo nutre con sus polluelos, uno de los cuales, dicho sea de paso, acaba de chorizarme la cartera.
09.50 Continúo el paseo y las reflexiones a que éste me induce. Para pasar inadvertido, decido adoptar una constitución física de raza negra (pero con la fisonomía y la hechura de Luciano Pavarotti), mayoritaria en la zona. De todos los seres humanos, los llamados negros (porque lo son), parecen ser los mejor dotados: más altos, más fuertes y más ágiles que los blancos, e igual de tontos. Los blancos, sin embargo, no los tienen en alta estima, tal vez porque perdura en el subconsciente colectivo el recuerdo de un tiempo muy remoto, en el cual los negro fueron la raza dominante, y los blancos, la dominada. La riqueza del imperio negro provenía del cultivo de árboles frutales, cuya cosecha exportaban casi íntegramente al resto del mundo. Como las demás razas se dedicaban sólo a la caza, pues desconocían la agricultura y aun la pesca, su dieta era muy nociva y necesitaban desesperadamente de la fruta para reducir el nivel de colesterol. La opulencia y el poder del imperio negro duraron mientras duró el cultivo intensivo de las naranjas y las peras, los melocotones y los albaricoques. La decadencia empezó con el emperador Baltasar II, bisabuelo de aquel otro Baltasar, que viajó a Belén en compañía de Melchor y Gaspar. Baltasar II, apodado el Mentecato, hizo extirpar todos los frutales del imperio y dedicar la tierra fértil a la producción de mirra, un artículo que entonces, como ahora, tenía poca salida en el mercado.
11.00 Llego a una plaza formada por el derribo de varias manzanas. En el centro se yergue una palmera tiesa y peluda como un mal bicho. Numerosos ancianitos desecándose al sol, a la espera de que sus familiares vengan a buscarlos. Los pobres no saben que muchos de ellos nunca serán recogidos, pues sus familiares han partido de crucero a los fiordos noruegos. En algunos bandos todavía pueden verse los ancianitos abandonados el verano pasado, en avanzado estado de momificación, y los ancianitos abandonados hace quince días, en una fase de acomodación al medio menos golosa. Me siento junto a uno de estos últimos y leo el suplemento literario de un periódico de Madrid, que alguien, con idéntico criterio, ha dejado abandonado en el banco.
12.00 Invaden la plaza bandadas de niños recién salidos de los colegios. Juegan al aro, al diábolo y a la gallinita ciega. El verlos me entristece aún más. En mi planeta no existe lo que aquí se denomina la infancia. Al nacer, nos introducen en nuestros órganos cogitativos la dosis necesaria (y autorizada) de sabiduría, inteligencia y experiencia; pagando un suplemento, nos introducen también una enciclopedia, un atlas, un calendario perpetuo, un número indefinido de recetas de cocina de Simona Ortega y la guía Michelin (verde y roja) de nuestro amado planeta. Cuando alcanzamos la mayoría de edad, y previo examen, nos introducen el código de la circulación, las ordenanzas municipales y una selección de las mejores sentencias del tribunal constitucional. Pero infancia, lo que se dice infancia, no tenemos. Allí cada uno vive la vida que le corresponde (y punto) sin complicarse la suya ni complicar la de los demás. Los seres humanos, en cambio, a semejanza de los insectos, atraviesan por tres fases o etapas de desarrollo, si el tiempo se lo permite. A los que están en la primera etapa se les denomina niños; a los de la segunda, currantes, y a los de la tercera, jubilados. Los niños hacen lo que se les manda; los currantes, también, pero son retribuidos por ello; los jubilados también perciben unos emolumentos, pero no se les deja hacer nada, porque su pulso no es firme y suelen dejar caer las cosas de las manos, salvo el bastón y el periódico. Los niños sirven para muy poca cosa. Antiguamente se los utilizaba para sacar carbón de las minas, pero el progreso ha dado al traste con esta función. Ahora salen por la televisión, a media tarde, saltando, vociferando y hablando una jerigonza absurda. Entre los seres humanos, como entre nosotros, se da también una cuarta etapa o condición, no retribuida, que es la de fiambre, y de la que más vale no hablar.
14.00 La contemplación de los niños y los viejos y la reflexión sobre mi propia existencia me han acongojado. Vierto copiosas lágrimas. Como mi naturaleza humana, según he dicho antes, es de quita y pon, no dispongo de glándulas que reemplacen lo que gasto o lo que expulso, de modo que el llanto, la transpiración y una caquita que se me ha escapado hace un rato han reducido considerablemente mi complexión. Ahora mi estatura apenas rebasa los 40 centímetros. Salto del banco al suelo y corro entre las piernas de los transeúntes hasta encontrar un portal seguro y discreto donde recomponerme.
14.30 Decido adoptar la apariencia de Manuel Vázquez Montalbán y me voy a comer a Casa Leopoldo.
16.30 Vuelvo a casa. Llamo por teléfono al bar de la señora Mercedes y el señor Joaquín para preguntar al señor Joaquín cómo ha ido la operación de la señora Mercedes. Contesta un individuo que dice ser amigo del señor Joaquín, a quien sustituye en el bar mientras el señor Joaquín cumple la función (no retribuida) de acompañante de la señora Mercedes en el hospital donde ésta ha sido operada esta mañana. Le agradezco la información y cuelgo.