Asentí tristemente y me dirigí hacia la madre de Colby. No había visto a su hijo durante las últimas dos semanas, no sabía en qué había estado metido. Pero me dio los nombres de algunos de sus amigos.
Cuando los localicé en una sala de billar de la zona, dejaron los tacos a un lado y me miraron con evidente hostilidad. Incluso después de que lograra traspasar la nube de canutos y resentimiento que los rodeaba, tampoco pudieron decirme mucho. Sí, Colby había estado con algunos hermanos que a veces hacían encargos para los OJO de Durham. Sí, había andado fardando con un fajo de billetes durante unos días, Colby era así. Cuando tenía pasta, la compartía con todo el mundo. Cuando estaba sin blanca, se suponía que todos tenían que mantenerlo. La noche anterior había dicho que iba a hacer algo con los hermanos del grupo OJO, pero ¿nombres? No sabían ningún nombre. No hubo soborno ni amenaza que les hiciera mella.
Me marché, frustrada. Terry no estaba dispuesto a sospechar del concejal Durham y los chicos del South Side le tenían demasiado miedo a los tipos de la OJO como para denunciarlos. Podía volver a ver a Durham, pero sería una pérdida de tiempo si no tenía nada seguro a lo que agarrarme. Y en aquel momento estaba tan preocupada por Lotty y por los cuadernos de Ulrich que era mucho más importante que intentara encontrar un modo de acorralar a los Rossy.
Estaba pensando si habría alguna forma de comprobar sus coartadas durante la noche anterior sin quedar demasiado en evidencia, cuando sonó mi teléfono móvil. Yo iba en dirección norte por la Ryan, justo a la altura del tramo donde dieciséis carriles se cruzan una y otra vez como las cintas durante la danza de la cucaña de mayo, así que no era el lugar más apropiado para distraerse. Me metí por la salida más cercana y atendí la llamada.
Esperaba que fuese Ralph, pero era mi servicio de contestador. La señora Coltrain me había llamado desde la clínica de Lotty. Era urgente, tenía que llamarla de inmediato.
¿Está en la clínica? Miré el reloj del salpicadero. Los sábados la clínica de Lotty estaba abierta por las mañanas de nueve y media a una. Y ya eran más de las dos.
No conozco a los que trabajan en el servicio de contestador los fines de semana. Aquel hombre me repitió el número que la señora Coltrain había dejado y colgó. Era el número de la clínica. Bueno, quizás se había quedado un poco más para terminar con algún papeleo.
La señora Coltrain suele ser una persona tranquila e incluso autoritaria. Durante todos los años que se ha ocupado de la recepción en la clínica de Lotty, sólo la he visto nerviosa una vez, y fue en una ocasión en que una muchedumbre furiosa invadió la clínica. Cuando la llamé su voz sonaba igual de nerviosa que en aquella ocasión, hacía ya seis años.
– Ah, señora Warshawski, gracias por llamar. Yo… Ha pasado algo muy raro… No sabía qué hacer… Espero que no esté… Sería bueno que usted… No quiero molestarla pero… ¿Está usted ocupada?
– ¿Qué sucede, señora Coltrain? ¿Ha entrado alguien a robar?
– Es… Es sobre la doctora Herschel. Me…, me…, eh…, ha mandado una casete con instrucciones.
– ¿Desde dónde? -le pregunté con tono imperioso.
– En el paquete no lo pone. Lo trajo un servicio de mensajería. He intentado… escucharlo. Ha pasado algo raro. Pero no quiero molestarla.
– Estaré ahí lo antes posible. En media hora como mucho.
Hice un giro de ciento ochenta grados en Pershing y aceleré para regresar a la Ryan, mientras calculaba por dónde ir y el tiempo que me llevaría. Estaba a quince kilómetros de la clínica, pero la autopista se desviaba bastante hacia el oeste antes de la salida de Irving Park Road. Era mejor salirse en Damen e ir hacia el norte en línea recta. Estaba a diez kilómetros de Damen, o sea, unos ocho minutos si el tráfico no se complicaba. Después tenía que hacer cinco kilómetros por el interior de la ciudad hasta Irving; otros quince minutos.
