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Max y yo escuchamos la cinta pero, aunque se oía con total claridad de principio a fin y no nos movimos ni abrimos la boca en absoluto durante la media hora que estuvimos escuchando la cara B, nadie sacó nada en limpio, excepto que el doctor Barber se encargaría de las dos operaciones urgentes que tenía Lotty el martes y que la señora Coltrain tenía que coordinar el cambio de fecha de las otras con el jefe de cirugía.

La señora Coltrain nos condujo al despacho de Lotty para que yo pudiera inspeccionar los papeles que había dejado sobre su mesa de trabajo. Se me encogió el estómago cuando volví a recorrer aquel pasillo. Pensé que me encontraría con el desorden que habíamos dejado atrás la noche anterior: sillas rotas, sangre, lámparas en el suelo y, para rematarlo, el caos que la policía organizó a continuación. Sin embargo, los muebles rotos habían desaparecido, los suelos estaban fregados y limpios y los papeles perfectamente colocados sobre la mesa.

Cuando expresé mi asombro ante aquel orden, la señora Coltrain me dijo que había ido por la mañana temprano para colocarlo todo en su sitio.

– Si de pronto se presentaba la doctora Herschel, le hubiese afligido mucho encontrar ese desastre. Y, además, sabía que yo tampoco podría aguantarlo ni treinta segundos, pues me recordaría toda la violencia del día anterior. Lucy Choi, la enfermera de la clínica, vino a las ocho y entre las dos le hemos dado un buen repaso. Pero he conservado todos los papeles que se encontraban ayer sobre la mesa de la doctora Herschel. Siéntese aquí, señorita Warshawski, y mírelos.

Me pareció raro sentarme al otro lado de la mesa de Lotty, en la silla desde la que me había recibido en tantas ocasiones, algunas veces con brusquedad, pero la mayoría con cariño. Aunque, eso sí, siempre con un gran derroche de energía. Pasé las páginas. Había una carta del encargado de los archivos del Museo Nacional del Holocausto en Washington, fechada seis años atrás, en la que se le comunicaba a la doctora Herschel que lamentaban no haber podido encontrar ningún dato sobre las personas que intentaba localizar: Shlomo y Martin Radbuka, aunque sí que podían confirmarle las muertes de Rudolph y de Anna Herschel en 1943. Le recomendaban consultar diferentes bancos de datos dedicados a recabar información sobre las víctimas del Holocausto y que podrían serle más útiles. Su correspondencia con esos otros bancos de datos demostraba que no le habían aportado ninguna información que le fuese de utilidad.

Lotty también había dejado un montón de boletines informativos del Real Hospital de la Beneficencia de Londres, donde había realizado sus prácticas de medicina. Fui pasando página a página. Entre ellas encontré una fotografía. Era una foto antigua, con los bordes gastados por el roce, en la que se veía a una mujer muy joven, rubia, cuyos ojos, a pesar del gastado papel, resplandecían de vida. Llevaba el pelo corto y rizado al estilo de los años veinte. Sonreía con la provocadora confianza en sí misma, típica de alguien que se sabe querida y a la que rara vez se le ha negado un deseo. Tenía algo escrito detrás, pero estaba en alemán y con la enrevesada caligrafía característica de la Europa de principios de siglo y que yo era incapaz de descifrar.

Se la pasé a Max, que la leyó con el ceño fruncido.

– No soy muy bueno con este alemán anticuado, pero está dedicada a alguien llamado Martin, un mensaje de amor de… creo que pone Lingerl, escrito en 1928. Más tarde se la dedicó a Lotty: «Piensa en mí, mi pequeña y amada Charlotte Anna, y recuerda que yo siempre estaré pensando en ti».

– ¿Quién es? ¿Será la madre de la doctora Herschel? -preguntó la señora Coltrain sujetando la foto cuidadosamente por los bordes-. ¡Qué joven tan guapa era! La doctora Herschel debería tenerla enmarcada sobre su escritorio.

– Tal vez le resulte demasiado doloroso ver ese rostro todos los días -dijo Max con tono grave.

