Cuatro años después de nacer yo, nació Hugo. Y cuatro años después llegaron los nazis. Y tuvimos que irnos todos a la Insel. Supongo que has visto el barrio, ya que me has estado siguiendo. Habrás visto esos apartamentos ruinosos en la Leopoldsgasse.
Mi madre adelgazó y perdió su brillo. Aunque, en cualquier caso, ¿quién lo mantenía en esas épocas? Pero, con mi mentalidad de niña, yo creía que al vivir con mamá todo el tiempo ella me iba a prestar más atención. No podía entender por qué todo era tan diferente, por qué ella ya no cantaba ni bailaba. Dejó de ser LingLing y se convirtió en Sofie.
Entonces se volvió a quedar embarazada. Estaba embarazada y enferma cuando me marché a Inglaterra, demasiado enferma como para levantarse de la cama. Pero decidió casarse con mi padre. Todos aquellos años durante los cuales le había encantado ser Lingerl Herschel, iba a quedarse a casa de sus padres cada vez que quería volver a su antigua vida en la Renngasse e iba a la Insel a vivir con Martin cuando quería estar con él. Pero cuando el puño de hierro de los nacionalsocialistas los atrapó a todos ellos, a los Herschel y a los Radbuka, y los hacinó a todos en el gueto, ella se casó con Martin. Tal vez lo hiciese por mi abuela paterna, ya que estábamos viviendo en su casa. Así que, durante un corto periodo de tiempo, mi madre se llamó Sofie Radbuka.
Durante mi infancia en la Renngasse, yo fui una niña muy querida, a pesar de que echara de menos a mi madre. A mis abuelos no les importaba que yo fuese pequeña y de piel oscura como Martin, en lugar de ser rubia y hermosa como su hija. Estaban orgullosos de lo inteligente que yo era, de que siempre era la primera o la segunda de la clase durante los pocos años que fui allí al colegio. Incluso hasta sentían un afecto condescendiente hacia Martin.
Pero pensaban que sus padres eran una vergüenza. Cuando tuvieron que dejar su piso de diez habitaciones en la Renngasse y trasladarse a vivir con los Radbuka, mi Oma se comportó como si le hubiesen pedido que se fuese a vivir a un establo de vacas. Se mantenía distante, se dirigía a la madre de Martin en tercera persona, tratándola de «Sie», en lugar de «Du». Y en cuanto a mí, yo quería seguir siendo la preferida de mi Oma Herschel, necesitaba ese amor, allí éramos tantos viviendo hacinados, que necesitaba que alguien se preocupara por mí. Sofie estaba sumida en su propia desgracia, embarazada, enferma, no estaba acostumbrada a tantas privaciones, despreciada por las primas y las tías Radbuka, que pensaban que ella había tratado muy mal a su querido Martin -Moishe- durante todos aquellos años.
Pero, ¿te das cuenta?, todo aquello hacía que fuese grosera con mi otra abuela. Si yo le demostraba a mi Bobe, a mi abuela Radbuka, el afecto que ella tanto deseaba recibir, entonces mi Oma me apartaría de ella. La mañana que Hugo y yo nos marchamos a Inglaterra, mi Bobe, mi abuela Radbuka, anhelaba que le diese un beso, pero yo sólo le hice una reverencia.
Reprimí los sollozos que se acumulaban en mi garganta. Victoria me alcanzó una botella de agua sin decir nada. Si me hubiese tocado le hubiese pegado, pero acepté el agua y bebí.
Así que diez años más tarde, cuando me di cuenta de que estaba embarazada, cuando aquel caluroso verano me di cuenta de que llevaba un hijo de Cari en mis entrañas, mi cabeza se llenó de oscuros pensamientos. Mi madre. Mi Oma, mi abuela Herschel. Mi Bobe, mi abuela Radbuka. Pensé que podía desagraviar a mi Bobe. Pensé que ella me perdonaría si usaba su apellido. El problema era que no recordaba su nombre. No sabía cómo se llamaba mi propia abuela. Noche tras noche podía ver sus bracitos delgados extendidos para abrazarme, para darme un beso de buenas noches. Noche tras noche me veía haciéndole una reverencia, avergonzada y consciente de que mi Oma me estaba observando. No importa cuántas noches repasé aquella escena, no pude recordar cómo se llamaba mi Bobe. Así que usé el nombre de mi madre.
