Victoria masculló algo por lo bajo a modo de disculpa. Yo seguía sin mirarla.
– Y después apareció ese extraño ser en Chicago. Ese hombre perturbado y torpe, diciendo que era un Radbuka, cuando yo sabía que ninguno de ellos había sobrevivido. Excepto mi propio hijo. La primera vez que me hablaste de ese hombre, de Paul, se me paralizó el corazón: pensé que tal vez era mi hijo, criado por un Einsatzgruppenführer, como él afirmaba. Después lo vi en casa de Max y me di cuenta de que era demasiado mayor para ser mi hijo.
Pero entonces me invadió un temor aún mayor: la idea de que mi hijo pudiera haber crecido con el deseo de atormentarme. Pienso… No pensaba… No sé qué pensaba, pero imaginé que mi hijo, no sé cómo, aparecía y se aliaba para conspirar con ese tal Paul, sea cual sea su apellido, para torturarme. Así que me subí a un avión y fui a ver a Claire para exigirle que me dijera dónde estaba mi hijo.
Cuando Claire acudió en mi ayuda aquel verano, dijo que ella personalmente colocaría a mi hijo en una familia. Pero no me dijo que se lo daría a Ted Marmaduke, A su hermana y a su cuñado, que querían hijos y no podían tenerlos. Querer, tener, querer, tener. Es la historia de esa clase de gente. Todo lo que quieren, tienen que conseguirlo. Y consiguieron a mi hijo.
Claire cortó su relación conmigo para que no supiese jamás que mi hijo vivía con su hermana y su cuñado. Hizo como que la razón de nuestra ruptura era que estaba disgustada con la poca atención que yo prestaba a mis estudios de medicina, hasta el punto de haberme quedado embarazada, pero en realidad lo hizo para que no volviese a ver a mi hijo.
Para mí fue tan raro verla la semana pasada. Ella…, ella fue siempre un modelo para mí, de comportamiento, de cómo hacer las cosas correctamente, ya fuese a la hora del té o en el quirófano. No podía soportar que yo me diera cuenta de que se había comportado por debajo de aquel ideal que yo tenía forjado de ella. Todos aquellos años de frialdad, de distanciamiento, se debieron sólo al pecado inglés: la vergüenza. ¡Ah! La semana pasada nos reímos y lloramos juntas, del modo que sólo pueden hacerlo dos mujeres ya mayores. Pero una tarde de lágrimas y abrazos no alcanza para ponerte al día, después de cincuenta años sin vernos.
Ted y Vanessa le pusieron Wallace a mi hijo. Wallace Marmaduke, por el hermano de Ted que había muerto en El Alamein. Nunca le dijeron que era adoptado. Y, sin duda, nunca le dijeron que tenía sangre judía. Por supuesto que creció oyendo todos aquellos comentarios, llenos de un gratuito desdén, que yo acostumbraba a escuchar cuando me agazapaba detrás del muro del jardín de la señora Tallmadge.
Claire me enseñó un álbum de fotos que había hecho con las distintas etapas de la vida de mi hijo: tenía pensado dejármelo en caso de que muriese antes que yo, Mi hijo era un niño delgado y de piel oscura, como yo, pero resulta que también el padre de Claire y de Vanessa había sido un hombre bajo y de tez morena. Tal vez Vanessa le hubiese dicho la verdad en algún momento, pero murió cuando él tenía diecisiete años. En aquella ocasión, Claire me envió una carta, una carta tan extraña que debería haberme dado cuenta de que estaba intentando decirme algo que no podía expresar con palabras. Pero entonces yo era demasiado orgullosa como para ver más allá de las palabras.
Ted murió el pasado otoño. Así que imagínate la sorpresa que se habrá llevado Wallace cuando, ordenando los papeles de su padre, encontró su certificado de nacimiento. Madre, Sofie Radbuka, en lugar de Vanessa Tallmadge Marmaduke. Padre, desconocido, cuando tendría que poner Edward Marmaduke.
