– Si usted no cobró el seguro en 1991 y piensa que tampoco lo hizo su marido, ¿quién pudo haberlo hecho? -le pregunté.
Negó con la cabeza mientras sus ojos se dirigían de manera involuntaria hacia la pared de las fotografías.
Contuve la respiración.
– No me resulta fácil preguntarle esto, pero ¿era su hijo uno de los beneficiarios de la póliza?
Me fulminó con la mirada.
– ¿Mi hijo? Mi hijo murió. Precisamente por él contratamos una póliza mayor, pensando en dejarle un poco de dinero aparte del que estaba destinado a sufragar nuestros entierros, el del señor Sommers y el mío. Nuestro hijo tenía distrofia muscular. Y en caso de que esté pensando, «Ah, bueno, entonces está claro que cobraron la póliza para poder pagar los gastos médicos», permítame informarle, señora, de que el señor Sommers trabajó dos turnos seguidos durante cuatro años para pagar esas cuentas. Yo tuve que dejar mí empleo para cuidar de mi hijo cuando se puso tan enfermo que ya no podía ni moverse. Después de su fallecimiento yo también tuve que trabajar dos turnos para saldar todas las cuentas. Trabajaba de ayudante en una residencia de ancianos. Si va a andar husmeando en mi vida personal, le facilito el dato para que mi sobrino no tenga que pagarle ni un centavo por ello: Hogar de Ancianos la Gran Travesía. Pero usted siga fisgoneando en mi vida. Tal vez yo tenga algún vicio alcohólico escondido, vaya y pregunte en la iglesia a la que pertenezco y en la que mi marido fue diácono durante cuarenta y cinco años. Tal vez el señor Sommers fuese un jugador que se gastó todos nuestros ahorros. Es así como piensa acabar con mi reputación, ¿no es verdad?
Me quedé mirándola fijamente.
– Así que no me va a dejar hacerle ninguna pregunta sobre la póliza. Y tampoco se le ocurre nadie que pueda haberla cobrado. ¿No tiene ningún otro sobrino o sobrina, aparte del señor Isaiah Sommers, que pudieran haberlo hecho?
Otra vez sus ojos miraron hacia la pared. Sin pensármelo dos veces, le pregunté quién era el otro chico que estaba en la foto con el concejal Durham y con su hijo.
– Es mi sobrino Colby. Y eso sí que no: no voy a darle a usted ni a la policía la oportunidad para que le cuelguen ningún mochuelo, ni tampoco al grupo OJO. El concejal Durham ha sido un buen amigo para mi familia y para este barrio. Y su organización brinda a los jóvenes una oportunidad para hacer algo con su tiempo y su energía.
No parecían el momento ni el lugar adecuados para preguntarle sobre los rumores que circulaban sobre que los miembros de la organización OJO conseguían contribuciones para las campañas del concejal usando la dialéctica de los puños. Volví a los papeles que teníamos delante y le pregunté sobre Rick Hoffman.
– ¿Qué tipo de persona era? ¿Piensa que sería capaz de robarles la póliza?
– ¡Ay, y yo qué sé! Lo único que sabíamos, como ya le he dicho, era que tenía un cuaderno con tapas de cuero en el que estaban apuntados nuestros nombres. Podía haber sido Adolf Hitler y nosotros no nos habríamos enterado siquiera.
– ¿Le vendió seguros de vida a mucha gente de este edificio? -pregunté, insistiendo en el tema.
– ¿Y por qué quiere saberlo?
– Me gustaría averiguar si otras personas que contrataron un seguro de vida con él han tenido el mismo problema que usted.
Cuando dije eso ella me miró a los ojos por primera vez, en lugar de mirarme como si fuese transparente.
– En este edificio no le vendió a nadie más. Pero sí en el lugar donde Aaron, el señor Sommers, trabajaba. Mi marido era empleado en los Desguaces South Branch. El señor Hoffman sabía que la gente quiere tener un entierro decente, así que visitaba ese tipo de lugares en los barrios del sur. Debía de visitar a unos diez o veinte clientes cada viernes por la tarde. A veces pasaba a cobrar por el mismo Lüller, a veces venía por aquí, dependiendo de su agenda. Y Aaron, el señor Sommers, le pagó sus cinco dólares semana tras semana durante quince años, hasta terminar de pagarlo todo.
