No sabía lo que Don pensaba hacer con su libro, pero no sentía ninguna gana de protegerlo. Hablé ante las cámaras de Paul Hoffman, del material relacionado con Ana Freud, del cuarto secreto de Paul. Cuando a Beth se le iluminaron los ojos de sólo pensar en la posibilidad de filmar aquel escenario, me acordé de lo furiosa que se había puesto Lotty por el modo en que los libros y las películas se ceban con los horrores del pasado. Y Don, que quería incluirlo todo en un libro para Envision Press. Y Beth, consciente de que su contrato estaba a punto de vencer, ya preveía un aumento de los niveles de audiencia para su programa si conseguía filmar los horrores íntimos de Paul. Le dije a Murray que, cuando empezaron a contarme todo aquello, me marché y les dejé con la palabra en la boca.
– No me extraña. Que nos ocupemos de la noticia no significa que tengamos que comportarnos como chacales en plena cena.
Me abrió la puerta del coche para que subiera, lo cual era una galantería inusual en él.
– ¿Por qué no vamos al Glow, Vic? Tú y yo tenemos que ponernos al día en un montón de asuntos relacionados con la vida, no sólo con los seguros de vida.
Negué con la cabeza.
– Tengo que ir a Evanston a ver a Max Loewenthal. Pero te acepto la invitación para otro momento.
Murray se inclinó y me dio un beso en los labios, después cerró la puerta del coche rápidamente. Por el espejo retrovisor, lo vi quedarse allí, mirándome, hasta que mi coche desapareció por la rampa de salida.
Capítulo 52
El rostro de la fotografía
El Beth Israel queda bastante cerca de la autopista que tomo para ir a Evanston. Ya eran las diez, pero Max había querido que nos viésemos para hablar de todo aquel asunto. Se sentía profundamente solo puesto que Calia y Agnes ya se habían marchado a Londres, y Michael y Cari a San Francisco, para volver a reunirse con el conjunto Cellini.
Max me dio de cenar pollo asado frío y una copa de St. Emilion, un tinto que me devolvió el calor y el alma al cuerpo. Le conté todo lo que sabía, lo que sospechaba y el desenlace que preveía. Se tomó el asunto del concejal Durham con más filosofía que yo, pero estaba desilusionado de que Posner no se hubiese visto implicado en ninguno de los escándalos.
– ¿Estás segura de que no ha representado ningún papel en todo esto? ¿Algo que tú puedas contar y que lo obligue a alejarse del hospital?
– Sólo es un fanático -dije, aceptando otra copa de vino-. Aunque, al final, acaban siendo más peligrosos que las personas como Durham, que siguen las reglas del juego, bueno, tomándoselas como un juego, para acceder al poder, a un alto cargo o al dinero. Pero, si damos con Lotty y encontramos los cuadernos de Ulrich, podremos hacer públicos esos seguros de vida que Edelweiss o Nesthorn contrataron durante la década de 1930. Podremos forzar a la Asamblea Legislativa de Illinois a revisar la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto. Y Posner y sus macabeos volverán al centro, a manifestarse delante de Ajax o del edificio del estado de Illinois y así te lo quitarás de encima.
– Lotty y los cuadernos -repitió Max, haciendo girar la copa de vino una y otra vez entre sus manos-. Victoria, mientras Calia estuvo aquí y a mí me inquietaba tanto su seguridad, no tenía tiempo para preocuparme demasiado por Lotty. Ahora que Cari se ha marchado para retomar su gira, también me doy cuenta de que yo me estaba reprimiendo para no hacer el ridículo delante de él. Cari no ha dejado de referirse al comportamiento de Lotty en estos últimos días calificándolo de «un gran talento para el drama». Dice que su forma de desaparecer el jueves es la misma que aquella de hace tantos años en Londres. Que entonces también se dio la vuelta y se marchó sin decir una sola palabra. Que eso es lo que le hizo a él, ya sabes, y que soy un tonto si pienso que no me está haciendo lo mismo a mí. Que se va, no dice nada durante semanas o meses y que después, tal vez, regrese, o tal vez no, pero que jamás dará una explicación.