¡Qué shock, qué escándalo familiar! Él, Wallace Marmaduke, ¿era judío? Él, que era coadjutor en la iglesia anglicana y agente electoral de los Tories, ¿cómo podía ser judío? ¿Cómo podían haberle hecho eso sus padres? Fue a ver a Claire, convencido de que debía de haber un error, pero ella decidió que ya no podía mentir hasta ese punto. «No hay ningún error», le dijo.
Iba a quemar su certificado de nacimiento, iba a destruir todo vestigio de sus orígenes para siempre, pero a su hija -¿has conocido a su hija Pamela?, tiene diecinueve años, a ella le pareció romántico aquello de que su padre tuviese una madre desconocida, un oscuro secreto. Se llevó el certificado de nacimiento de su padre. Ella fue quien puso aquel aviso en Internet, en la página web sobre personas desaparecidas, aquel Escorpión Indagador que tú encontraste. Cuando se enteró de que yo había aparecido, fue a verme de inmediato a mi hotel, audaz como todos los Tallmadge, con la autosuficiencia que da el saber que tienes un lugar seguro en el mundo y que nunca nadie te lo arrebatará.
– Es muy guapa -se atrevió a decir Victoria-. La doctora Tallmadge la llevó a mi hotel para que yo la conociese. Pamela quiere volver a verte; quiere intentar conocerte.
– Se parece a Sofie -dije en un susurro-. Es como Sofie cuando tenía diecisiete años y estaba embarazada de mí. La pena es que perdí esa foto. Quería tenerla conmigo. Pero la perdí.
No quería mirar a Victoria. Ver esa preocupación, esa compasión. No permitiría que ella ni nadie me viese tan desvalida. Me mordí los labios con tal fuerza que sentí el gusto salado de la sangre en mi boca. Cuando acercó su mano a la mía, se la retiré bruscamente. Pero cuando bajé la mirada, la foto de mi madre estaba allí, en el suelo, junto a mí.
– La dejaste sobre tu escritorio, entre los boletines del Real Hospital de la Beneficencia -dijo Victoria-. Pensé que la querrías tener contigo. De todos modos, nunca pierdes realmente a nadie si lo llevas dentro de ti. Tu madre, tu Orna, tu Bobe, ¿no crees que, independientemente de lo que les haya pasado, tú eras un motivo de alegría para ellas? Te habías salvado. Y ellas lo sabían. Tenían ese consuelo.
Hundí mis dedos en la tierra, arrancando las raíces de los hierbajos muertos sobre los que estaba sentada. Siempre me dejaba sola. Mi madre iba y venía, iba y venía, y después se fue por mi propio bien. Ya sé que fui yo quien se marchó, que ellos me mandaron fuera del país, que me salvaron, pero para mí fue como si hubiese sido ella la que me había dejado, una vez más, para no volver.
Y después yo hice lo mismo. Si alguien me amaba, como Cari lo hizo una vez, yo lo abandonaba. Abandoné a mi hijo. Incluso ahora, he abandonado a Max, te he abandonado a ti, he abandonado Chicago. Todos los que están a mi alrededor tienen que experimentar la misma sensación de abandono que viví yo. No culpo a mi hijo de que no quiera ni verme, después de haberlo abandonado como lo abandoné. No culpo a Cari por su resentimiento, me lo he ganado, me lo he buscado. Y lo que dirá ahora, cuando le cuente la verdad, que ha tenido un hijo durante todos estos años… Me merezco todas las cosas horribles que quieran decirme.
– Nadie se merece tanto dolor -dijo Victoria- Y tú, menos que nadie. ¿Cómo voy a estar enfadada contigo? Lo único que siento es angustia por tu dolor. Igual que Max. No sé Cari, pero Max y yo no tenemos ningún derecho a juzgarte, pero sí tenemos derecho a ser tus amigos. A la pequeña Lotty, que se fue sola de viaje con sus nueve añitos, estoy segura de que su Bobe la perdonó. ¿No podrías ahora perdonarte a ti misma?
El cielo otoñal estaba ya oscuro cuando aquel policía joven y desgarbado nos alumbró con su linterna. No quería molestar, dijo en un inglés entrecortado, pero deberíamos marcharnos; hacía frío y aquella colina estaba muy mal iluminada.