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Siempre cabe la posibilidad de modificar mi fisiología, adaptándola a la estructura molecular de los seres humanos. Si me decidiese a hacerlo, tendría que elegir el modelo cuidadosamente, porque el proceso sería irreversible. La decisión es tremenda. ¿Qué pasaría si, después de efectuada la mutación, descubriese que no soy feliz? ¿Qué sería de mí si el asunto con mi vecina acaba como el rosario de la aurora? ¿Seré capaz de superar la nostalgia de mi antigua patria? ¿Cuál será la coyuntura económica después del 92? Demasiadas incógnitas. ¡Si al menos tuviera a alguien a quien confiar mis cuitas!

13.30 Decido marcharme de la cafetería. Cuando intento pagar la comida descubro que la cafetería no era un self-service. En realidad, el lugar donde he estado comiendo no era una cafetería. Salgo sin ser visto.

14.15 Me siento a reflexionar en un banco de la plaza de Cataluña. No me cabe duda de que lo único razonable sería dar por concluida la misión y regresar. No sé si los objetivos de la misión se han cumplido, pero, en el fondo, lo mismo da. Al fin y al cabo, nadie va a leer el informe. El problema estriba en que no puedo regresar solo. La nave continúa rota y no la sé arreglar. Aunque se arreglara ella sola, tampoco la sabría poner en marcha; y menos aún conducirla. Estas naves están hechas para ser tripuladas por dos entes. De este modo se evita que algún ente vivales use las naves para sus propios fines, como ligar o hacer el taxi. Podría pedir auxilio a la Estación de Enlace AF, en la constelación de Antares, pero eso serviría de poco. Aun cuando enviaran en mi ayuda otra nave, esa otra nave iría tripulada por dos entes y si uno de ellos se viniera conmigo, ¿cómo haría el otro para regresar?

15.00 Decido abandonar la reflexión y la plaza Cataluña, porque las palomas me han cubierto de excremento de la cabeza a los pies y los japoneses me hacen fotos creyendo que soy un monumento nacional.

15.45 En casa. El piso es caluroso, sobre todo a esta hora. Instalaría aire acondicionado, si no fuera porque los aparatos producen una vibración que acaba con mis articulaciones. Lo mismo ocurre con la nevera: pasa ratos tranquila, pero de pronto, sin previo aviso, le entra un dengue que me saca de quicio. Ayer, sin ir más lejos, con sólo poner en marcha el minipimer, me rompí el fémur en tres trozos. Menos mal que tengo piezas de repuesto. El ventilador es más soportable, pero cuando está en marcha me mareo, porque no puedo apartar los ojos de las aspas. En fin de cuentas, lo mejor es prescindir de los aparatos e irse despelotando a medida que aumenta la temperatura. Me quedo en camiseta y calcetines.

17.00 No hay en todo el Universo chapuza más grande ni trasto peor hecho que el cuerpo humano. Sólo las orejas pegadas al cráneo de cualquier modo, ya bastarían para descalificarlo. Los pies son ridículos; las tripas, asquerosas. Todas las calaveras tienen una cara de risa que no viene a cuento. De todo ello los seres humanos sólo son culpables hasta cierto punto. La verdad es que tuvieron mala suerte con la evolución.

18.00 Salgo a dar una vuelta. Las calles están más animadas de lo habitual, porque, con la llegada del calor, el buen ciudadano se apresura a ocupar su lugar en las terrazas que los bares habilitan entre cubos de basura. Allí el buen ciudadano se ensordece, contamina e intoxica, paga lo que debe y vuelve a casa. Animado por su ejemplo, me compro un helado de cucurucho. Como es la primera vez que veo semejante producto, me como primero la galleta. Luego no sé qué hacer con la bola en las manos, me armo un lío, me pongo perdido y acabo tirando lo que queda de helado a una papelera.

18.40 Cuando regreso de mi paseo, veo a lo lejos a mi vecina. Un encuentro verdaderamente providencial. Evito que ella me vea por razones de buena crianza, pero tomo la firme decisión de aclarar lo nuestro hoy mismo. En la papelería compro recado de escribir; en el estando, sellos. Temperatura, 28 grados centígrados; humedad relativa, 79 por ciento; viento encalmado; estado de la mar, llana.

19.00 Me encierro en casa, me lavo los dientes y dispongo sobre la mesa lo necesario para escribir una carta: una resma de papel, falsilla, tintero, plumilla, mango, papel secante, un boli (de refuerzo), el María Moliner, un manual de correspondencia (amorosa y mercantil), el refranero, la antología de la poesía española de Sáinz de Robles y el libro de estilo de El País.

19.45 «Mi adorable vecina:

Soy joven y aspecto agraciado; romántico y cariñoso. Tengo una buena posición económica y soy muy serio para las cosas serias (pero me gusta divertirme). Me encanta (además de los churros) viajar en metro, lustrarme los zapatos, mirar escaparates, escupir lejos y las chicas. Aborrezco la verdura en todas sus manifestaciones, lavarme los dientes, escribir postales y oír la radio. Creo que podría ser un buen marido (llegado el caso) y un buen padre (tengo mucha paciencia con los niños). ¿Te gustaría conocerme mejor? Te espero a las 9.30. habrá comida (gratuita) y bebidas. Hablaremos de lo que te he dicho y de otros asuntos, ji, ji. R. S. V. P. Estoy por tus huesos.»

19.55 Releo lo escrito. Rompo la carta.

20.55 «Querida vecina:

Ya que vivimos en el mismo edificio, he pensado que sería bueno que nos conociéramos mejor. Ven a las 9.30. Prepararé algo de comer y comentaremos algunas cuestiones relacionadas con el inmueble (y otras no). Un cordial saludo, tu vecino.»

21.05 Releo lo escrito. Rompo la carta.

21.20 «Estimada vecina:

Tengo cosas en la nevera que se están echando a perder. ¿Por qué no vienes y nos las acabamos? De paso, hablaremos del inmueble y de sus reparaciones (nuevo motor en el ascensor, restauración de la fachada, etc.). Te espero a las 10. Atentamente, un vecino.»

21.30 Releo lo escrito. Rompo la carta.

22.00 «Tengo la casa llena de grietas…»

22.20 «Tengo comida agusanada…»

23.00 Ceno solo en el restaurante chino de la esquina. Puesto que soy el único comensal, el dueño del establecimiento se sienta a mi mesa y me da conversación. Se llama Pilarín Kao (lo bautizó un misionero desaprensivo) y es natural de Kiang-Si. De niño emigró a San Francisco, pero se equivocó de barco y llegó a Barcelona. Como no ha aprendido el alfabeto latino, todavía no se ha percatado de su error, no yo hago nada por sacarle de él. Se ha casado y tiene cuatro hijos: Pilarín (el primogénito), Chiang, Wong y Sergi. Trabaja de sol a sol, de lunes a sábado. El domingo es su día de asueto y lo dedica a buscar el Golden Gate (en vano) en compañía de toda su familia. Me dice que su ilusión es volver a China; que para eso trabaja y ahorra. Me pregunta a qué me dedico yo. Para no liarle, le digo que soy cantante de boleros. Ah, a él le gustan mucho los boleros, dice, porque le recuerdan a Kiang-Si, su añorada patria. Me invita a una copita de aguardiente chino, que él mismo fabrica destilando lo que la clientela se deja en los platos. Es un líquido de color marrón, algo espeso, de sabor indefinible, pero muy aromático.