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Sentí cómo se me cortaba la respiración como si me hubieran dado una patada en el plexo solar.

– Sí, ya me doy cuenta.

Mi tono de voz había sido tan seco como el polvo que hay debajo de mi armario, pero Don estaba tan alarmado con lo suyo que no se dio cuenta. A las cuatro de la madrugada Rhea se despertó sobresaltada y vio que alguien la estaba apuntando con una pistola. Alguien con la cara cubierta con un pasamontañas, guantes y una chaqueta acolchada. Rhea no sabría decir si era un hombre o una mujer, si era blanco o negro, pero por la altura y la violencia del atacante creía que se trataba de un hombre. A punta de pistola, la obligó a bajar las escaleras y la ató de pies y manos a una silla del comedor.

Y, entonces, le dijo: «Ya sabes lo que queremos. Dinos dónde los has escondido». Ella dijo que no sabía de lo que hablaba y, entonces, el tipo le gritó que quería los cuadernos de su paciente Paul Hoffman.

A Don le temblaba la voz.

– El muy gilipollas le dijo que ya había estado buscando en su consulta. Rhea dice que, en cierto modo, eso fue lo peor porque todo el rato tenía que pedirle que repitiera lo que decía. Parece que, en lugar de hablar, gruñía de un modo casi incomprensible y, por eso, ni siquiera es capaz de saber el sexo de esa persona. Bueno, ya sabes lo que pasa cuando uno está aterrorizado, sobre todo si no estás acostumbrado a sufrir una agresión física. El cerebro no puede procesar las cosas de un modo normal. Y ése…, bueno, la gente adquiere un aspecto horrible con un pasamontañas. Te paraliza ver a alguien de esa guisa. No parece humano.

Se me pasó por la mente que Rhea podría probar sus teorías hipnotizándose a sí misma para ver qué detalles podía recordar sobre el asaltante, pero todo aquel episodio me estaba resultando demasiado traumático como para cebarme con ella.

– Entonces le dijo: «No me dispare. Los tiene la doctora Herschel». El intruso estaba arrojando al suelo todas sus piezas de porcelana. Vio cómo destrozaba una tetera que había traído de Inglaterra en 1809 su tatarabuela -la voz de Don había adquirido un tono cortante-. Y él, o ella o quien fuera, le dijo que sabía que era la persona más cercana a Paul Hoffman, sabía el nombre y todo, y que era la única a la que Hoffman podía haber dado los cuadernos. Así que Rhea le dijo que otra persona se los había llevado del hospital la noche anterior. Y, cuando el muy hijo de puta la amenazó, tuvo que darle el nombre de la doctora Herschel. No todo el mundo tiene tu presencia de ánimo, Vic -añadió al ver que yo no decía nada.

– Puede que no tenga importancia -dije lentamente-. Lotty ha desaparecido llevándose los cuadernos. Si siguen buscándolos, eso confirma que se ha ido por voluntad propia, que nadie la ha presionado. Supongo que la policía habrá pasado por casa de Rhea. ¿Les ha contado algo sobre su relación con Paul Hoffman?

– Sí, claro -contestó Don, mientras yo oía cómo daba una calada al cigarrillo. Y, a continuación, oí la voz de Rhea quejándose al fondo, recordándole que odiaba el humo del tabaco. «Lo siento, cariño», oí que decía al auricular, aunque no dirigido a mí.

¿Sería allí adonde había ido Fillida Rossy con tanta prisa con su bolsa de gimnasia la tarde anterior? ¿Al Water Tower Place para registrar la consulta de Rhea Wieü? Al no encontrar los cuadernos de Ulrich, los Rossy esperaron hasta medianoche, después de terminar de cenar con sus invitados. Rossy había vuelto a casa tras asesinar a Connie para ocuparse, junto con su mujer, de los invitados, derrochando sentido del humor, para después volver a salir para asaltar a Rhea Wiell en su casa.

– ¿Qué le ha dicho Rhea a la policía? -pregunté.

– Les dijo que tú habías estado en casa de Paul el jueves, así que es posible que recibas una visita de los investigadores del caso.

– Ay, qué simpática. Es que no para de darnos alegrías.

