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– Espero que la mesa redonda no te resulte demasiado dolorosa -le dije.

Sonrió.

– ¿Es eso lo que teme Lotty? Tiene alergia al pasado. A mí no me gusta andar revolviendo en él, pero creo que es bueno para que la gente comprenda.

Senté a Calia en el asiento de atrás de mi Mustang y le puse el cinturón de seguridad. La Fundación Birnbaum, que suele patrocinar temas de comunicación, había decidido organizar un ciclo de conferencias llamado «Cristianos y judíos: un nuevo milenio, un nuevo diálogo». La idea había surgido a raíz de que los baptistas del sur anunciaran el verano pasado que tenían la intención de enviar cien mil misioneros a Chicago para convertir a los judíos. El plan de los baptistas se quedó en nada: sólo se presentaron alrededor de mil evangelizadores cerriles. Aquello les salió por un pico, pues tuvieron que pagar las cancelaciones de las reservas de hotel pero, para entonces, la organización de la conferencia de la Fundación Birnbaum ya estaba en marcha.

Max iba a participar en la mesa redonda sobre las cuentas bancadas, lo cual ponía furiosa a Lotty. Max contaría sus experiencias durante la posguerra intentando localizar a sus familiares y el destino de sus bienes. Lotty decía que exponer sus miserias ante todo el mundo sólo servía para que se reafirmase el estereotipo de los judíos como víctimas. Y que, además, hacer hincapié en los bienes perdidos era echar leña al fuego para fomentar el otro estereotipo, el de que lo único que les importaba a los judíos era el dinero. A eso Max replicaba invariablemente: «Pero ¿quién se preocupa en realidad por el dinero? ¿Los judíos o los suizos que se niegan a devolvérselo a las personas que lo ganaron y lo depositaron en sus bancos?». Y, a partir de eso, se montaba la pelea. Estar cerca de ellos aquel verano había sido agotador.

Calia parloteaba encantada en el asiento de atrás. Un detective privado haciendo de niñera no es la imagen más habitual que a uno le proporcionan las novelas policiacas… No creo que Race Williams o Philip Marlowe hicieran jamás de niñeras, pero al final de aquella mañana decidí que se debía simplemente a que eran demasiado flojos como para encargarse de una cría de cinco años.

Empecé por ir al zoo, con la idea de que, después de recorrerlo durante una hora, a Calia le entrarían ganas de descansar y así yo podría trabajar un poco en mi oficina, pero mi suposición resultó ser tan sólo un deseo optimista, producto de mi ignorancia. Estuvo coloreando dibujos durante unos diez minutos, luego quiso ir al cuarto de baño, después quiso llamar al abuelo, decidió que teníamos que jugar a la rayuela en el pasillo que recorre la nave en la que tengo mi oficina, tuvo un hambre «atroz» a pesar de los sandwiches que nos habíamos tomado en el zoo y, para remate, atascó una de mis ganzúas detrás de la fotocopiadora.

En ese momento tiré la toalla y me la llevé a mi apartamento, donde el vecino de abajo y mis perros me procuraron un respiro misericordioso. El señor Contreras, un maquinista jubilado, se mostró encantado de llevar a Calia a caballito sobre sus hombros por el jardín, flanqueado por los perros. Los dejé allí mientras subía a mi apartamento, que está en el tercer piso, para hacer unas cuantas llamadas. Me senté junto a la mesa de la cocina y dejé abierta la puerta de atrás para poder oír si al señor Contreras se le acababa la paciencia. Conseguí trabajar durante una hora. Luego, Calia consintió en sentarse en mi cuarto de estar con Peppy y Mitch, mientras yo le leía su cuento «más favorito»: El perro fiel y la princesa.

– Yo también tengo un perro, tía Vicory -anunció Calia, sacando un perro de peluche azul de su mochila-. Se llama Ninshubur, como el del libro. Mira lo que dice: «Ninshubur quiere decir perro fiel en la lengua del país de la princesa».

