Mientras echaba humo de rabia, me puse a mirar a los que integraban los piquetes, que pertenecían a dos causas enfrentadas. Uno de los grupos, compuesto sólo de blancos, llevaba carteles reclamando la aprobación de la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto en el estado de Illinois. «Nada de convenios con los ladrones», coreaban, y «Aseguradores, banqueros, ¿dónde están nuestros dineros?».
El tipo del megáfono era Joseph Posner. Últimamente había salido tantas veces en los informativos que le habría identificado incluso entre una muchedumbre mayor que aquélla. Iba vestido con el abrigo largo y el sombrero negro característicos de los ultraortodoxos. Era hijo de un judío que había sobrevivido al Holocausto y se había convertido en un hombre de una religiosidad tan exagerada que a Lotty le producía dentera. Se le podía ver en manifestaciones contra cualquier cosa: desde películas porno, apoyado por algunos grupos fundamentalistas cristianos, hasta tiendas de propietarios judíos que abrían los sábados, como Neiman Marcus. Sus seguidores, que parecían una mezcla entre un yeshiva y un miembro de la Liga para la Defensa de los Judíos, le acompañaban a todas partes. Se autodenominaban los macabeos y daba la impresión de que creían que sus protestas debían seguir el modelo de las hazañas militares de los verdaderos macabeos. Igual que los miembros de otras asociaciones de fanáticos, cuyo número no cesa de aumentar en Estados Unidos, estaban orgullosos del récord de detenciones de las que eran objeto.
La última causa que Posner había abrazado era la de apoyar la aprobación en Illinois de la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto, que se conocía con el acrónimo de IHARA y estaba inspirada en la legislación de Florida y California. Esa ley impediría operar en Illinois a las compañías de seguros que hubieran desatendido alguna reclamación de indemnización por muerte o pérdida de bienes de alguna víctima del Holocausto. También incluía algunas cláusulas relativas a los bancos y a las empresas que se habían beneficiado durante la Segunda Guerra Mundial de mano de obra forzada. Posner había logrado darle al asunto la suficiente publicidad como para que se estuviese debatiendo en un comité.
El otro grupo que estaba ante el Pléyades, formado principalmente por negros, llevaba pancartas con un gran trazo rojo tachando el lema Aprobación de la IHARA y proclamaba NINGÚN CONVENIO CON NEGREROS. JUSTICIA ECONÓMICA PARA TODOS. El dirigente de aquel grupo también era fácilmente reconocible: era el concejal Louis «Bull» Durham, quien había pasado mucho tiempo buscando una causa que le convirtiera en un candidato de peso a la alcaldía. Aunque a mí el hecho de oponerse a la IHARA no me parecía un caso que tuviera suficiente relevancia para toda la ciudad.
Igual que Posner tenía a sus macabeos, también Durham tenía sus militantes. Había creado unos grupos a los que llamaba Organización Juvenil Ocupacional -primero en su distrito y, luego, por toda la ciudad- para sacar a los jóvenes de la calle y meterlos en programas de formación profesional, pero algunos grupos de los OJO, como se los denominaba, tenían un lado oscuro. En la calle se rumoreaba que extorsionaban a los propietarios de las tiendas y que propinaban palizas a los que no contribuían a financiar las campañas políticas del concejal. El propio Durham, cuando aparecía en público, iba siempre rodeado de un grupo de guardaespaldas de los OJO, vestidos con chaquetas azul marino. Si los macabeos y los OJO iban a enfrentarse unos contra otros, me alegraba ser una simple detective privada que intentaba abrirse paso entre el tráfico en vez de uno de los policías que estaban tratando de mantenerlos alejados.
Por fin el atasco me llevó lentamente más allá de la puerta del hotel. Giré para meterme en Randolph Street, a la altura del cruce con Grant Park. No había ni un solo sitio libre en la zona de parquímetros, pero me imaginé que los polis estarían demasiado ocupados en el Pléyades como para perder el tiempo poniendo multas.