Estaba agarrando el volante con tal fuerza que tenía los nudillos blancos. ¿Qué habría pasado? ¿Qué diría aquella casete? ¿Lotty estaría muerta? ¿Habían secuestrado a Lotty y la señora Coltrain no se atrevía a decírmelo por teléfono?
La luz roja del semáforo de Damen no cambiaba nunca. Tranquilo, viejo cacharro, me reprendí a mí misma. No es necesario salir disparada y quemar los neumáticos para dejar clavados a los BMW que me rodeaban y demostrar que yo tenía la preferencia en el cruce. Cuando por fin llegué a la clínica, dejé el coche mal aparcado en una esquina y bajé corriendo.
El Eldorado plateado de la señora Coltrain era el único coche que estaba en el minúsculo aparcamiento que Lotty había construido en el lado norte de la clínica. Toda la calle tenía el aspecto somnoliento de una tarde de sábado. La única persona que vi fue una mujer con tres niños pequeños y un carrito con ropa para la lavandería.
Fui corriendo hacia la entrada principal y empujé la puerta, pero estaba cerrada con llave. Llamé al timbre de urgencias del portero automático. Después de un rato, contestó la señora Coltrain con una vocéenla temblorosa. Cuando le dije que era yo, pasó otro rato antes de que apretase el botón para dejarme entrar.
Las luces de la sala de espera estaban apagadas. Creí que sería para evitar que los posibles pacientes pensaran que había gente dentro. Por el pavés se filtraba una luz verdosa que me hacía sentir como si estuviese debajo del agua. La señora Coltrain no estaba en su mesa, detrás del mostrador de recepción. La clínica parecía desierta, lo cual era absurdo, ya que ella acababa de abrirme la puerta desde dentro.
Abrí la puerta que daba a las salas de exploraciones y la llamé:
– ¡Señora Coltrain!
– Estoy aquí al fondo, querida -su voz me llegó muy lejana, procedente del despacho de Lotty.
Nunca me había llamado «querida», a pesar de conocerme hacía quince años. Siempre me había dicho «señorita Warshawski». Saqué mi Smith & Wesson y corrí pasillo abajo. Estaba sentada a la mesa de Lotty, con las mejillas pálidas bajo su base de maquillaje y colorete. Al principio no me di cuenta de lo que pasaba, me llevó un segundo ver a Ralph. Estaba en el rincón más lejano, apretujado en una de las butacas que Lotty tiene para sus pacientes, con las manos atadas a los brazos de la butaca, un esparadrapo cubriéndole la boca y sus ojos grises, que parecían negros en aquel rostro tan blanco. Estaba intentando comprender qué estaba pasando allí cuando Ralph contrajo la cara e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta.
Me giré y levanté la pistola, pero Bertrand Rossy estaba justo detrás de mí. Agarró mi pistola y el tiro salió hacia un lado. Me estaba sujetando la muñeca derecha con las dos manos. Le di una patada bien fuerte en la espinilla. Aflojó la presión sobre mi muñeca. Volví a darle otra patada, más fuerte, y logré soltar la mano donde tenía la pistola.
– Contra la pared -dije, jadeando.
– Arréstate -dijo de repente Fillida Rossy detrás de mí-. Deténgase o le disparo a esta mujer.
Había salido de algún sitio donde estaba escondida y se había colocado detrás de la silla de la señora Coltrain. Estaba apuntándola con una pistola en el cuello. Fillida tenía algo raro. Después de un momento me di cuenta de que llevaba una peluca morena sobre su pelo rubio.
La señora Coltrain temblaba y movía la boca sin emitir palabra. Apreté los labios con furia y dejé que Rossy me quitara la Smith & Wesson. Me ató los brazos a la espalda con esparadrapo.
– Habla en inglés, Fillida. Tus últimas víctimas no entienden italiano. Acaba de decir que me detenga o que si no le disparará a la señora Coltrain -dije mirando a Ralph-. Así que me he detenido. ¿Esa pistola es otra SIG, Fillida? ¿Tus amigos del consulado te las traen clandestinamente de Suiza? Porque la policía no ha podido dar con la que usaste para matar a Howard Fepple.