Negué con la cabeza.
– Estoy molida pero, a la vez, siento curiosidad por ver a esa psicoanalista. ¿Vosotros os vais a quedar a ver el programa especial?
– Don está que se muere por verlo. Cree que esa psicoanalista puede darle pie para escribir el libro que sería su salvación profesional.
– Y tú también deberías estar de acuerdo -gritó Don desde el lado de fuera de la puerta de malla metálica-. Aunque debe de ser difícil trabajar con ese tipo. Da la sensación de que tiene unas emociones muy inestables.
Volvimos al salón justo en el momento en que aparecía en pantalla el logotipo de Explorando Chicago. El presentador dijo que esa noche había un programa especial y recorrió el plato hasta donde se hallaba Beth Blacksin.
– Gracias, Dennis. En esta edición especial de Explorando Chicago vamos a tener la oportunidad de continuar escuchando las emocionantes revelaciones hechas en exclusiva para Global Televisión por un hombre que llegó a este país siendo un niño procedente de la Europa de posguerra y veremos cómo la terapeuta Rhea Wiell lo ayudó a recuperar una serie de recuerdos que había mantenido enterrados durante cincuenta años.
Pasaron unos fragmentos de la intervención de Radbuka durante el debate, seguidos de unas escenas de la entrevista que ella misma le había hecho.
– Vamos a continuar con la extraordinaria historia de la que hemos empezado a informarles hace un rato conversando con la psicoanalista que ha trabajado con Paul Radbuka. Con su labor, ayudando a que afloren recuerdos olvidados, Rhea Wiell ha obtenido unos éxitos extraordinarios, y he de añadir que, también, ha despertado extraordinarias controversias. Por lo general, esos hechos se olvidan porque el dolor que produce su recuerdo resulta insoportable. Los recuerdos felices no se entierran tan profundo, ¿no es así, Rhea?
La psicoanalista, que había cambiado de atuendo y en ese momento llevaba un vestido verde claro que recordaba al de un místico hindú, asintió con una leve sonrisa.
– Habitualmente no borramos los recuerdos de los batidos que tomábamos de niños o de los juegos en la playa con nuestros amigos. Lo que erradicamos son aquellos recuerdos que nos amenazan en lo más profundo como individuos.
– También está con nosotros esta noche el profesor Arnold Praeger, director de la Fundación Memoria Inducida.
El profesor aprovechó el tiempo que le concedieron en su presentación para afirmar que vivimos en una época en la que se ensalza a las víctimas, lo cual significa que, para ser digna de atención, la gente ha de demostrar que ha sufrido más que nadie.
– Ese tipo de personas busca psicoanalistas que avalen su victimización. Existe un pequeño número de terapeutas que ha ayudado a gran número de supuestas víctimas a recordar los hechos más espeluznantes: comienzan recordando rituales satánicos, sacrificios de mascotas que nunca tuvieron y cosas por el estilo. Muchas familias han sufrido terriblemente a causa de esos recuerdos inducidos.
Rhea Wiell se rió por lo bajo.
– Bueno, Arnold, espero que no estés intentando sugerir que alguno de mis pacientes ha recobrado recuerdos de sacrificios satánicos.
– Lo cierto, Rhea, es que has alentado a alguno de tus pacientes para que demonizara a sus padres y les han destrozado la vida acusándoles de las brutalidades más abyectas, pero no han podido probar ante un tribunal la veracidad de esas acusaciones por la sencilla razón de que el único testigo de esos hechos era la imaginación de tus pacientes.
– Querrás decir el único testigo si no contamos a ese padre que pensaba que nunca lo descubrirían -contestó Rhea Wiell manteniendo un tono amable que contrastaba con el tono destemplado de Praeger cuando la interrumpió.
– En el caso de este hombre que acabamos de ver, el padre ya ha muerto y, por lo tanto, ni siquiera puede defenderse. Nos has hablado de documentos en clave, pero yo me pregunto qué clave has utilizado para desentrañarlos y si una persona como yo llegaría a los mismos resultados en el caso de poder ver esos documentos.
