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– ¿Ah, sí? -dijo con los brazos cruzados en actitud intransigente.

Tomé aire.

– Creo que Connie informaba directamente a Bertrand Rossy en privado…

– ¡Maldita sea! ¡No! ¿Adonde diablos quieres ir a parar? -me gritó.

– Ralph, por favor. Ya sé que esto te debe de sonar a déjá vu, que yo me presente aquí y acuse a tu jefe. Pero escúchame un minuto. Ulrich Hoffman fue agente de Edelweiss en Viena en los años treinta, cuando la compañía se llamaba Nesthorn. Vendía igualas para cubrir los gastos de entierro a los judíos pobres. Luego vino la guerra y quién sabe qué hizo durante ocho años pero, en 1947, apareció en Baltimore y, fuera como fuese, se trasladó a Chicago y empezó a hacer el único trabajo que sabía, vender igualas para cubrir los gastos de entierro a gente pobre que, en este caso, eran afroamericanos del South Side de Chicago.

– Estoy seguro de que toda esta historia es fascinante -me interrumpió Ralph con gran sarcasmo-, pero mi gente me está esperando.

– El viejo Ulrich mantenía la lista de sus clientes en Viena. La lista de las pólizas de seguros de vida que Edelweiss afirma que nunca vendió -dije casi entre dientes-. Siempre han mantenido que eran una pequeña compañía de ámbito regional y que no estaban implicados con las víctimas del Holocausto. Efectivamente, Edelweiss era entonces una pequeña compañía, pero Nesthorn era la más grande de Europa. Si los cuadernos de Ulrich salen a la luz, toda esa charada que Rossy y Janoff montaron el martes en Springfield para conseguir que la Asamblea Legislativa abortara el proyecto de ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto va a provocar una reacción más violenta que un maremoto.

– ¡Maldita sea, Vic! ¡No tienes pruebas de nada de eso! -dijo Ralph dando un manotazo tan fuerte sobre su mesa de aluminio que se le puso un gesto de dolor.

– No las tengo porque, por desgracia, los cuadernos de Ulrich siguen sin aparecer. Pero, créeme, Rossy anda tras su rastro. La oficina central de Zurich no se puede permitir que este asunto salga a la luz. Edelweiss no se puede permitir que alguien vea los cuadernos de Ulrich. Apuesto a que Rossy y su mujer tramaron la muerte de Howard Fepple. Apuesto a que él mató a la pobre Connie Ingram. Apuesto a que él le dijo que era un asunto muy confidencial, que tenía que trabajar sólo para él, que no le podía decir nada a nadie, ni a Karen ni a ti ni a su madre. Él era guapo, rico y poderoso y ella era una pobre Cenicienta que trabajaba a pie de obra. Probablemente para ella, él era su Príncipe Azul hecho realidad. Connie era fiel a Ajax y él era Ajax. Así que no había ningún conflicto sino una gran dosis de emoción.

Ralph se había puesto muy pálido. Inconscientemente se masajeaba el hombro derecho, donde había recibido el balazo de su antiguo jefe hacía diez años.

– Supongo que la policía ha establecido una conexión entre la muerte de Connie y Ajax. En caso contrario, no estaríais aquí todos reunidos un sábado -le dije.

– Las chicas…, las mujeres con las que solía ir a tomar una copa los viernes después del trabajo dicen que se excusó asegurando que tenía que quedarse a trabajar hasta tarde -dijo Ralph con aire de cansancio-. Según sus compañeras salió del edificio a la vez que todo el mundo y, cuando una de ellas le tomó el pelo diciendo que seguro que tenía una cita y no quería contarlo, se puso toda colorada, dijo que no era eso, pero que le habían pedido que guardase el secreto. La policía está investigando dentro de la compañía.

– Entonces, ¿me vas a dejar echar un vistazo al archivador de mesa de Connie?

