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Sangrando por el labio, atravesé Londres a todo correr hasta que llegué al albergue juvenil en el que vivían mis amigos; ya sabes, Max, Cari y los demás. Un año antes, al cumplir los dieciséis, tuvieron que dejar los hogares que los habían acogido de niños. Les rogué que me encontraran una cama para pasar la noche. A la mañana siguiente, cuando sabía que Minna estaría con su gran amor, la fábrica de guantes, entré a hurtadillas en su casa para buscar mis libros y mi ropa, que no consistía más que en un par de mudas y otro vestido. Víctor estaba dormitando en el cuarto de estar, demasiado amodorrado como para intentar detenerme. Miss Skeffing me encontró una familia en el norte de Londres que me proporcionó habitación a cambio de que me ocupara de la cocina. Y, entonces, me puse a estudiar como si con mi esfuerzo pudiese redimir la vida de mi madre. Nada más acabar de fregar los platos de la cena, me ponía a resolver problemas de matemáticas y de química. A veces no había dormido más de cuatro horas cuando ya tenía que levantarme a preparar el desayuno para la familia. Y, en realidad, desde entonces nunca he parado de trabajar.

Así acababa la historia: yo sentada en la ladera de una colina un día nublado de octubre, contemplando un paisaje desolado y escuchando a Lotty hasta que ya no pudo seguir hablando más. Pero me resulta más difícil desentrañar de qué manera empezó todo.

Mirando hacia atrás, ahora que estoy tranquila, ahora que puedo pensar, me sigue siendo difícil decir: «Ah, sí, surgió por esto o por aquello». Era una época en la que yo tenía millones de cosas en la cabeza. Morrell se estaba preparando para marcharse a Afganistán. Yo estaba preocupadísima por eso, pero, por supuesto, intentaba dirigir mi empresa y hacer malabarismos con el trabajo desinteresado que realizo y pagar todas mis cuentas. Supongo que mi implicación en el asunto comenzó con Isaiah Sommers o, tal vez, con la conferencia que hubo en la Fundación Birnbaum. Ambos sobrevinieron el mismo día.

Capítulo 1

El club de las niñeras

– Ni siquiera llegó a comenzar el funeral. La iglesia se encontraba llena, las señoras estaban llorando. Mi tío había sido diácono, un hombre recto que llevaba cuarenta y siete años como feligrés de aquella iglesia cuando murió. Como se puede imaginar, mi tía se hallaba en un estado de desmoronamiento total. ¡Y que tuvieran la poca vergüenza de decir que ya había cobrado el seguro! ¿Cuándo? Eso es lo que quiero saber, señora Warashki, cuándo pudo cobrarse si mi tío se había pasado quince años pagando cinco dólares a la semana y mi tía jamás le oyó una palabra de que fuese a pedir un crédito con el seguro como garantía o fuera a hacerlo efectivo.

Isaiah Sommers era un hombre bajo y fornido que hablaba con una lentitud cadenciosa como si también él fuese diácono. Yo tenía que hacer un esfuerzo para no dormirme en las largas pausas que hacía durante su discurso. Estábamos en el cuarto de estar de la casita que él tenía en la zona sur de la ciudad, en el South Side, y era poco después de las seis de la tarde de un día que ya se me estaba haciendo demasiado largo.

Había llegado a mi oficina a las ocho y media de la mañana y estaba comenzando con las investigaciones rutinarias que constituyen la mayor parte de mi trabajo, cuando Lotty Herschel me llamó para lanzarme un SOS.

– Ya sabes que el hijo de Max ha venido de Londres con Calia y Agnes, ¿verdad? Pues a Agnes le ha surgido de pronto la oportunidad de mostrar sus diapositivas en una galería de la calle Hurón, pero necesita que alguien se ocupe de Calia.

– No soy una niñera, Lotty -le contesté de modo impaciente; Calia era la nieta de Max Loewenthal y tenía cinco años.