«Vicory» era lo más aproximado a mi nombre que Calia había conseguido pronunciar cuando la conocí, hacía casi tres años. Desde entonces me quedé con ese nombre.

Calia no sabía leer todavía, pero se sabía el cuento de memoria. «Antes preferiría morir que perder la libertad», dijo cuando llegó el momento en que la princesa se arroja a unas cataratas para huir de una hechicera malvada. «Entonces, Ninshubur, el perro fiel, fue saltando de roca en roca, haciendo caso omiso del peligro.» El perro se metía en el río y arrastraba a la princesa hasta ponerla a salvo.

Calia hundió su perro de peluche azul en el libro y desde allí lo lanzó al suelo para demostrar cómo se arrojaba Ninshubur a las cataratas. Peppy, una golden retriever bien educada, permaneció sentada, aunque alerta, esperando la orden de recogerlo, pero su hijo Mitch se lanzó inmediatamente tras el peluche. Calia se puso a chillar corriendo detrás de él. Entonces los dos perros empezaron a ladrar. Para cuando logré rescatar a Ninshubur, todos estábamos al borde de las lágrimas.

– Odio a Mitch. Es un perro malo. Estoy muy enfadada por su comportamiento -anunció Calia.

Me alegró comprobar que eran las tres y media. A pesar de la prohibición de Agnes, planté a Calia delante del televisor mientras iba a darme una ducha y a cambiarme de ropa. Incluso en la era de la ropa informal, los clientes nuevos responden mejor ante la profesionalidad, así que me puse un traje de rayón azul verdoso y un suéter de punto de seda rosa.

Cuando volví a la sala de estar, Calia estaba tumbada con la cabeza sobre el lomo de Mitch, que tenía al Ninshubur azul entre las patas. Cuando llegó el momento de devolver a Mitch y a Peppy al señor Contreras, la niña se resistió amargamente.

– Mitch me va a echar de menos. Va a llorar -gimoteó, tan cansada que ya no le encontraba sentido a nada.

– Te propongo algo, cielo: vamos a hacer que Mitch le regale a Ninshubur una de sus placas de identificación y así Ninshubur se acordará de él cuando no pueda verle.

Me metí en el trastero y busqué un collar pequeño de cuando Mitch era un cachorro. Calia dejó de llorar lo suficiente como para ayudarme a ponérselo a Ninshubur. Le colgué una serie de viejas plaquitas de identificación de Peppy, que resultaban absurdamente grandes en comparación con el cuellito azul del peluche, pero que encantaron a Calia.

Metí su mochilita y a Ninshubur en mi maletín y levanté a Calia para llevarla en brazos al coche.

– No soy un bebé. No tienes que llevarme en brazos -me dijo lloriqueando y agarrándose a mí, pero, al llegar al coche, se quedó dormida casi de inmediato.

Mi plan era dejarle el coche a un empleado del hotel Pléyades durante un cuarto de hora mientras entraba con Calia a buscar a Max, pero, al salir de Lake Shore Drive por Wacker, vi que me iba a resultar imposible. Un gentío enorme bloqueaba la entrada de vehículos del Pléyades. Saqué la cabeza por la ventanilla para intentar ver qué era lo que pasaba. Parecía una manifestación, con sus piquetes y sus megáfonos. Al caos se añadían los equipos de televisión. Los policías pitaban furibundos para que los coches siguieran circulando, pero el atasco era tan grande que me pasé varios minutos sin avanzar nada en absoluto, con una sensación de frustración creciente, sin saber dónde encontrar a Max ni qué hacer con Calia, que estaba profundamente dormida en el asiento de atrás.

Saqué el móvil de mi maletín, pero me había quedado sin batería y no encontraba el cargador del coche. Claro, me lo había dejado en el coche de Morrell el día que fuimos al campo la semana anterior. Di un puñetazo en el volante, con sensación de impotencia.