Volví a meterme en Internet para ver si podía encontrar el estudio de Anna Freud sobre los niños, que se llamaba «Un experimento sobre la educación en grupo». Una biblioteca que centralizaba trabajos de investigación en Londres podía mandármelo por fax al coste de diez centavos por página. Me pareció barato. Introduje el número de mi tarjeta de crédito y envié el pedido. Luego, comprobé si tenía mensajes telefónicos. El más urgente parecía el de Ralph, que me había llamado dos veces al móvil, una mientras iba por Ryan, hacía unas tres horas, y la otra hacía un momento, mientras estaba intentando desentrañar los detalles menos agradables del pasado de Nesthorn.
Naturalmente, estaba en una reunión, pero Denise, su secretaria, me dijo que quería ver urgentemente los originales de los papeles que le había enseñado por la mañana.
– No los tengo -le contesté-. Sólo los vi ayer un momento cuando hice las fotocopias que le he dado, pero alguien se los ha quedado para guardarlos en un lugar seguro. Me parece que son unos documentos muy importantes. ¿Es Bertrand Rossy quien quiere verlos o es Ralph?
– Creo que en una reunión, esta mañana, el señor Devereux le enseñó las ampliaciones que yo hice al señor Rossy, pero el señor Devereux no me ha dicho si era el señor Rossy o él mismo quien quería ver los originales.
– ¿Puede apuntar este mensaje exactamente como se le digo? Dígale a Ralph que es absoluta y totalmente cierto que no tengo los documentos. Los tiene otra persona y ahora no tengo ni idea de dónde está ni dónde los ha guardado. Dígale que no es una broma ni una manera de darle largas. Quiero encontrar esos libros tanto como él, pero no sé dónde están.
Hice que me repitiera el mensaje. Esperaba convencer a Rossy, si es que era Rossy el que estaba presionando a Ralph, de que yo no tenía los cuadernos de Ulrich. Esperaba no haber implicado a Lotty en todo aquel asunto. Sólo de pensarlo se me ponían los pelos de punta. Pero si lo hubiese hecho, no podía perder el tiempo en lamentaciones. Si me daba prisa, podía llegar a casa de los Rossy antes de mi cita con Durham.
Recorrí en coche los tres kilómetros de vuelta a mi piso y recogí uno de los pendientes de diamantes de mi madre de la caja fuerte. Me pareció que desde su fotografía me dirigía una mirada severa: mi padre le había regalado aquellos pendientes en su veinte aniversario. Yo había ido con él a la Tucker Company de Wabash, donde los eligió y dejó una señal y, luego, volví con él cuando fue a pagar y recogerlos.
– No lo voy a perder -le dije a la fotografía. Salí corriendo de la habitación, donde su mirada no pudiera seguirme. Al pasar por el cuarto de baño me vi reflejada en el espejo de la puerta. Había olvidado que me había ensuciado con el polvo que había en la Asociación de Compañías de Seguros. Si quería estar presentable en el edificio de Rossy, necesitaba una chaqueta limpia. Elegí una de rayón y lana de color rosa, que me quedaba amplia, para que no se me notara el bulto de la pistola que llevaba colgada del hombro. Eché la chaqueta de espiguilla en el armario del hall junto con la blusa dorada, que estaba manchada de sangre. De repente, recordé mi idea de hacer una prueba de ADN con la sangre de Paul. Por si la hacía, recogí la blusa y la metí en una bolsa de plástico antes de guardarla en la caja fuerte de mi dormitorio.
Una manzana que me llevé de la cocina tendría que bastarme como comida: estaba demasiado nerviosa como para sentarme a comer en condiciones. Vi el collar de Ninshubur cerca del fregadero y me lo metí en el bolsillo. Intentaría pasar por Evanston aquella misma noche, si me era posible.
Bajé las escaleras a toda prisa e hice un ademán de saludo al señor Contreras, que había asomado la cabeza por la puerta al oírme, y me fui en el coche por Addison, pasando por delante del estadio Wrigley, donde los vendedores ambulantes estaban montando sus puestos para uno de los últimos partidos, a Dios gracias, de los Cubs.