La señora Wiell negó con la cabeza, sonriendo ligeramente.
– La intimidad de mis pacientes es sacrosanta, Arnold, ya lo sabes. Esos documentos pertenecen a Paul Radbuka. El que alguien pueda verlos es algo que sólo él puede decidir.
En ese momento volvió a intervenir Beth Blacksin para reconducir la conversación hacia lo que eran en realidad los recuerdos recuperados. La señora Wiell habló un poco sobre los trastornos que producía la tensión postraumática y explicó que hay un buen número de síntomas que se presentan en todas aquellas personas que han sufrido un trauma, ya sea provocado por la guerra -tanto en soldados como en civiles- o por otro tipo de hechos violentos, como puede ser una agresión sexual.
– Los niños que han sufrido abusos, los adultos que han sido torturados y los soldados que han vivido una batalla comparten determinados trastornos: depresiones, problemas del sueño, incapacidad para confiar en la gente de su entorno o para establecer relaciones afectivas estrechas -dijo Rhea Wiell.
– Pero se puede padecer una depresión o problemas del sueño sin haber sufrido abusos -interrumpió con brusquedad Praeger-. Cuando a mi consulta llega alguien que se queja de esos síntomas, tengo mucho cuidado antes de formarme una opinión sobre la raíz del problema. No se me ocurre sugerirle inmediatamente que puede haber sido torturado por terroristas hutus. Frente a un psicoterapeuta las personas dan muestras de una vulnerabilidad y una dependencia muy grandes. Es muy sencillo sugerirles cosas que pueden llegar a creer a pies juntillas. Tendemos a pensar que nuestros recuerdos son objetivos y fíeles a la realidad, pero, por desgracia, es muy fácil crear recuerdos de hechos que jamás tuvieron lugar.
Praeger continuó con un resumen de las investigaciones que se habían llevado a cabo sobre la memoria inducida o creada, las cuales demostraban cómo se podía persuadir a alguien de que había tomado parte en marchas o manifestaciones en determinada ciudad, cuando existían pruebas objetivas de que jamás había estado en dicha ciudad.
Un poco antes de las once, Beth Blacksin interrumpió la argumentación.
– Hasta que no comprendamos verdaderamente el funcionamiento de la mente humana, este debate continuará desarrollándose entre gentes de buena voluntad. Antes de despedirnos por hoy, cada uno de ustedes tiene treinta segundos para resumir su postura. ¿Señora Wiell?
Rhea Wiell miró a la cámara de frente y con gesto de seriedad dijo:
– Por lo general tendemos a ignorar los recuerdos terribles de otras personas. No es porque no tengamos compasión ni tampoco porque no queramos ser víctimas, sino porque nos produce miedo mirar en nuestro interior. Nos produce miedo encontrar lo que guardamos escondido: aquello que le hemos hecho a otras personas o aquello que nos han hecho a nosotros. Hay que tener mucho valor para emprender un viaje al pasado. Yo jamás ayudaría a que alguien hiciera ese viaje si no fuera lo suficientemente fuerte como para llegar hasta el final. Y, con toda seguridad, jamás dejaría que emprendiera un recorrido tan peligroso solo.
Después de todo aquello, la respuesta de Praegel, rebatiéndola, sonaba insensible y cruel. Si el resto de los televidentes era como yo, querrían que volviera la señora Wiell, querrían que les dijera que eran lo suficientemente fuertes como para emprender un viaje al pasado y lo suficientemente interesantes o aptos como para que ella los guiase durante el recorrido.
Cuando la imagen se fue fundiendo para dar paso a la publicidad, Morrell apagó el televisor. Don se frotaba las manos.
– Esta mujer da para un libro: uno de seis cifras. Seré un héroe en París y en Nueva York si lo consigo antes que Bertelsmann o Rupert Murdoch. Si ella es de verdad una… ¿A ti qué te parece?
– ¿Te acuerdas del chamán que conocimos en Escuintla? -le preguntó Morrell a Don-. Tenía esa misma expresión en los ojos. Como si estuviera viendo los secretos más íntimos de tu pensamiento.