– ¿Y tú qué piensas? -le pregunté cuando se quedó en silencio.
– Pienso que ahora ha desaparecido por la misma razón por la que desapareció entonces, sea cual sea -soltó de repente-. Si yo tuviera veinte años, como tenía Cari entonces, es probable que me sintiera más preocupado por mi propio dolor y menos por el de ella. La pasión es mucho más fuerte a los veinte años. Pero ahora estoy muy preocupado por ella. Quiero saber dónde está. He llamado a su hermano Hugo a Montreal, aunque nunca han estado muy unidos. Hacía meses que él no tenía noticias de Lotty y no tiene ni idea de lo que puede estarle pasando o adonde puede haber ido. Victoria, ya sé que estás agotada, lo veo en las arrugas que se te han formado alrededor de los ojos y de la boca. Pero ¿no podrías hacer algo para encontrarla?
Volví a masajearme los doloridos hombros.
– Por la mañana me acercaré a la clínica. Parece que, al final, Lotty sí le envió a la señora Coltrain una casete con instrucciones por mensajero. Las estaba transcribiendo cuando Filuda Rossy la atacó. La señora Coltrain dice que no hay nada que pueda indicar dónde está Lotty. Es una cinta de corta duración en la que le dicta las instrucciones a seguir durante las fechas en las que Lotty tenía que operar. Pero he quedado con la señora Coltrain mañana por la mañana en la clínica para escuchar yo misma la cinta e inspeccionar el paquete en el que llegó. La señora Coltrain confía en que yo pueda sacar algo en limpio. También me ha dicho que Lotty dejó algunos papeles sobre su mesa de trabajo y que tal vez a mí me digan algo. Aparte de eso, puedo intentar pedirle a Finch o al capitán Mallory que me faciliten el registro de llamadas del teléfono de Lotty, ahí aparecerán las llamadas que hizo la noche en que desapareció. Puedo conseguir la lista de pasajeros de las compañías aéreas. Puedo hacer más cosas, pero eso llevaría más tiempo. Espero encontrar algo entre sus papeles.
Max insistió en que me quedase a dormir en su casa.
– Estás que no te tienes en pie de sueño, Victoria. No deberías conducir así. A menos que tengas mucha urgencia por regresar a tu casa, puedes dormir en el que era el cuarto de mi hija. Incluso encontrarás algún camisón limpio allí.
Max quería que me quedase en su casa porque estaba preocupado por mí, pero también porque tenía miedo y se sentía solo, y todas eran razones importantes para mí. Llamé al señor Contreras para que no se pusiera nervioso y me alegré, realmente, de subir sólo unas escaleras y encontrarme ya en la cama, en lugar de tener que conducir otra media hora para llegar a la mía.
A la mañana siguiente fuimos juntos a la clínica. Habíamos quedado con la señora Coltrain a las nueve. Estaba tan bien arreglada y tan tranquila que parecía como si los Rossy y su intento de asesinato no la hubiesen alterado más que cualquiera de las pacientes o los niños chillones que acudían diariamente a la consulta. Fillida no había llegado a partirle el brazo cuando se lo golpeó con la culata, pero le había dejado un buen moretón. Llevaba el brazo en cabestrillo para protegerse la zona dañada.
Pero resultó que tampoco estaba tan tranquila como aparentaba. Cuando hizo que nos sentáramos junto a su mesa de trabajo, donde tenía el magnetófono, nos confió:
– Sabe una cosa, señorita Warshawski, creo que el lunes voy a hacer que venga alguien a quitar las puertas de esos armarios que hay en la sala de exploración. Creo que no voy a poder entrar ahí sin sentir miedo de que haya alguien escondido dentro.
Eso es lo que había hecho Fillida. Se había escondido en el armario de la sala de exploración, hasta que calculó que ya no quedaría ningún paciente en la clínica y atacó a la señora Coltrain en la mesa de recepción. Cuando Fillida se dio cuenta de que los cuadernos no estaban en la clínica, obligó a la señora Coltrain a hacerme ir hasta allí.