Cuando salía del despacho le pedí a Ralph una fotocopia del cheque cancelado y del certificado de defunción. Rossy contestó en su lugar.
– Devereux, ésos son documentos de la compañía.
– Pero, si no me permiten enseñárselos a mi cliente, no tendrá forma de saber si le estoy mintiendo -dije-. ¿Recuerdan el caso que salió a la luz la primavera pasada en el que varias compañías aseguradoras admitieron que cobraban a sus clientes de raza negra hasta cuatro veces más que a los blancos? Les garantizo que a mi cliente se le va a pasar esa idea por la cabeza y, entonces, puede que, en lugar de ser yo quien venga a pedir de buenas maneras dichos documentos, sea una demanda federal con una citación judicial adjunta.
Rossy se quedó mirándome, súbitamente helado.
– Si a usted le parece que amenazar con una demanda federal es pedir algo de «buenas maneras» tendré que cuestionarme sus métodos de trabajo.
Sin los hoyitos en el rostro, Rossy podía resultar un hombre de negocios que imponía. Le sonreí, tomé su mano, la giré y me puse a mirarle la palma.
– Signore Rossy, no le he amenazado con una demanda federaclass="underline" Estaba leyéndole la buena fortuna, como una indovina, y previendo un futuro inevitable.
El hielo se derritió de inmediato.
– ¿Y qué otras cosas ve usted?
Le solté la mano.
– Mis poderes son limitados, pero me parece que tiene usted la línea de la vida muy larga. Y ahora, con su permiso, ¿puedo hacer una fotocopia del cheque cancelado y del certificado de defunción?
– Debe usted perdonar esa costumbre mía, tan suiza, de ser reacio a desprenderme de documentos oficiales. Por supuesto que puede hacer fotocopias de esos documentos, pero creo que la carpeta me la voy a quedar yo, por si su encanto personal le resulta más persuasivo a esta señorita que la debida lealtad.
Hizo un gesto dirigiéndose a Connie Ingram, quien se puso toda colorada.
– Perdone, señor, lo siento muchísimo, pero ¿podría firmarme un recibo? No puedo sacar una carpeta de nuestros archivos sin dejar un recibo con el número de expediente y la firma de la persona que se la ha quedado.
– Ah, muy bien, ¿así que usted también tiene respeto por los documentos? Magnífico. Escriba lo que tenga que escribir y se lo firmaré. ¿Será eso suficiente para cumplir con las normas?
Con un sofoco que le llegaba hasta las clavículas, Connie Ingram salió para que la secretaria de Ralph escribiera a máquina el recibo. Yo la seguí con los documentos que Rossy me había autorizado a fotocopiar, algo que también tuvo que hacer la secretaria de Ralph.
Ralph me acompañó un trecho por el pasillo.
– Mantente en contacto conmigo, ¿de acuerdo, Vic? Te quedaría muy agradecido si me contaras todo lo que averigües de este asunto.
– Serás el segundo en saberlo -le prometí-. ¿Y tú serás igual de comunicativo conmigo?
– Naturalmente -dijo con una sonrisa que me recordó al Ralph de los viejos tiempos-. Y, si no recuerdo mal, suelo ser mucho más comunicativo que tú.
Me reí, pero seguí sintiéndome desilusionada mientras esperaba el ascensor. Cuando las puertas se abrieron con un tenue tin, salió de él una mujer joven con un traje de chaqueta de tweed muy clásico, sujetando con firmeza un portafolios de color tabaco. Sus trencitas rastafaris cuidadosamente retiradas del rostro me hicieron parpadear al reconocerla.
– Señorita Blount, soy V. I. Warshawski. Nos conocimos en la fiesta de Ajax de hace un mes.
Asintió y me rozó la mano con la punta de los dedos.
– Tengo una cita.
– Sí, ya, con Bertrand Rossy -dije mientras decidía si ponerla sobre aviso ante las sospechas de Rossy de que podía estar pasando información de la compañía a Bull Durham, pero se fue por el pasillo como una exhalación, directa al despacho de Ralph, antes de que pudiera decidirme.
