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Rossy me golpeó en la boca. Su encanto y su sonrisa habían desaparecido.

– No tenemos nada que decirte, ni en un idioma ni en otro, pero tú sí que tienes mucho que decirnos. ¿Dónde están los cuadernos de Herr Hoffman?

– Pues yo creo que vosotros también tenéis mucho que decirme -respondí-. Por ejemplo, ¿por qué está aquí Ralph?

Rossy hizo un gesto de impaciencia.

– Era más fácil traerlo.

– Pero ¿por qué? Ay…, ay, Ralph, encontraste el archivo de Connie y se lo llevaste a Rossy. Mira que te rogué que no lo hicieses.

Ralph cerró los ojos con fuerza para no tener que mirarme, pero Rossy contestó, con impaciencia.

– Sí, me enseñó las notas de esa tonta. Esa tontita aplicada que conservaba todos los archivos en su mesa. Nunca se me había ocurrido y ella jamás me dijo ni una sola palabra.

– Claro que no -asentí-. Ella daba por sentado que debía seguir los procedimientos burocráticos habituales y tú no tienes ni idea de cómo se trabaja a ese nivel.

Aquellos dos habían matado a tanta gente que no se me ocurría nada para convencerlos de que no mataran a tres más. Entretenlos, entretenlos hasta que se te ocurra algo. Sobre todo, mantén un tono de voz calmado, coloquial. Que no se den cuenta de que estás aterrada.

– ¿Así que Fepple os amenazó con revelar que Edelweiss tenía un enorme riesgo derivado de las pólizas del Holocausto? Hasta Connie Ingram se dio cuenta de las implicaciones que conllevaba, ¿no?

– Claro que no -dijo Rossy con impaciencia-. Durante los años sesenta y setenta, Herr Hoffman empezó a presentar a Edelweiss certificados de defunción de sus clientes europeos, de aquellos a los que les había vendido seguros de vida en Viena antes de la guerra.

– ¡Es increíble! -Fillida estaba indignada con la desfachatez de Hoffman-. Se quedó el dinero de los seguros de vida de muchos judíos de Viena. No sabía siquiera si estaban vivos o muertos, ¿para qué iba a seguir los procedimientos habituales?, él mismo extendía los certificados de defunción. Es un escándalo cómo nos ha robado el dinero a mí y a mi familia.

– Pero Aaron Sommers no era un judío vienes -objeté, desviando el asunto durante un momento hacia un problema menor.

Bertrand Rossy respondió, con tono impaciente:

– Ah, es que ese Hoffman se debió de volver loco. Perdió la cabeza o perdió la memoria. Resulta que había asegurado a un judío austríaco llamado Aaron Sommers en 1935 y a un negro estadounidense que se llamaba igual, en 1971. Así que mandó el certificado de defunción del negro en vez de mandar el del judío. Fue una estupidez, un disparate… y, sin embargo, para nosotros fue un golpe de suerte. Era el único agente que había vendido un gran número de pólizas a judíos antes de la guerra a quien no habíamos podido encontrar. Y resultó que al final estaba aquí, en Chicago. Aquel día en la oficina de Devereux, cuando me puse a hojear los papeles de Sommers y vi la firma de Ulrich Hoffman en el parte de trabajo de su agencia, no podía creer en mi suerte. El hombre que habíamos estado buscando durante cinco años estaba aquí, en Chicago. Todavía no salgo de mi asombro de que ni tú ni Devereux notaseis mi entusiasmo -hizo una pausa para regodearse de su buena actuación-. Pero Fepple era un imbécil total. Encontró una de las viejas listas de Hoffman en la carpeta de Sommers, junto con algunos certificados de defunción firmados en blanco. Pensó que podía chantajearnos con aquellos certificados de defunción falsos y ni siquiera se dio cuenta de que las demandas de indemnización derivadas de las pólizas del Holocausto eran más importantes. Mucho más importantes.

– Bertrand, ya basta de toda esa historia -dijo Filuda en italiano-. Que te diga dónde está la doctora.

– Fillida, tienes que hablar en inglés -le dije en inglés-. Ahora estás en Estados Unidos y estos dos pobres no pueden entenderte.

– A ver si tú entiendes esto -dijo Rossy-. Si no nos dices ahora mismo dónde están esos cuadernos, mataremos a tus amigos, pero no inmediatamente y de un balazo, sino despacio, para que sufran.

