– Espero que tenga asegurado este local, porque si no arregla usted ese suelo le va a caer una buena demanda -le espeté, mientras atravesaba la habitación.
Encendió una lámpara de mesa que iluminó una cara con tal cantidad de pecas que era como si estuviese cubierta por una alfombra naranja. Ante mis palabras la alfombra se volvió de un rojo intenso.
– Aquí no recibo la visita de muchos clientes -me explicó-. Estamos casi todo el tiempo en la calle.
Miré a mi alrededor pero no había ningún otro escritorio para otra persona. Quité una guía telefónica que estaba sobre la única silla libre y me senté.
– ¿Tiene usted socios o empleados?
– Heredé el negocio de mi padre. Murió hace tres años pero no logro hacerme a la idea. Creo que este negocio también terminará por morirse. Nunca se me ha dado bien ir de puerta en puerta, visitando a la gente sin previo aviso… y ahora las ventas por Internet están acabando con los corredores de seguros independientes.
Al mencionar Internet se acordó de que había dejado encendido su ordenador. Accionó una tecla para activar el protector de pantalla, pero antes de que empezasen a caer pececitos en cascada vi que había estado jugando a una especie de solitario.
El ordenador era el único objeto nuevo en la habitación. Su escritorio era de madera color miel y aspecto pesado, de esos que fueron bastante comunes hace cincuenta años, con un espacio en el centro para meter las piernas entre una hilera de cajones a cada lado. La madera que quedaba a la vista estaba salpicada de manchas negras, producto de décadas de mugre, café, tinta y quién sabe qué más, aunque la mayor parte de la superficie estaba cubierta de un deprimente montón de papeles. En comparación, mi oficina resultaba monástica.
El espacio restante estaba ocupado casi en su totalidad por cuatro grandes archivadores. Toda la decoración consistía en un arrugado póster del equipo nacional chino de ping pong. Junto a la ventana tenía un gran tiesto colgado de una cadena, pero la planta se había marchitado y sólo le quedaban unas pocas hojas secas.
El hombre se enderezó e intentó poner un cierto tono enérgico en su voz.
– ¿Qué puedo hacer por usted?
– Mi nombre es V. I. Warshawski -le entregué mi tarjeta-. Y el suyo es…
– Fepple. Howard Fepple -miró mi tarjeta-. Ah, la detective. Ya me dijeron que vendría a verme.
Miré mi reloj. Apenas había transcurrido una hora desde que me había marchado de Ajax. Alguien en la compañía se había dado mucha prisa.
– ¿Quién se lo dijo? ¿Bertrand Rossy?
– No sé cómo se llamaba. Era una de esas tías de Reclamaciones.
– Señoritas -le corregí con tono irritado.
– Da igual. En fin, me dijo que usted me preguntaría acerca de una antigua póliza nuestra. De la cual no puedo decirle nada, puesto que en la época en que se vendió yo todavía iba al instituto.
– ¿Así que la ha buscado? ¿Qué decía acerca de la persona que la cobró?
Se recostó en el respaldo de la silla, era la viva imagen de un hombre tranquilo.
– No veo qué tiene que ver usted en ese asunto.
Sonreí de oreja a oreja con aire malvado, olvidando por completo mis ideas sobre la seducción y la persuasión.
– La familia Sommers, a la cual represento, está interesada en este asunto, que tiene todos los visos de acabar en una demanda federal. Lo cual implicaría una demanda para abrir esos archivos y una demanda a su agencia por fraude. Tal vez fuese su padre el que le vendió la póliza a Aaron Sommers en 1971, pero ahora es usted el dueño de la agencia. En ese caso, no será Internet el que acabe con usted.
Hizo una mueca apretando los carnosos labios.
– Para su información, no fue mi padre el que vendió esa póliza sino Rick Hoffman, que trabajaba entonces para él.
– ¿Y dónde puedo encontrar al señor Hoffman?
Sonrió con aire de suficiencia.
