– Bueno, detective Warshawski, así que sigue con su cruzada para relacionar a los afroamericanos con cualquier delito que pase por delante de sus narices -me dijo. Era una afirmación, no una pregunta.
– No tengo que montar una cruzada -le contesté con una sonrisa amable-. Las noticias me las sirven en bandeja. Colby Sommers no sólo ha ido por ahí alardeando de su dinero sino que le ha contado a todo el mundo, hasta a los perros, lo que hizo para…, bueno, la verdad es que no me gusta decir «ganarlo», porque eso degrada el trabajo que la mayoría de la gente hace para poder vivir. Así que digamos «obtenerlo».
– Llámelo como quiera, señora Warshawski. Llámelo como quiera… Eso no cambia la fea verdad de sus insinuaciones.
Jacquelíne se detuvo con brevedad delante de nosotros y él pidió un bourbon Maker's Mark con una rodajita de limón. Yo negué con la cabeza para indicar que no quería nada: cuando mantengo una conversación resbaladiza, mi límite es un solo whisky.
– La gente dice que es usted muy inteligente, concejal; dicen que, en las siguientes elecciones, puede ser un duro competidor para el alcalde. A mí, personalmente, no me lo parece. Sé que Colby Sommers hizo de vigilante cuando un par de jóvenes de los OJO entraron a robar en el apartamento de Amy Blount esta misma semana. Cuando hablamos usted y yo el miércoles, aún estaba dándole vueltas a un soplo anónimo que recibió la policía para incriminar a Isaiah Sommers. Ahora sé que fue Colby Sommers el que hizo esa llamada. Y sé que Isaiah y Margaret Sommers fueron a la oficina de Fepple, siguiendo su consejo, la mañana del sábado en que él estaba allí muerto y su sangre y sus sesos estaban desparramados por todas partes. Supongo que lo único que no sé es qué le puede haber ofrecido Bertrand Rossy a usted para involucrarlo en sus problemas hasta el cuello.
Durham sonrió. Una sonrisa genial en la que no participaban sus ojos.
– Pues no sabe usted mucho, señora Warshawski, porque no tiene ninguna manera de conocer a la gente de mi distrito. Que Colby Sommers odie a su primo no es ningún secreto: todo el mundo en la calle Ochenta y siete lo sabe. Si intentó incriminar a Isaiah en un asesinato y si se ha mezclado con criminales, a mí no me sorprende como a usted. Yo comprendo todas las indignidades, los siglos de injusticia, que hacen que los negros se vuelvan contra sí mismos o contra su comunidad. Dudo que usted sea capaz de comprender esas cosas pero, si Colby ha intentado hacer daño a su primo, yo mismo llamaré al capitán de la policía del distrito, para ver si puedo ayudar en algo para que Isaiah no esté sufriendo de un modo innecesario.
– Yo también oigo cosas, concejal -le contesté, haciendo girar dentro del vaso el último sorbito de whisky que me quedaba-. Y una de las cosas más interesantes que he oído se refiere a usted y a las indemnizaciones a los descendientes de los esclavos. Un asunto muy importante. Un asunto como para poner al alcalde en un verdadero aprieto, porque no puede permitirse apoyarlo poniendo a la comunidad financiera internacional en su contra, pero tampoco puede ignorarlo y dar una mala imagen ante sus votantes, sobre todo, después de haber respaldado la condena de la esclavitud que aprobó el Ayuntamiento.
– Así que usted entiende de política local, detective. Entonces, tal vez me vote, si alguna vez me presento a un puesto en el distinguido distrito en que usted vive.
Estaba intentando provocarme. Puse una sonrisa irónica para que viera que entendía su esfuerzo, aunque no la intención.
– Claro que entiendo de política local. Entiendo que a la gente no le parecería demasiado bien si se enterara de que usted no empezó su campaña hasta que Bertrand Rossy llegó a esta ciudad. Cuando él… le convenció para que armase jaleo con lo de las indemnizaciones para los descendientes de los esclavos y lograr así desviar la atención centrada hasta ese momento en la protesta de Joseph Posner y en el proyecto de ley sobre los bienes de las víctimas del Holocausto.
– Ésas son unas palabras muy feas, detective, y, como usted sabe, no soy un hombre paciente cuando personas como usted me calumnian.
– ¿Calumnia? Eso quiere decir acusar sin fundamento. Y, si yo quisiera tomarme la molestia o pedir, por ejemplo, a Murray Ryerson, el periodista del Herald Star, que se la tomase, apuesto a que podríamos encontrar una cantidad de pasta bastante interesante que ha pasado de Rossy a usted. De su cuenta personal o a través de un cheque de la corporación Ajax, aunque yo me inclino más por su cuenta personal. Y puede que haya sido lo suficientemente listo como para entregársela en efectivo, pero alguien sabrá algo. Es sólo cuestión de indagar a fondo.
Ni pestañeó.
– Bertrand Rossy es un importante hombre de negocios de esta ciudad, a pesar de ser suizo. Y, tal como usted ha dicho, puede que algún día me presente a la alcaldía de Chicago. No puede hacerme daño tener apoyos en el sector empresarial, pero a mí lo que más me importa es mi propio distrito, donde me crié y donde conozco a la mayoría de la gente por su nombre de pila. Esa es la gente de Chicago que me necesita. Es para quienes trabajo, así que creo que lo mejor será que me vaya a una reunión que tengo con ellos.
Se bebió lo que quedaba en el vaso e hizo una señal para que le cobrasen, pero yo levanté la mano para indicarle a Jacqueline que Sal me lo apuntara en mi cuenta. No quería deberle nada al concejal Durham, ni siquiera un trago de whisky escocés.
Capítulo 48
Culturismo
Al final de la jornada financiera, la zona centro se vacía con rapidez. Las calles del Loop adquieren el aspecto melancólico y descuidado que se apodera de los espacios humanos después de haber sido abandonados. En las calles vacías destaca cualquier resto de basura, cualquier lata o botella. El metro, chirriando a su paso por los puentes elevados, sonaba tan remoto y salvaje como los coyotes en la llanura.
Caminé muy deprisa las tres manzanas que me separaban de mi coche, mirando todo el tiempo a mi alrededor, dentro de los portales, en los callejones y cruzando de una acera a la otra. ¿Quién vendría a por mí primero, Fillida Rossy o la pandilla de los OJO de Durham?
Durham no sólo se había librado de mí con rudeza sino que lo había hecho de un modo calculadamente ofensivo, con el fin de cabrearme. Como si tuviera la esperanza de que, al hacer hincapié en las injusticias raciales, iba a conseguir desviar mi atención de los detalles de los crímenes en los que estaba implicado Colby Sommers.
¿Y a qué detalles se suponía que yo no debía prestar atención? Para entonces ya me había formado una idea bastante clara de por qué tenían tanta importancia los cuadernos de Ulrich. Y también de cómo habían matado a Howard Fepple. Y estaba empezando a vislumbrar la relación entre Durham y Rossy. Tenían un juego de intereses que encajaban a la perfección: Rossy le había proporcionado a Durham un importante asunto alrededor del cual podía construir su campaña, más el dinero para financiarla, y había conseguido manipular a la Asamblea Legislativa para que, al vincular el Holocausto con las indemnizaciones a los descendientes de los esclavos, todo aquello se convirtiera en algo demasiado complejo como para que los legisladores pudieran afrontarlo. Durham, a cambio, había desviado la atención pública de Ajax, de Edelweiss y del asunto de la recuperación de los bienes de las víctimas del Holocausto. Era algo maravillosamente perverso.