Entonces recordé el mensaje que con tanto cuidado había redactado para Ralph la tarde anterior… Que yo no tenía los cuadernos de Ulrich, que otra persona se los había llevado. Había estado intentando proteger a Lotty pero, con ello, sólo había conseguido poner a Rhea Wiell en peligro. Naturalmente, los Rossy -o quien estuviera tras los cuadernos- habían buscado primero a la persona más cercana a Hoffman. Tampoco podía quejarme mucho de que ella me hubiese echado a los perros.

– ¡Caray, Don! Lo siento -dije, interrumpiendo sus objeciones-. Mira, quien ande detrás de esos cuadernos es alguien muy peligroso. Estoy encantada, agradecida de que no le hayan disparado a Rhea, pero, si van a casa de Lotty y no los encuentran, pueden pensar que Rhea les ha mentido. Pueden volver y entonces serán mucho más violentos. O, tal vez, piensen que te los ha dado a ti. ¿Puedes marcharte fuera este fin de semana? ¿No puedes irte a Nueva York o a Londres o donde puedas sentirte razonablemente seguro?

Don se asustó. Hablamos de las diferentes posibilidades durante unos minutos y, antes de colgar, le dije:

– Mira, Don, tengo más malas noticias para el proyecto de tu libro sobre la memoria recuperada. Ya sé que al ver los cuadernos de Ulrich tuviste algunas dudas, pero esa historia de Paul de que fue un niño que estuvo en Terezin al que luego llevaron a Inglaterra, donde Hoffman lo raptó, me temo que sea una historia de otro y que él la haya adaptado para sí.

Le hablé del artículo de Anna Freud.

– Si pudieras descubrir qué fue de los auténticos Paul y Miriam… Bueno, no me gustaría nada que publicases la historia de Paul y que luego muchos lectores reconocieran el artículo de la hija de Freud y se dieran cuenta de que Paul se había apropiado de la historia de esos niños.

– Tal vez eso pruebe que tiene razón -dijo Don no demasiado convencido-. Esos niños no pueden haberse quedado en la guardería de Anna Freud toda la vida, tienen que haberse criado en algún sitio. Uno de ellos bien podría haber venido a los Estados Unidos con Ulrich, que le llamó Paul creyendo que era su verdadero nombre -siguió diciendo, mientras intentaba aferrarse a su ya maltrecha confianza en el futuro de su libro y… en Rhea.

– Puede ser -contesté dubitativa-. Te mandaré una copia del artículo. A los niños los dieron en adopción a través de un organismo que supervisaba Anna Freud. Tengo la sensación de que se preocuparían de que Paul tuviera un hogar estable, con un padre y una madre, y no que lo custodiara un emigrante viudo, aun cuando no se tratase de un Einsatzgruppenführer.

– Estás intentando fastidiarme el libro, simplemente porque no te cae bien Rhea -dijo con un gruñido.

Me contuve haciendo un gran esfuerzo.

– Eres un escritor respetado y yo estoy intentando evitar que hagas el ridículo con un libro al que, en el momento en que salga a la calle, le van a encontrar un montón de puntos débiles.

– Pues a mí me parece que eso es asunto mío…, mío y de Rhea.

– Venga, Don, ¡vete a freír espárragos! -le dije, ya sin el menor miramiento-. Tengo que ocuparme de dos asesinatos. No tengo tiempo para escuchar gilipolleces.

Colgué y busqué el número de la casa de Ralph Devereux. Se había mudado y ya no vivía en el apartamento de Gold Coast donde estaba cuando lo conocí, pero seguía viviendo en la ciudad, en un barrio nuevo que estaba de moda en la zona de South Dearborn. Tenía puesto el contestador automático. Como era sábado, podía estar haciendo recados o jugando al golf. Pero habían asesinado a alguien de su equipo. Aposté a que lo encontraría en su despacho.

Y, de hecho, cuando llamé al teléfono de Ajax, contestó su secretaria.

– Denise, soy V. I. Warshawski. Lamento mucho lo de Connie Ingram. ¿Está Ralph? Llegaré ahí en unos veinte minutos para hablar con él de la situación.

Intentó oponerse. Ralph estaba abajo, en una reunión con el señor Rossy y el presidente. Había convocado a todos los supervisores de reclamaciones de su Departamento, que le estaban esperando en la sala de reuniones. Justo en ese momento estaba allí la policía interrogando al personal y no había manera de que Ralph pudiera atenderme. Le dije que ya estaba de camino.