Aparqué, no demasiado legalmente, justo delante del edificio y llamé a casa de los Rossy. Contestó el teléfono Fillida. Colgué y me recosté en el asiento para esperar. Podía esperar hasta las seis, después tendría que marcharme para acudir a mi cita con el concejal.
A las cuatro y media, Fillida salió por la puerta principal con sus hijos y la niñera, que llevaba una bolsa de gimnasia grande. Tal como había hecho el martes por la noche, no paró de arreglar la ropa de sus hijos, el lazo de la niña y el cuello del suéter del niño, con sus iniciales bordadas. Cuando él se resistió y se apartó, Fillida empezó a enredar la larga melena de la niña entre sus manos, sin dejar de hablar con la niñera. Llevaba un pantalón vaquero y una chaqueta de chándal arrugada.
Alguien apareció con un Lincoln Navigator negro y se detuvo ante la puerta de entrada. Fillida abrazó a los niños con fuerza y dio instrucciones a la niñera, mientras el conductor colocaba la bolsa de gimnasia en el asiento de atrás. Fillida se sentó en el asiento de delante sin prestar atención al hombre que le había abierto la puerta y que había colocado la bolsa en el coche. Esperé hasta que los niños y la niñera desaparecieron calle arriba y crucé para entrar en el edificio.
Aquella tarde había un portero distinto al que había conocido el martes.
– La señora Rossy acaba de irse -me dijo-. Arriba no hay nadie más que la doncella. Habla inglés, pero no mucho.
Cuando le expliqué que había perdido un pendiente en la cena y tenía la esperanza de que la señora Rossy lo hubiera encontrado, me dijo:
– Puede intentar ver si la doncella le entiende.
Por el telefonillo intenté explicarle quién era y qué quería. La madre de mi padre hablaba polaco, pero mi padre no, así que era un idioma que no escuché mucho en mi infancia. Aun así, unas cuantas frases mal dichas me permitieron subir al piso, donde enseñé el pendiente a Irina, la doncella. Negó con la cabeza y empezó un largo discurso en polaco. Tuve que disculparme y decirle que no la entendía.
Entonces me dijo:
– Yo limpio en día siguiente y no veo nada. Pero en fiesta, yo oigo tú hablar Italia y yo me digo por qué si tú llamas Warshawska.
Pronunció mi apellido a la manera polaca y poniéndole la terminación femenina.
– Mi madre era italiana -le expliqué-. Mi padre era polaco.
Asintió con la cabeza.
– Yo entiendo. Hijos habla como habla madre. En mi familia lo mismo. En familia señora Fillida, lo mismo. Señor Rossy habla Italia, inglés, Germania, Francia, pero niños sólo inglés y Italia.
Chasqueé la lengua en solidaridad ante el hecho de que nadie del servicio de aquella casa pudiese comunicarse con Irina.
– La señora Rossy es muy buena madre, ¿verdad? -le dije-. Siempre está charlando con sus hijos.
Irina levantó las manos.
– Cuando ve a niños, siempre tocando, siempre como… como si gato o perro -me dijo haciendo como si acariciase a un animal-. Y ropa, ¡Huy, Dios mío!… Ropa muy bonita. Mucho, mucho dinero. Yo compro para todos hijos míos con lo mismo ella gasta en un vestido para Marguerita. Niños mucho dinero, pero no feliz. No tienen amigos. El señor, él hombre bueno, feliz, siempre amable. Ella, no. Ella fría.
– Pero a ella no le gusta estar sin los niños, ¿verdad? -pregunté intentando que la conversación no se desviase-. Quiero decir que ellos reciben invitados en casa, pero que no les gusta salir y dejar a los niños.
Irina me miró sorprendida. Claro que la señora Rossy dejaba a los niños. Ella era rica: iba al gimnasio, iba de compras, iba a visitar amigos. Sólo cuando estaba en casa…
– El viernes pasado creo que la vi en un baile en el hotel Hilton. Un baile de caridad, ¿sabe? -tuve que repetir la frase un par de veces para que me entendiera.