– Dondequiera que estén los muertos. Aunque no creo que el viejo Rick acabase en el cielo. Era un miserable hijo de perra. Cómo hacía para que le fuera tan bien… -se encogió de hombros de un modo muy expresivo.
– ¿Quiere decir que, a diferencia de usted, a él no le importaba hacer visitas sin previo aviso?
– Era el hombre del viernes. Ya sabe, iba a los barrios pobres los viernes por la tarde a cobrarle a la gente después de que recibieran la paga semanal. La mayor parte de nuestro negocio se basa en ese tipo de seguros de vida de pequeño valor nominal, lo suficiente como para cubrir los gastos de un entierro decente y que quede algo para la familia. Es todo lo que una familia como los Sommers podría permitirse, diez mil, aunque ésa ya supone una cantidad importante para nosotros. Normalmente no pasan de los tres o cuatro mil dólares.
– Así que Hoffman era quien le cobraba a Aaron Sommers. ¿Había pagado toda la póliza?
Fepple dio unos golpecitos a una carpeta que estaba sobre el revoltijo de papeles.
– Ah, sí. Sí. Le llevó quince años, pero la pagó toda. Los beneficiarios eran su esposa, Gertrude, y su hijo, Marcus.
– Entonces, ¿quién la cobró? Y en caso de que alguien lo hiciese, ¿cómo es que la familia todavía tenía el documento de la póliza?
Fepple me echó una mirada de resentimiento y empezó a revisar el expediente, hoja por hoja. En determinado momento se detuvo y se quedó mirando fijamente un documento mientras movía la boca en silencio. Las comisuras de sus labios dibujaron una tenue sonrisa. Una sonrisa reservada. Pero después de un momento, continuó su búsqueda. Al final extrajo los mismos documentos que yo ya había visto en la compañía: una copia del certificado de defunción y una copia del cheque refrendado.
– ¿Qué más hay en la carpeta? -le pregunté.
– Nada más -respondió con rapidez-. No hay nada fuera de lo normal en ella. Rick hacía tropecientas de esas pequeñas ventas de fin de semana. No tienen nada de raro.
No le creí, pero no tenía modo de desenmascararlo.
– No parece una forma de ganarse la vida, ventas de tres y cuatro mil dólares.
– Rick se ganaba bien la vida. Sabía cómo estar atento a los detalles, eso sí que puedo decírselo.
– ¿Y qué es lo que no puede decirme?
– No le digo lo que a usted no le importa. Usted se ha presentado aquí por las buenas, sin previo aviso, husmeando en busca de algo sucio, pero no tiene ninguna razón para andar haciendo preguntas. Y no me venga con demandas federales. Si aquí ha habido algún chanchullo eso ya no es responsabilidad mía sino de la compañía de seguros.
– ¿Hoffman tenía familia?
– Tenía un hijo. No sé lo que ha sido de su vida. Era mucho mayor que yo y no se llevaba demasiado bien con Rick. Tuve que ir con mi padre a su funeral y nosotros éramos las únicas personas en toda la iglesia. Para entonces, el hijo hacía tiempo que se había marchado.
– ¿Y quién heredó la parte del negocio que correspondía a Rick?
Fepple negó con la cabeza.
– No era socio. Trabajaba para mi padre. Exclusivamente a comisión, pero… le iba bastante bien.
– Entonces, ¿por qué no coge la lista de sus clientes y continúa con el trabajo que él empezó?
La sonrisilla desagradable volvió a aparecer.
– Pues puede que eso sea exactamente lo que haga. Hasta que la compañía no me llamó, no me había dado cuenta de la pequeña mina de oro que significaba el modo de trabajar de Rick.
Me moría de ganas de hojear aquella carpeta pero, aparte de arrebatarla de encima del escritorio y correr escaleras abajo hasta acabar en los brazos del guardia de seguridad que había en el vestíbulo, no se me ocurría ninguna otra forma de poder mirarla. Al menos, no por el momento. Al salir volví a tropezar con el linóleo. Si Fepple no arreglaba aquello pronto, yo misma le pondría una demanda.