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Mary Louise, que no quería andar pateándose la ciudad de arriba abajo, no podía creerse que Radbuka no apareciese por ningún lado en la base de datos. Estuvo buscándolo ella misma y después dijo que por la mañana se pasaría por los juzgados para comprobar los datos en los registros.

– Aunque la psicóloga podrá decirte dónde encontrarle. ¿Cómo se llama?

Cuando se lo dije, abrió los ojos como platos.

– ¿Rhea Wiell? ¿La famosa Rhea Wiell?

– ¿La conoces? -hice girar mi butaca hasta quedar frente a ella.

– Bueno, no en persona -el rostro de Mary Louise adquirió el mismo color naranja rojizo de su cabello-. Pero, ya sabes, debido a mi historia, he seguido su carrera. He asistido a algunos de los juicios en los que ella testificó.

Mary Louise se había fugado de su casa cuando era una adolescente porque sufría abusos sexuales. Tras una tumultuosa época de sexo y drogas, rehízo su vida y se convirtió en agente de policía. De hecho, los tres niños que tenía en acogida habían sido rescatados de hogares donde eran víctimas de abusos sexuales. Así que no era raro que prestase una atención especial a una psicóloga que trabajaba con ese tipo de niños.

– Rhea Wiell estaba en el Departamento Estatal de Servicios para la Infancia y la Familia. Era una de las psicólogas de plantilla, trabajaba con niños, pero también testificaba como experta en los procesos relacionados con abusos sexuales. ¿Recuerdas el caso MacLean?

A medida que Mary Louise iba contándomelo, empecé a recordar los detalles. El tipo era un profesor de derecho que había empezado su carrera como fiscal en el condado de Du Page. Cuando su nombre se barajó para un nombramiento de juez federal, apareció su hija, que entonces era una mujer adulta, y lo denunció por haberla violado cuando era una niña. Fue tan insistente que logró que la fiscalía presentara una querella criminal.

Varias asociaciones familiares de derechas acudieron al rescate de MacLean, afirmando que su hija no era más que la portavoz de una campaña difamatoria de los liberales, ya que su padre era un republicano conservador. Al final el jurado falló a favor del padre, pero su nombre se cayó de la lista de candidatos al puesto de juez.

– ¿Y la Wiell testificó? -pregunté a Mary Louise.

– Aún más incluso. Era la psicóloga de la hija. Gracias a su terapia, la mujer había recuperado la memoria y recordado los abusos, después de haber tenido aquellos recuerdos bloqueados durante veinte años. La defensa presentó a Arnold Praeger, de la Fundación Memoria Inducida, quien intentó todo tipo de argucias baratas para dejarla mal parada, pero no logró hacerla flaquear -Mary Louise estaba radiante de admiración.

– Así que el enfremamiento entre Praeger y Wiell viene de lejos.

– Eso no lo sé, pero no hay duda de que en los tribunales se han enfrentado durante bastantes años.

– Esta mañana, antes de irme, estuve buscando unos datos en el ProQuest. Si sus enfrentamientos han aparecido en la prensa, seguro que daré con ellos.

Entré en la página de búsqueda del ProQuest. Mary Louise se acercó a leer por encima de mi hombro. El caso que había mencionado había hecho correr ríos de tinta en su época. Eché un vistazo a un par de artículos del Herald Star en los que se alababa el inalterable testimonio de Wiell.

Mary Louise montó en cólera con un artículo de opinión que Arnold Praeger había publicado en The Wall Street Journal, en el que criticaba tanto a Wiell como a las leyes por admitir el testimonio de niños cuyos recuerdos habían sido claramente manipulados. Praeger concluía diciendo que Wiell ni siquiera era una psicóloga seria. ¿Por qué, si no, la había despedido de su plantilla el estado de Illinois?

– ¿Despedida? -le pregunté a Mary Louise, mientras marcaba el artículo para imprimirlo junto a muchos otros-. ¿Sabes algo al respecto?

