Ya que estaba en la zona sur, continué un par de millas más rumbo a la calle Sesenta y siete, donde estaba la funeraria Delaney. Se encontraba en un edificio blanco impresionante, sin duda el más grandioso de toda la manzana, y había cuatro coches fúnebres en el aparcamiento de la parte posterior. Dejé mi Mustang junto a ellos y entré a ver lo que podía averiguar.
Me atendió el viejo señor Delaney en persona y me dijo cuánto había sentido tener que ocasionar tal disgusto a una mujer tan dulce y decente como la hermana Sommers, pero que enterrar a la gente por caridad era algo que no podía permitirse: si lo hacía una sola vez luego vendrían todos los aprovechados del barrio contando todo tipo de historias sobre los problemas que tenían con sus seguros de vida. En cuanto a cómo se había enterado de que la póliza de Sommers ya había sido cobrada, me contó que ellos seguían un procedimiento muy sencillo con las compañías de seguros de vida. Habían llamado por teléfono, habían dado el número de póliza y les habían informado de que esa póliza ya había sido pagada. Le pregunté con qué persona habían hablado.
– Yo no doy nada gratis, señora -dijo el señor Delaney con tono severo-. Si quiere continuar con sus averiguaciones en la compañía, la animo a que lo haga, pero no espere que yo le dé porque sí una información en la que tuve que gastar un dinero que me ha costado mucho ganar. Sólo le diré que no es la primera vez que sucede que una familia, al perder a un ser querido, descubre que su bien amado había dispuesto de su dinero sin hacérselo saber. No es algo que ocurra con frecuencia, pero hay veces en que las familias se ven tristemente sorprendidas por el comportamiento de sus seres queridos. La naturaleza humana puede llegar a ser demasiado humana.
– Una lección que estoy segura que Gertrude y su sobrino aprendieron en el funeral de Aaron Sommers -dije, al tiempo que me levantaba para marcharme.
Inclinó la cabeza con aire apesadumbrado, como si no percibiese la ironía que escondían mis palabras. El no había llegado a ser uno de los hombres más ricos de la ribera sur disculpándose por la rigidez de sus métodos comerciales.
Capítulo 8
Los cuentos de Hoffman
Por el momento el marcador de la jornada iba así: Warshawski cero, visitantes tres. No había obtenido ningún dato satisfactorio de Ajax ni de la Agencia Midway ni del propietario de la funeraria. Ya que estaba en el sur de la ciudad podía aprovechar y completar mi ronda de entrevistas decepcionantes visitando a la viuda.
Vivía a pocas manzanas de la autopista Dan Ryan, en una destartalada casa de doce apartamentos, que tenía un edificio quemado a un lado y un solar con desechos de materiales de construcción y coches oxidados al otro. Cuando llegué, un par de tipos estaban inclinados sobre el motor de un viejo Chevy. La única persona que había en la calle aparte de mí era una mujer de aspecto feroz que farfullaba incoherencias mientras echaba unos tragos de una botella metida en una bolsa de papel marrón.
Parecía que el timbre del portero automático de los Sommers no funcionaba, pero la puerta del portal estaba entreabierta, descansando precariamente sobre sus bisagras, así que entré en el edificio. El hueco de la escalera olía a orines y a grasa rancia. A medida que avanzaba por el pasillo, algunos perros me ladraban desde detrás de las puertas, sofocando el débil llanto de un bebé. Cuando llegué a la puerta de Gertrude Sommers, estaba tan deprimida que tuve que hacer un esfuerzo para llamar en lugar de batirme en cobarde retirada.
Transcurrieron algunos minutos. Por fin escuché unos pasos lentos y una voz profunda preguntándome quién era. Le dije mi nombre y que era la detective que su sobrino había contratado. Descorrió los tres cerrojos que aseguraban la puerta y se quedó un momento en el umbral, observándome con aire sombrío antes de dejarme entrar.