El ascensor del que se había bajado ya no estaba. Antes de que llegara otro, llegó Connie Ingram, que parecía haber terminado ya con su papeleo.
– El señor Rossy parece muy celoso de sus documentos -comenté.
– En esta empresa no nos podemos permitir perder ningún papel -contestó con tono remilgado-. Pueden ponernos una demanda si nuestros archivos no están en perfecto estado.
– ¿Les preocupa que la familia Sommers les ponga una demanda?
– El señor Devereux dijo que el agente o corredor es el responsable del pago de ese seguro. Así que no es un problema de esta compañía pero, por supuesto, él y el señor Rossy…
Se calló de golpe y se puso toda colorada, como si se hubiese acordado del comentario de Rossy sobre mis encantos persuasivos. Llegó el ascensor y se zambulló dentro de él. Era la una menos veinte, plena hora del almuerzo. El ascensor fue parando cada dos o tres plantas para que subiera gente antes de bajar directamente desde la planta cuarenta a la planta baja. Me preguntaba qué cotilleo se había guardado de decir Connie Ingram, pero no había forma de que pudiese sonsacárselo.
Capítulo 7
Visitas sin previo aviso
– Aquí hay algo que no me cuadra -murmuré mientras entraba en el metro para coger la línea norte. En el tren había mucha gente que hablaba sola, así que yo no desentonaba en absoluto-. Cuando alguien protege unos documentos con tanto celo, ¿será porque se adhiere obsesivamente a su cultura empresarial, como dijo Rossy? ¿O porque hay algo en ellos que no quiere que yo vea?
– Es porque está a sueldo de las Naciones Unidas -dijo el hombre que se encontraba junto a mí-. Están trayendo tanques en esos helicópteros de las Naciones Unidas que están aterrizando en Detroit. Lo he visto en la tele.
– Tiene razón -respondí a aquel rostro de bebedor de cerveza-. No hay duda de que es un complot de la ONU. Así que ¿cree usted que debería ir a la Agencia de Seguros Midway, hablar con el agente y comprobar si mis encantos son lo suficientemente persuasivos como para conseguir que me deje echarle un vistazo a su archivo de pólizas?
– A mí sus encantos me parecen muy persuasivos -dijo, lanzándome una mirada lasciva.
Consiguió levantarme la moral. Cuando bajé del tren en Western, monté en el coche y volví a dirigirme al sur de inmediato. Cuando llegué a Hyde Park, encontré un parquímetro al que todavía le quedaban cuarenta minutos en una de las calles laterales cercanas al edificio del banco donde Seguros Midway tenía sus oficinas. Aquel edificio era la más venerable reliquia del barrio, con su torre de diez plantas irguiéndose sobre la principal calle comercial de Hyde Park. Habían limpiado la fachada hacía poco pero, cuando me bajé del ascensor en el sexto piso, la débil iluminación y las paredes sucias denotaban la indiferencia de la propiedad hacia el bienestar de sus inquilinos.
La oficina de Seguros Midway se encontraba embutida entre la consulta de un dentista y la de un ginecólogo. Las letras negras sobre la puerta informaban que hacían seguros de vida, del hogar y de automóviles y parecían llevar allí mucho tiempo. Parte de la H de Hogar se había despegado y parecía que Midway aseguraba nogar.
La puerta estaba cerrada pero cuando toqué el timbre alguien apretó el botón de la cerradura electrónica y me abrió desde dentro. La oficina era aún más sórdida que el vestíbulo. La luz fluorescente parpadeaba y era tan tenue que no noté que una esquina del suelo de linóleo estaba levantada y tropecé con ella. Tuve que agarrarme a un archivador para no caerme.
– Lo siento, siempre se me olvida arreglarlo -no me había dado cuenta de que había un hombre hasta que habló. Estaba sentado detrás de un escritorio que ocupaba gran parte de la habitación, pero había tan poca luz que no le había visto al abrir la puerta.