– No. Supongo que ella decidió que era mejor dedicarse a la práctica privada. Tarde o temprano casi todo el mundo acaba quemado de trabajar para el Departamento Estatal de Servicios para la Infancia y la Familia -los ojos claros de Mary Louise denotaban preocupación-. A mí me parecía una psicóloga seria y realmente buena. No puedo creer que el Estado la despidiese, al menos no con razón. Tal vez por resentimiento. Era la mejor que tenían, pero siempre existen muchos celos en ese tipo de oficinas. Cuando la iba a escuchar a los juicios me gustaba imaginarme que era mi madre. De hecho, llegué a sentir unos celos increíbles de una mujer que era paciente suya.

Se rió, avergonzada, y dijo:

– Tengo que irme, es hora de recoger a los chicos. Mañana temprano haré esas averiguaciones sobre el caso Sommers. ¿Puedes rellenar tu hoja de control de horas?

– Sí, señora -le respondí rápidamente, con un saludo militar.

– No es broma, Vic -dijo con tono serio-. Es la única forma…

– Ya lo sé, ya lo sé -a Mary Louise no le gusta que le tomen el pelo, cosa que puede llegar a ser bastante aburrido, pero quizás también por eso es tan buena profesional.

Después de que Mary Louise se marchara, prometiendo pasar por los juzgados a investigar si Radbuka había cambiado de nombre, llamé a una abogada que trabajaba en el Departamento Estatal de Servicios para la Infancia y la Familia. La había conocido en un seminario llamado «Las mujeres y la ley en el sector público» y nos hablábamos de vez en cuando.

Me puso en contacto con una supervisora del Departamento, dispuesta a hablar del asunto siempre que fuera algo totalmente extraoficial. Me dijo que prefería volver a llamarme ella desde un teléfono privado, por si el de su despacho estuviese pinchado. Tuve que esperar hasta las cinco, que fue cuando, camino de su casa, paró en una cabina telefónica que había en la planta sótano del Illinois Center. Antes de decirme nada, mi informante me hizo jurarle que yo no tenía ninguna relación con la Fundación Memoria Inducida.

– No todos los que estamos en el Departamento creemos en la terapia por hipnosis, pero no queremos que ninguno de nuestros pacientes se vea afectado por una demanda interpuesta por Memoria Inducida.

Cuando por fin la convencí, después de enumerar una larga lista de posibles referencias hasta llegar al nombre de una persona que ella conocía y en la que confiaba, me habló con asombrosa franqueza.

– Rhea ha sido la psicóloga con mayor empatía que hemos tenido jamás. Logró unos resultados increíbles con niños que ni siquiera llegaban a decir sus nombres a otros terapeutas. Aún hoy sigo echándola de menos cuando nos enfrentamos a determinados casos traumáticos. El problema fue que empezó a creerse la sacerdotisa del Departamento Estatal para Servicios Familiares e Infantiles. No se podían cuestionar sus resultados ni sus opiniones. No recuerdo cuándo empezó exactamente con su consulta privada, tal vez hace seis años, y al principio sólo la tenía a media jornada. Pero hace tres años decidimos rescindir su contrato. A la prensa se le comunicó que se había ido por decisión propia, que quería dedicarse a su consulta, pero la realidad era que teníamos la sensación de que no aceptaba ninguna sugerencia. Siempre tenía razón. Nosotros, el fiscal general del Estado o cualquiera que estuviera en desacuerdo con ella estaba equivocado. Y no se puede tener a una persona en plantilla, alguien en quien tienes que confiar por el trabajo que hace con los niños y ante un tribunal, que pretende ser siempre Juana de Arco.

– ¿Y usted cree que era capaz de distorsionar una situación sólo por su propia gloria? -le pregunté.

– Oh, no. Nada de eso. No era la gloria lo que le interesaba, ella estaba convencida de que tenía una misión que cumplir. Se lo digo yo, algunas de las más jóvenes empezaron a llamarla Madre Teresa, y no siempre con admiración. De hecho, eso fue parte del problema, porque la oficina se dividió en dos: los seguidores incondicionales de Rhea y los escépticos. Y además no dejaba que nadie le preguntase cómo había llegado a tal o cual conclusión. Como en el caso de aquel tipo al que acusó de abusos sexuales y que era un ex fiscal que había sido propuesto para el cargo de juez federal. Rhea no nos permitió ver sus notas antes de testificar. Si el caso hubiese salido mal, podríamos habernos enfrentado a una demanda por daños y perjuicios.