Gertrude Sommers era una mujer alta. Incluso siendo una anciana me sacaba por lo menos cinco centímetros, y yo mido más de un metro setenta, y se mantenía erguida a pesar del dolor. Llevaba un vestido oscuro que hacía frufrú al caminar. Un pañuelo de encaje negro metido en el puño de la manga izquierda indicaba su luto. Mirarla me hacía sentirme desaliñada con mi falda y mi jersey de trabajo tan gastados.
La seguí hasta el salón y esperé de pie hasta que me señaló majestuosamente el sofá. La brillante tapicería de flores estaba protegida con un plástico grueso que emitió un sonoro crujido cuando me senté.
La mugre y la sordidez del edificio desaparecían al traspasar el umbral de su puerta. Las superficies que no estaban recubiertas de plásticos brillaban lustrosas, desde la mesa de comedor que estaba contra la pared -al otro extremo de la habitación- hasta el reloj que había sobre el televisor, con su sonido que imitaba a un carillón. Las paredes estaban cubiertas de fotografías, muchas de las cuales eran del mismo niño sonriente y también había una antigua foto de mi cliente con su mujer el día de su boda. Para mi sorpresa, el concejal Durham se encontraba en aquella pared, en una foto en la que estaba solo y en otra en la que aparecía abrazando a dos adolescentes vestidos con las características sudaderas azules de los grupos OJO. Uno de ellos se apoyaba en dos muletas de metal, pero ambos sonreían llenos de orgullo.
– Siento mucho la muerte de su marido, señora Sommers. Y siento mucho la terrible confusión que ha surgido alrededor del seguro de vida.
Apretó con fuerza los labios. No me iba a ser de gran ayuda.
Inicié la faena lo mejor que pude, desplegando delante de sus ojos las fotocopias del certificado de defunción fraudulento y del cheque que cancelaba el seguro de vida.
– Estoy desconcertada con esta situación. Quizá usted tenga alguna idea de cómo pudo haber ocurrido algo así.
Se negó a mirar los documentos.
– ¿Cuánto le han pagado para venir aquí a acusarme?
– Nadie me ha pagado y nadie podría pagarme para hacer tal cosa, señora Sommers.
– Eso es fácil decirlo. Para usted es fácil decirlo, jovencita.
– Eso es cierto -hice una pausa, para tratar de ponerme en su situación-. Mi madre murió cuando yo tenía quince años. Si algún desconocido hubiese cobrado su póliza de seguros y hubiesen acusado de ello a mi padre, bueno, puedo imaginarme lo que él hubiera hecho, y eso que era un tipo con buen carácter. Pero si usted no me deja que le pregunte nada sobre el asunto, ¿cómo voy a hacer para averiguar quién cobró esa póliza hace ya tantos años?
Apretó los labios, pensativa, y luego dijo:
– ¿Ha hablado usted ya con ese agente de seguros, ese tal señor Hoffman, que se presentaba todos los viernes por la tarde antes de que el señor Sommers pudiese gastarse la paga en alcohol o en alguna de esas otras cosas en las que, según aquel tipo, malgastan el dinero los negros pobres en lugar de dar de comer a su familia?
– El señor Hoffman ha muerto. La agencia está en manos del hijo del anterior dueño, que no parece saber mucho del negocio. ¿El señor Hoffman le faltaba al respeto a su marido?
Inspiró profundamente por la nariz.
– Para él no éramos personas. Éramos sin más una anotación en aquel cuaderno que siempre llevaba consigo. Iba de acá para allá en aquel Mercedes enorme que tenía, con lo cual nos quedaba muy claro adonde iban a parar los centavos que tanto esfuerzo nos costaba ahorrar. Y a mí que no me vengan a decir que era un hombre honrado.
– ¿Piensa que fue él quien los estafó?
– ¿Y quién otro podría ser? -dio un golpe sobre los papeles desplegados encima de la mesa sin siquiera mirarlos-. ¿Cree que soy ciega, sorda y muda? Yo sé lo que pasa en este país con la gente negra y los seguros. He leído cómo descubrieron a esa compañía del sur que cobraba a los negros más dinero de lo que valían sus pólizas.
– ¿También a usted le pasó eso?
– No. Pero nosotros pagamos. Pagamos, pagamos y pagamos. Y todo para que el dinero acabase esfumándose.