– ¿Hay algún modo de averiguar los nombres de algunas de esas otras personas que contrataron un seguro de vida con Hoffman?
Volvió a estudiarme en detalle, intentando descubrir si yo trataba de engatusarla, pero al final decidió arriesgarse y confiar en mi sinceridad.
– Puedo darle cuatro nombres, los de las personas que trabajaban con mi marido. Todos le compraron a Hoffman, porque les facilitaba las cosas pasando a cobrar por el taller. ¿Servirá eso para que usted comprenda que le estoy diciendo la verdad sobre todo este asunto? -hizo un gesto con la mano hacia donde estaban mis papeles, pero siguió sin mirarlos.
Torcí el gesto.
– Tengo que tener en cuenta todas las posibilidades, señora Sommers.
Me dirigió una mirada glacial.
– Ya sé que las intenciones de mi sobrino al contratarla eran buenas, pero si él supiese lo irrespetuosa que está siendo…
– Yo no le estoy faltando al respeto, señora Sommers. Usted le dijo a su sobrino que hablaría conmigo. Ya sabe el tipo de preguntas que esto implica: hay un certificado de defunción con el nombre de su marido, en el que figura que ha sido usted quien lo ha presentado, fechado hace casi diez años y un cheque que la Agencia de Seguros Midway ha extendido a su nombre. Alguien lo ha cobrado. Y por algún lado tendré que empezar si he de averiguar quién fue. Me ayudaría a creer lo que me dice si descubriera que a otras personas les ha pasado lo mismo que a usted.
Su rostro se contrajo en una mueca de furia pero, tras permanecer sentada en silencio durante treinta segundos, marcados por el tic tac del reloj, sacó un cuaderno a rayas de debajo del teléfono. Se humedeció el dedo índice, pasó las páginas de una libreta de direcciones gastada por el tiempo y finalmente escribió una serie de nombres. Todavía en silencio, me entregó la lista.
La entrevista había acabado. Me dirigí hacia la salida por el oscuro corredor que llevaba escaleras abajo. El bebé seguía llorando. Fuera, los hombres continuaban inclinados encima del Chevy.
Cuando abrí la puerta del Mustang los hombres me gritaron jovialmente proponiéndome intercambiar los coches. Les sonreí y les saludé con la mano. Ay, la amabilidad de los desconocidos. Hasta que la gente hablaba conmigo, no se volvía hostil. Era una lección que tenía que aprender, aunque no ponía mucho empeño en ello.
Eran casi las tres y todavía no había comido nada desde el yogur que me había tomado a las ocho de la mañana. Tal vez la situación se tornase menos deprimente si ingería algo. Pasé junto a una cafetería de carretera antes de entrar en la autopista y compré una porción de pizza de queso. La masa parecía chicle, y la superficie brillaba con tanto aceite, pero disfruté cada bocado y me la comí toda. Cuando me bajé del coche delante de mi oficina, me di cuenta de que me habían caído unos churretes de aceite en mi jersey rosa de punto de seda. A aquellas alturas el marcador era: Warshawski cero; visitantes cinco. Al menos aquella tarde no tenía ninguna cita de trabajo.
Mary Louise Neely, mi ayudante durante media jornada, estaba sentada a su mesa. Me entregó un paquete con el vídeo de las entrevistas a Radbuka, que Beth Blacksin me había mandado con un mensajero. Lo metí en mi maletín y puse a Mary Louise al día sobre el caso Sommers, para que pudiera buscar información sobre las otras personas que habían contratado un seguro con Rick Hoffman. Después le expliqué el particular interés que tenía Don en Paul Radbuka.
– No pude encontrar a nadie llamado Radbuka en la base de datos -dije resumiendo-, así que una de dos…
– Vic, si se ha cambiado de nombre, ha tenido que solicitarlo a un juez. Tiene que haber una orden judicial -Mary Louise me miró como si yo fuese la tonta del pueblo.
Yo, a mi vez, me quedé mirándola boquiabierta como una merluza moribunda y luego me dirigí obediente a encender mi ordenador. Apenas me sirvió de consuelo ver que si Radbuka o Ulrich, o como demonios se llamase, se había cambiado legalmente de nombre, el nuevo no figuraba todavía en la base de datos: tenía que habérseme ocurrido a mí sólita.