No quería abortar, que fue lo que me aconsejó Claire al principio. En 1944, cuando yo me pasaba el tiempo pegada a Claire e intentaba estudiar toda la ciencia posible y ser como ella, ser médico, toda mi familia ya estaba muerta. Aquí mismo, delante de donde estamos, le afeitaron la cabeza a mi Orna. Puedo ver su cabellera plateada cayendo al suelo, rodeándola como si fuese una cascada. Mi abuela estaba tan orgullosa de ella, no se la cortaba nunca. Sin embargo mi Bobe ya estaba calva bajo su peluca ortodoxa. Las primas con las que compartía la cama, y que me molestaban porque yo estaba acostumbrada a tener una cama con dosel para mí sola, ya estaban muertas para entonces. A mí me habían salvado, por ninguna otra razón que no fuese el amor de mi Opa, que consiguió el dinero para comprar los pasajes a la libertad para Hugo y para mí.
Todos ellos, también mi madre, que cantaba y bailaba conmigo las tardes de domingos, estuvieron aquí, aquí en esta tierra y fueron reducidos a cenizas, las cenizas que ahora se elevan ante tus ojos. Quizá no queden siquiera sus cenizas, tal vez se las haya llevado gente extraña, pegadas a sus cuerpos, cubriéndoles los ojos y, después, al lavárselos, las cenizas de mi madre se habrán ido por el lavabo.
No podía abortar. No podía añadir una muerte más a todas aquellas muertes. Pero no me quedaba amor suficiente para criar a un niño. Lo único que me mantuvo viva durante la guerra, cuando vivía con Minna, era la esperanza de que mi madre viniera a buscarme. Estamos tan orgullosos de ti, Lottchen, me dirían ella y mi Orna, no lloraste, te portaste como una niña buena, estudiaste tus lecciones, seguiste siendo la primera de la clase incluso en un idioma extranjero, soportaste el odio de esa zorra de primera categoría que es Minna. Yo me imaginaba que acababa la guerra y que ellas me abrazaban mientras me decían todas esas cosas.
Es cierto que en 1944 ya corrían rumores en los círculos de inmigrantes sobre lo que estaba pasando, aquí y en todos los demás sitios como éste. Pero nadie sabía que eran tantos los muertos, por eso todos manteníamos la esperanza de que los nuestros se salvasen. Pero bastó el gesto de una mano y desaparecieron todos. Max los buscó. Vino a Europa, pero yo… Yo no podía afrontarlo, no he vuelto a Europa Central desde que me marché en 1939, hasta ahora. Pero él los buscó y dijo que estaban todos muertos.
Así que me sentí atrapada de un modo terrible: no abortaría pero tampoco podía quedarme con el bebé. No criaría otro rehén y se lo entregaría al destino para que pudieran arrebatármelo en cualquier momento.
No podía decírselo a Cari. Si Cari decía «Vamos a casarnos», «Vamos a criar ese bebé», él nunca hubiese entendido por qué yo no podía hacerlo. No era por mi carrera, que se hubiese hecho añicos si tenía un bebé. Ahora…, ahora las jóvenes no tienen ningún problema. No es fácil ser estudiante de medicina y madre al mismo tiempo, pero por lo menos nadie dice, «Pues, ya está, se acabó mi carrera». Créeme, en 1949 tener un hijo significaba que tu carrera de medicina se había acabado para siempre.
Si le hubiese dicho a Cari, si le hubiese dicho que no me podía quedar con el niño, me hubiese echado en cara que ponía mi carrera en primer lugar. Nunca hubiera entendido mis verdaderas razones. No podía decirle nada. Yo no quería ninguna familia. Sabía que era muy cruel por mi parte marcharme sin darle ninguna explicación, pero no podía decirle la verdad ni tampoco podía mentirle. Así que me fui sin decirle nada.
Más adelante me dedicaría a salvar la vida a las mujeres que tenían partos difíciles. En esas situaciones, cada vez que salía del quirófano no pensaba que había salvado alguna pequeña parte de misino de mi madre, que no llegó a vivir mucho tiempo después de dar a luz a mi hermanita.
Y mi vida continuó. No era desdichada. No vivía en el pasado. Vivía en el presente y en el futuro. Tenía mi trabajo, que me daba enormes satisfacciones. Me gustaba la música. Max y yo… Nunca pensé que volvería a amar a alguien pero, para mi sorpresa y también mi felicidad, sucedió entre nosotros. Tuve otros amigos y… a ti, Victoria. Te convertiste en una amiga muy querida sin siquiera darme cuenta. Dejé que te acercases a mí, dejé que fueses otro rehén del destino y una y otra vez me has hecho sufrir por ser tan inconsciente y tan poco cuidadosa de tu propia vida.