– No -su voz no era más fuerte que un susurro-. Quiero que te vayas del edificio. Y, si estás pensando en pararte en la planta treinta y nueve para buscar esos papeles, ni se te ocurra. Voy a enviar a Karen ahora mismo a la mesa de Connie para que recoja todos sus documentos y me los suba. No vas a andar por mi Departamento como si fueses un vaquero a la busca de terneros fuera de la manada.

– Prométeme una cosa. Bueno, dos cosas, en realidad. Que mirarás los papeles de Connie sin decírselo a Bertrand Rossy y que me dirás lo que encuentres.

– No te prometo nada, Warshawski. Pero puedes tener la seguridad de que no voy a poner en peligro lo que queda de mi carrera contándole semejante historia a Rossy.

Capítulo 50

Saltar de alegría

Antes de marcharme del despacho de Ralph le dejé otra tarjeta mía a Denise.

– Él va a querer ponerse en contacto conmigo -le dije aparentando más confianza de la que sentía-. Dígale que puede localizarme en el móvil a cualquier hora durante el fin de semana.

Casi no podía soportar no ver por mí misma el archivador de mesa de Connie Ingram, pero Karen Bigelow bajó conmigo hasta la planta treinta y nueve y me dijo que llamaría a la seguridad del edificio si la seguía hasta la mesa de Connie.

Cuando salí del edificio me zambullí en un torbellino de actividad inútil. Don Strzepek había decidido no seguir mi consejo de abandonar la ciudad. Conseguí que convenciera a Rhea para me dejase ir a visitarla a su casa de Clarendon, con la esperanza de que, si ella misma me describía a su atacante, aquello me ayudaría a dilucidar, de una forma u otra, si había sido alguno de los Rossy.

Ésa fue la primera hora que desperdicié. Don me abrió la puerta de la casa, pasamos junto a una cascada con flores de loto flotando y entramos en una terraza acristalada, donde Rhea estaba sentada en un gran sillón. Me clavó sus brillantes ojos desde el interior del capullo de chales en los que se encontraba envuelta. Mientras daba sorbitos a una infusión y Don la agarraba de la mano, me detalló los acontecimientos de la noche anterior. Cuando la atosigué un poquito para que me diera algún detalle -la altura, la complexión, el acento o la fuerza- de su atacante, se recostó en el respaldo del sillón y se llevó una mano a la frente.

– Vic, ya sé que lo haces por mi bien, pero ya he repasado esto una y otra vez, no sólo con Donald y con la policía, sino yo sola. Me induje un ligero estado de trance y grabé en una casete todo el incidente. Puedes escucharlo si quieres. Si hubiera algún detalle destacado, lo habría recordado en ese momento.

Escuché la cinta, pero Rhea se negó a volver a ponerse en trance para que yo pudiera interrogarla. Le sugerí que tal vez hubiese percibido cuál era el color de los ojos de aquel rostro cubierto por un pasamontañas, el color del pasamontañas o el de la voluminosa chaqueta del agresor. La relación que había hecho durante el trance no mencionaba nada de eso. Llegado ese punto se hartó y se puso agresiva: si hubiese pensado que esas preguntas podrían arrojar algún dato útil, ya se las habría formulado a sí misma.

– Don, acompaña a Vic hasta la puerta, por favor. Estoy agotada.

No me sobraba el tiempo como para perderlo en enfados o en discusiones. Me dirigí hacia la salida, pasando junto a los pétalos de loto, y sólo pude desahogarme lanzando un centavo contra el Buda que había en la parte superior de la cascada.

Después me fui en el coche hasta el South Side, a la casa de la madre de Colby Sommers, para ver si podía conseguir alguna información sobre lo que había hecho el primo de Isaiah durante su última noche en este mundo. Había varios parientes consolándola, entre ellos Gertrude Sommers, que estuvo hablando conmigo en voz baja en un rincón. Colby había sido un chico débil y también un hombre débil. Le hacía sentirse importante andar por ahí con gente peligrosa y, ahora, tristemente, había pagado por ello. Pero Isaiah… Isaiah era otra cosa, y ella quería estar segura de que me había quedado bien claro que tenía que hacer todo lo posible para que Isaiah no corriese la misma suerte de Colby.