Así que, finalmente, me dirigí hacia el este. Si no podía encontrar ni un solo rastro de las vidas de mi madre y de mis abuelas, tendría que ir a visitar sus tumbas. Fui muy lentamente, tanto que otros conductores me gritaban todo tipo de insultos: creían que era una austríaca rica por la matrícula de mi coche alquilado. A pesar de mi lentitud no pude evitar llegar a la ciudad. Aparqué el coche y continué el camino a pie, siguiendo los carteles en diferentes idiomas.
Sé que mucha gente pasó junto a mí, sentí cómo sus cuerpos pasaban a mi lado. Algunos se detuvieron y me hablaron. Las palabras flotaban a mi alrededor, palabras en muchos idiomas, pero yo no entendía ninguno. Yo observaba los edificios al pie de la colina, las ruinas de la última morada de mi madre. No entendía las palabras, no sentía nada, no me enteraba de nada. Así que no sé cuándo llegó ella y se sentó en el suelo, junto a mí, con las piernas cruzadas. Cuando me tocó la mano, creí que era mi madre que, por fin, venía a buscarme, pero cuando me volví, deseando abrazarla… no hay palabras que puedan expresar mi enorme desilusión.
– ¡Tú! -dije solamente aquella palabra sin preocuparme en disimular mi resentimiento.
– Sí-contestó ella-. No soy quien esperabas, pero aquí estoy, de todos modos -y allí se quedó, negándose a marcharse hasta que yo no lo hiciera. Me había traído una chaqueta y me la colocó por encima de los hombros.
Intenté ser irónica: «Eres la sabueso perfecta, que olfatea mi rastro y me encuentra incluso contra mi voluntad». Pero, como no decía nada, tuve que pincharla y preguntarle cómo había hecho para dar conmigo.
– Los boletines del Real Hospital de la Beneficencia, los dejaste sobre tu mesa de trabajo. Reconocí el nombre de la doctora Tallmadge y me acordé de que tú y Cari habíais discutido a causa de ella en casa de Max. Yo… subí a un vuelo a Londres y fui a verla a su casa de Highgate.
– Ah, sí. Clara. La que me salvó de la fábrica de guantes. Me salvó, me salvó y me salvó, y después se deshizo de mí como si yo fuese un guante viejo. Tantos años…, tantos años pensando que había sido porque desaprobaba mi comportamiento, y ahora comprendía que había sido porque… -no podía pensar en ninguna palabra que definiera aquello-. Por las mentiras, tal vez.
– Cari se ponía siempre furioso. Le había llevado muchas veces a tomar el té a casa de los Tallmadge, pero les odiaba tanto que al final acabó por negarse a ir. Yo estaba tan orgullosa de todos ellos, de Claire, de Vanessa, de la señora Tallmadge y del servicio de té de porcelana Crown Derby que usaban en el jardín, y él pensaba que me trataban con condescendencia, el macaco judío al que le tiraban pedacitos de manzana cuando bailaba para ellos.
– Yo también estaba orgullosa de Cari. Su música era algo tan especial que estaba segura de que conseguiría que todos se diesen cuenta de que yo también era especial, en particular, Claíre: un músico de gran talento estaba enamorado de mí. Pero ellos también le trataron con aire condescendiente.
«Como si yo fuese el organillero del macaco», me dijo Cari furioso, después de que le pidieran que un día fuese a visitarlos con su clarinete. Empezó a tocar una pieza de Debussy y ellos se dedicaron a hablar todo el tiempo y sólo se callaron para aplaudir cuando se dieron cuenta de que había terminado. Yo le insistí en que sólo habían sido Ted y Wallace Marmaduke, el marido y el cuñado de Vanessa. Podía admitir que ellos fueran unos ignorantes pero nunca que Claire fuese tan maleducada.
Aquella discusión tuvo lugar al día siguiente del Día de la Victoria. Yo todavía iba al instituto pero estaba trabajando para una familia en el norte de Londres a cambio de cama y comida. Claire todavía vivía en casa de sus padres. Por esa época había presentado una instancia para un puesto de médico residente, así que nuestros caminos sólo se cruzaban cuando ella se desviaba del suyo para invitarme a tomar el té a su casa, como había hecho aquel día.