Metí el portafolios en el maletero, eché la llave y cogí en brazos a Calia, que seguía dormida en el asiento de atrás. Abrió los ojos un momento, pero a continuación cayó pesadamente sobre mi hombro. La pobre estaba demasiado agotada como para ir andando hasta el hotel. Apreté los dientes. Colocándome la carga de sus veinte kños de peso muerto lo mejor que pude, fui tambaleándome por las escaleras que bajan a Columbus Drive, la calle donde está la entrada de servicio del hotel. Ya eran casi las cinco. Esperaba poder encontrar a Max sin demasiado esfuerzo.
Tal como había supuesto, no había nadie bloqueando la entrada inferior. Pasé por delante de los porteros con Calia en brazos y subí en el ascensor hasta la planta del vestíbulo. Estaba tan atestado de gente como la entrada principal, pero se trataba de una multitud menos ruidosa. Clientes del hotel y participantes en la conferencia de la Fundación Birnbaum se hallaban apretujados alrededor de las puertas preguntándose qué era lo que estaba pasando y qué hacer.
Empezaba a perder la esperanza de poder encontrar a Max entre aquel gentío, cuando divisé un rostro conocido. Era Al Judson, el jefe de seguridad del Pléyades. Estaba junto a las puertas giratorias hablando por un intercomunicador. Me abrí paso hacia él a codazos.
– ¿Qué hay, Al?
Judson era un negro bajito, que pasaba inadvertido en medio de la gente, un antiguo policía que había aprendido a vigilar cualquier movimiento sospechoso en medio de un grupo de gente imprevisible cuando patrullaba con mi padre hace cuarenta años por Grant Park. Al verme me dirigió una sonrisa de verdadera alegría.
– ¡Vic! ¿Con los de qué lado de la puerta estás?
Me reí con cierta vergüenza: una vez tuve una discusión con mi padre porque participé en una manifestación que hubo en Grant Park contra la guerra, cuando él estaba asignado a la patrulla antidisturbios. Entonces yo era una adolescente cuya madre se estaba muriendo y tenía tal lío emocional que no sabía lo que quería. Así que decidí pasar una noche salvaje con los yippies [1].
– Tengo que encontrar al abuelo de esta personilla. ¿Te parece que yo debería estar ahí fuera protestando?
– En ese caso, tendrías que elegir entre Durham y Posner.
– Sé de qué va la cruzada que ha emprendido Posner para conseguir el pago de los seguros de vida, pero ¿qué es lo que quiere Durham?
Judson alzó un hombro.
– Quiere que el Estado ¿legalice las actividades de las compañías de seguros que obtuvieron beneficios a costa de la esclavitud en los Estados Unidos, a menos que les paguen una indemnización a los descendientes de esos esclavos. Así que pretende que no se apruebe la IHARA hasta que se incluya esa cláusula.
Di un silbidito de respeto: el Ayuntamiento de Chicago había aprobado una resolución para indemnizar a los descendientes de los esclavos. Las resoluciones son gestos muy bonitos, simples guiños al electorado que no conllevan coste alguno. Así que, si el alcalde se enfrentaba públicamente a Durham para que la resolución no acabara convirtiéndose en ley, se colocaría en una situación un tanto embarazosa.
Se trataba de un problema político muy interesante, aunque en aquellos momentos no era un asunto tan urgente para mí como el de Calia, que me tenía los brazos machacados. Vi que uno de los subordinados de Judson estaba tratando de captar su atención, así que me apresuré a explicarle que necesitaba encontrar a Max. Judson dijo algo por el micrófono que llevaba en la solapa. Unos minutos más tarde apareció una joven del equipo de seguridad del hotel acompañando a Max, quien tomó a Calía en brazos. Ella se despertó y se puso a llorar. Antes de que le dejase con la nada envidiable tarea de calmar su llanto y llevarla al coche, Max y yo tuvimos tiempo para intercambiar unas breves palabras sobre la mesa redonda, el jaleo que había fuera y cómo había pasado el día Calia.