Volví a los boletines. Eran igual que todas las publicaciones de su clase: estaban llenos de cotilleos sobre licenciados, logros increíbles de la facultad, el buen nivel de atención del hospital, a pesar de sufrir la reducción de gastos a la que le obligaba el menguante presupuesto destinado a la Sanidad Pública. Cuando hojeé el tercer boletín, el nombre de Claire Tallmadge me saltó a la vista:

La doctora Claire Tallmadge se ha jubilado, ha dejado la consulta y se ha trasladado a un piso en Highgate, donde recibe con agrado la visita de antiguos alumnos y colegas. La inquebrantable ética de la doctora Tallmadge le ha valido el respeto de generaciones de colegas y alumnos del Real Hospital de la Beneficencia. Todos echaremos de menos su paso erguido, enfundada en sus trajes de tweed, por las salas del hospital. Pero la beca de estudios creada en su honor mantendrá viva su memoria entre nosotros. La doctora Tallmadge continuará con su labor escribiendo la historia de la aportación femenina en la medicina del siglo XX.

La historia de Lotty Herschel

El largo camino de regreso

Cuando llegué al montículo desde el que se divisaba todo el lugar ya no pude continuar. No podía dar un solo paso más. De repente se me aflojaron las rodillas y tuve que sentarme para no caerme. Después me quedé allí, donde había aterrizado, con las rodillas apretadas contra mi pecho y observando la tierra gris que se iba apagando poco a poco.

Cuando me di cuenta de que me había dejado la foto de mi madre en algún lado casi me vuelvo loca. Revisé mi maleta por lo menos una docena de veces y después llamé a todos los hoteles donde me había hospedado. Varias veces. «No, doctora Herschel, no la hemos encontrado. Sí, claro que entendemos la importancia que tiene.» Aun así, no podía resignarme a haberla perdido. Quería tenerla conmigo. Quería que me protegiese durante mi viaje hacia el este ya que no lo había hecho durante mi viaje al oeste y, al no poder encontrar su foto, casi me doy la vuelta en el aeropuerto de WienSchwechat Aunque a esas alturas ya no sabía adonde volver.

Deambulé durante dos días por la ciudad, intentando descubrir tras su rostro moderno las calles de mi infancia. El piso de la Renngasse fue el único lugar que reconocí, pero, cuando llamé al timbre, la señora que ahora vive allí me recibió con una hostilidad despectiva. Se negó a dejarme pasar: cualquiera podría decir que había vivido en aquel piso de niño; no era ninguna tonta como para tragarse el cuento de alguien que busca aprovecharse de la confianza de la gente. Ésa debía de haber sido la pesadilla de aquella familia de ocupas: que apareciera alguien como yo de entre los muertos a reclamarles la casa.

Me obligué a ir hasta la Leopoldsgasse, pero muchos de los edificios viejos y cochambrosos ya habían desaparecido y, aunque conocía perfectamente la esquina que estaba buscando, nada me resultaba familiar. Una mañana mi Zeyde, mi abuelo ortodoxo, se había abierto paso conmigo por aquel laberinto de calles hasta llegar a un puesto en el que vendían jamón. Mi Zeyde cambió su abrigo por un papel encerado lleno de rodajas muy finas de carne grasienta. Él no se atrevía a probarla, pero sus nietos necesitaban proteínas; no podíamos morirnos de hambre sólo por respetar las leyes del kashruth. Mis primas y yo nos comimos aquellas rodajas rosáceas con un placer teñido de culpabilidad. El abrigo de mi abuelo nos alimentó durante tres días.

Intenté repetir el mismo camino que había hecho con él, pero acabé en el canal, mirando el agua mugrienta durante tanto tiempo que un policía se me acercó para cerciorarse de que no me iba a tirar.

Alquilé un coche y me fui a las montañas, hasta la vieja granja de Kleinsee. Ni siquiera eso pude reconocer. Ahora toda la zona es un centro turístico. Aquel lugar al que íbamos todos los veranos, con sus días llenos de caminatas, paseos a caballo, lecciones de botánica con mi abuela, y con sus noches llenas de canciones y bailes, en las que mis primos Herschel y yo nos sentábamos en la escalera para fisgar desde allí el salón, donde mi madre era siempre la mariposa dorada que atraía todas las miradas. Ahora las colinas estaban plagadas de mansiones, de tiendas y también había un telesilla. Ni siquiera pude encontrar la casa de mi abuelo. No sé si la habrían tirado abajo o si la habrían transformado en una de esas casonas con grandes sistemas de seguridad, que no pueden verse desde la carretera.