– Esa mujer, la psicóloga del hijo de Hoffman, dijo anoche que los tenía la doctora judía. Esos cuadernos son míos. Pertenecen a mi familia, a mi empresa. Tienes que devolvérmelos -dijo Fillida con un acento muy fuerte, en un inglés que no era tan fluido como el de su marido-. Esta recepcionista ha abierto la caja fuerte y no hay nada dentro. Todos saben que tú eres amiga de esa doctora judía, su mejor amiga. Así que dinos dónde está.

– Ha desaparecido -les dije-. Pensé que la teníais vosotros. Es un alivio saber que está a salvo.

– Por favor, no te equivoques. No somos estúpidos -dijo Rossy-. Esta recepcionista ya no nos sirve para nada después de habernos abierto la caja fuerte de la doctora.

– ¿Por eso habéis tenido que matar a la pobre Connie Ingram? -le pregunté-. ¿Porque no supo decirte dónde estaban los cuadernos de Ulrich Hoffman? ¿O porque iba a decirle a Ralph o a la policía lo de los certificados de defunción falsos de Hoffman y de Howard Fepple que tanto te obsesionaban?

– Era una empleada muy leal a la compañía. Siento mucho su muerte.

– La invitaste a una cena deliciosa, la trataste con el mismo encanto con el que conquistaste a la nietecita del abuelo Hirs, que acabó casándose contigo, y después la llevaste a la reserva forestal y la mataste. ¿Le hiciste creer que te sentías atraído por ella? ¿Te levanta el ánimo pensar que una jovencita ingenua se quede prendada de ti igual que la hija de un jefe millonario?

Fillida hizo un gesto de desdén.

– Che maniere bórdese. ¿Por qué tenía que preocuparme que mi marido complaciese las fantasías de una pobre desgraciada?

– Se está quejando de mi educación burguesa -les expliqué a Ralph y a la señora Coltrain, que miraba fijamente hacia delante con los ojos vidriosos por el miedo-. En su mundo, el que tu marido se acueste con sus empleadas no es más que un comportamiento enraizado en unas costumbres medievales. La señora del castillo no tiene por qué preocuparse de una cosa así puesto que ella sigue siendo la señora. ¿Es eso, Fillida? Como tú eres la reina puedes ir disparándole a todo el que no se incline ante ti. Como eres la reina de Edelweiss, nadie puede quedarse con dinero de la compañía y si se atreve a presentar una demanda de pago, le dispararás. Necesitas controlar los asuntos de Edelweiss igual que controlas tu cubertería de plata y el pelo de tu hija, ¿verdad?

– Eres una ignorante. La compañía Edelweiss es de mi familia. La fundó el abuelo de mi madre, claro que entonces se llamaba Nesthorn. Los judíos nos obligaron a cambiarle de nombre después de la Segunda Guerra Mundial, pero no pueden obligarnos a cerrarla. Estoy protegiendo el futuro de mis hijos, de Paolo y de Marguerita, eso es todo -estaba furiosa, pero no dejaba de apuntarle a la señora Coltrain-. Ese…, ese cretino de Howard Fepple pensaba que podía sacarnos dinero, es increíble. Y los judíos, que no hacen más que amasar dinero todo el tiempo, que creen que pueden venir a exigirnos más dinero, eso es una afrenta, un escándalo. Dilo ya de una vez. Dime dónde están los cuadernos del Signor Hoffman.

Me sentía muy cansada y era plenamente consciente de lo poco que podía hacer y de la inutilidad de cualquier esfuerzo teniendo atados los brazos a la espalda.

– Ah, los judíos… Esos que le pagaban a Nesthorn un penique a la semana para que tú pudieras ir a esquiar al Mont Blanc y a comprar a Monte Napoleone. Y ahora los nietos de esos judíos, sus PaoIos y Margueritas, pretenden que la compañía les pague lo que les debe. Esa es una actitud muy burguesa. Pero ¿es que no entienden el enfoque aristocrático? ¿Que tú puedes cobrar las primas pero no tienes por qué pagar jamás las indemnizaciones? Es una pena que la policía de Chicago tenga una visión tan limitada del mundo. Cuando hayan comparado las fibras de la ropa de Bertie con las halladas en el cuerpo de Connie Ingram, bueno…, eso causará un gran impacto ante un jurado burgués, puedes creerme.