Lotty pasó olímpicamente de mi protesta.

– Max me ha llamado porque no pueden encontrar a nadie; su criada tiene el día libre. Él va a ir a esa conferencia que hay en el hotel Pléyades, aunque ya le he dicho muchísimas veces que lo único que va a conseguir es sufrir, pero bueno, eso no viene a cuento. El caso es que participa en una mesa redonda a las diez, si no se quedaría en casa con la niña. Yo lo he intentado con la señora Coltrain, la de mi clínica, pero hoy todo el mundo está ocupado. Michael tiene ensayo toda la tarde con la sinfónica y para Agnes esta podría ser una buena oportunidad. Vic, ya comprendo que es una imposición, pero sólo serán unas horas.

– ¿Y por qué no Cari Tisov? -le pregunté-. ¿No está también en casa de Max?

– ¿Cari de niñera? Una vez que se pone a tocar el clarinete, el techo puede saltar por los aires sin que se dé cuenta. Yo ya lo comprobé en una ocasión durante los ataques de las V1. ¿Puedes decirme sí o no? Estoy haciendo las visitas a los recién operados y tengo todas las horas de la consulta ocupadas -Lotty es jefa del servicio de perinatología del hospital Beth Israel.

Lo intenté con algunas personas de mi entorno, entre ellas mi ayudante, que tiene tres niños en acogida, pero nadie podía echarme una mano. Así que, al final, acepté, aunque no me hacía ninguna gracia.

– A las seis tengo una cita con un cliente bastante lejos, al sur de la ciudad, así que será mejor que alguien aparezca para hacerse cargo de ella antes de las cinco -advertí.

Cuando me acerqué en el coche hasta la casa que Max tiene en Evanston para recoger a Calia, encontré a Agnes Loewenthal super nerviosa, aunque muy agradecida.

– No puedo encontrar mis diapositivas. Calia estuvo jugando con ellas y las metió dentro del violonchelo de Michael, lo cual le puso furioso y ahora el muy bestia no sabe dónde las ha tirado.

Michael apareció en camiseta con el arco del chelo en la mano.

– Cariño, lo siento. Tienen que estar en el salón, donde estaba ensayando. Vic, no sabes cuánto te lo agradezco, ¿podemos invitaros a Morrell y a ti a cenar el domingo después del concierto?

– No podemos, Michael -dijo bruscamente Agnes-. Tenemos la cena que Max ha organizado para Cari y para ti.

Michael tocaba el chelo con el Conjunto de Cámara Cellini, un grupo londinense que habían formado Max y el amigo de Lotty, Cari Tisov, en los años cuarenta. Estaban en Chicago para iniciar la gira internacional que hacen cada dos años y Michael tenía programados, además, algunos conciertos con la Sinfónica de Chicago.

Agnes abrazó a Calia a todo correr.

– Un millón de gracias, Victoria, pero, por favor, nada de televisión. Sólo puede verla una hora por semana y no creo que los programas americanos sean adecuados para ella -se dio la vuelta y se dirigió como una flecha hacia el salón, donde la oímos sacudir furiosamente los almohadones del sofá. Calia hizo una mueca y me cogió de la mano.

Fue Max quien le puso la chaqueta a Calia y quien comprobó que su perro de peluche, su muñeca y su cuento «más favorito» estaban en su mochila.

– ¡Qué caos! -dijo gruñendo-. Parece como si estuvieran intentando lanzar un cohete espacial, ¿no? Lotty me ha dicho que tienes una cita esta tarde al sur de la ciudad. Podríamos encontrarnos a las cuatro y media en el vestíbulo del Pléyades. Para esa hora yo ya debería haber terminado y podría recoger a este derviche giróvago. Si surge algún problema, mi secretaria podrá localizarme. Victoria, de verdad, te estamos muy agradecidos -nos acompañó a la salida, besó suavemente a Calia en la cabeza y a mí en la mano.