Pero dos años más tarde, después de que acabase de salvarme por última vez, ya no quiso verme ni contestar a mis cartas nunca más tras mi regreso a Londres. No me contestó al mensaje que le dejé por teléfono a través de su madre, aunque, tal vez, la señora Tailmadge nunca se lo comunicó, porque antes de colgar me dijo; «¿No te parece, querida, que ya es hora de que tú y Claire emprendáis vuestras propias vidas?»
Mi última conversación con Claire fue cuando intentó convencerme de que me presentara a una beca para ampliar estudios de obstetricia en los Estados Unidos, para comenzar una nueva vida. Incluso se ocupó de conseguirme las mejores recomendaciones cuando presenté la solicitud. Después de eso, sólo la volví a ver en encuentros profesionales.
Miré a Victoria un momento, allí sentada en el suelo con pantalones vaqueros, junto a mí, observándome con el ceño fruncido y con tal intensidad, que me daban ganas de soltarle un «¡No quiero tu compasión!».
– Si has ido a visitar a Claire, entonces ya sabrás quién era Sofie Radbuka.
Me contestó con cautela, consciente de que yo era capaz de morderla si decía algún disparate, y dijo con tono vacilante que creía que era yo.
– Así que no eres la detective perfecta. No era yo, era mi madre.
Aquello la desconcertó y sentí cierto regodeo al verla así de ruborizada. Siempre yendo al grano, haciendo asociaciones, siguiendo a la gente, siguiéndome a mí. Ahora que sea ella la abochornada.
Sin embargo, yo tenía una gran necesidad de hablar. Después de un minuto de silencio dije:
– Era yo. Era mi madre. Era yo. Era el nombre de mi madre. La necesitaba. No sólo en aquel momento, sino cada día, cada noche, la necesitaba. Aunque en aquel momento, más que nunca. Creo que pensé que podría convertirme en ella. O que, si usaba su nombre, estaría conmigo. Ya no sé lo que pensé.
Cuando yo nací mis padres no estaban casados. Sofie, mi madre, la hija adorada de mis abuelos, la que parecía bailar por la vida como si ésta fuese un gran salón brillantemente iluminado. Era una criatura clara y etérea desde el día en que nació. Le pusieron Sofie pero la llamaban Mariposa. Schmetterling en alemán, que enseguida se convirtió en Lingerl o LingLing. Hasta Minna, que la odiaba, la llamaba Madame Butterfly y no Sofie.
Con el tiempo la mariposa se convirtió en una adolescente y se iba revoloteando con otros jóvenes dorados de Viena a visitar los barrios bajos, la Matzoinsel. Como cualquier chica moderna que iba a los guetos y tenía amantes de piel oscura, ella se encaprichó con Moishe Radbuka, del círculo de inmigrantes procedentes de Bielorrusia. Lo rebautizó con un nombre occidental y siempre lo llamaba Martin. Tocaba el violín en un café y era prácticamente un gitano, aunque era judío.
Mi madre tenía diecisiete años cuando quedó embarazada de mí. Él se hubiera casado con ella, según me enteré por los cuchicheos familiares, pero ella no quería… No se casaría con un gitano de la Matzoinsel. Así que todos los de la familia decidieron que debía ir a un sanatorio, tener el niño y darlo en adopción de la forma más discreta posible. Todos menos Orna y Opa, que la adoraban y le dijeron que les llevara la criatura a ellos.
Sofie amaba a Martin a su manera y él la adoraba igual que todos los demás, los que pertenecían a mi mundo o, al menos, así es como yo me lo imagino. Y no quiero que me cuenten otra cosa, no quiero que nadie me repita las palabras de la prima Minna: fulana, ramera, una putilla holgazana y siempre en celo, todas esas palabras que tuve que oír durante ocho años de mi vida en Londres.