Yo había crecido a unas pocas manzanas al sur de aquel lugar, entre unas gentes que habrían usado epítetos peores que los de Margaret Sommers si hubiese sido ella la que se hubiera convertido en su vecina. Si lo que hacía era repetir, como si estuviese sobre un escenario, los comentarios racistas que seguramente había estado escuchando durante toda su vida, dudo que mis antiguos vecinos tampoco hubiesen cambiado mucho de forma de pensar.
Me quedé un rato en la acera intentando estirar los músculos del cuello antes de empezar el largo trayecto de regreso al otro extremo de la ciudad. Noté que las cortinas de la ventana de los Sommers que daba a la calle se movían. Entré en mi coche. En septiembre empezaba a anochecer más temprano; cuando giré para meterme en la Ruta 41, apenas había un destello de luz sobre el horizonte.
¿Por qué seguían juntas las personas si eran desdichadas? Mis propios padres no habían sido un ejemplo de novela rosa, pero, al menos, mi madre siempre luchó por mantener la armonía en nuestro hogar. Se había casado con mi padre por gratitud y por miedo, siendo como era una inmigrante sola que tenía que ir por las calles de la ciudad sin saber hablar inglés. El era un poli que estaba haciendo su ronda cuando la rescató de un bar de Milwaukee Avenue donde ella pensaba que podría utilizar sus estudios de ópera para conseguir trabajo como cantante. El se enamoró de ella y, por lo que yo sé, nunca dejó de estar enamorado. Ella le tenía afecto, pero me parece que su verdadera pasión la reservaba para mí. Aunque, yo no tenía ni dieciséis años cuando ella murió y ¿qué sabe uno de sus padres a esa edad?
Pero, volviendo a mi cliente, ¿qué sabíamos sobre su tío? Isaiah Sommers estaba seguro de que, si su tío hubiese cobrado el seguro de vida, se lo habría contado a su tía, pero muchas veces la gente necesita dinero debido a un asunto tan embarazoso que no puede confiárselo a sus familias.
Sin darme cuenta, sumida en aquellas melancólicas reflexiones, había llegado más allá de los límites de mi infancia, hasta donde la Ruta 41 se convierte en una reluciente autovía de ocho carriles que bordea el lago. Los últimos colores se habían desvanecido en el cielo, convirtiendo el agua en una mancha de tinta negra.
Al menos tenía un amante a quien recurrir, aunque sólo durante unos pocos días más. Morrell, con el que llevaba saliendo un año, se iba el martes siguiente a Afganistán. Era un periodista que a menudo se encargaba de cubrir asuntos sobre derechos humanos y llevaba tiempo deseando ver de cerca a los talibanes, desde que lograron consolidarse en el poder hacía ya unos siete años.
La sola idea de descansar entre sus reconfortantes brazos me hizo acelerar por aquella larga franja negra que era South Lake Shore Drive, dejando atrás las brillantes luces del Loop hasta llegar a Evanston.
Capítulo 3
¿Qué encierra un nombre?
Morrell salió a la puerta a recibirme con un beso y una copa de vino.
– ¿Qué tal te ha ido, Mary Poppins?
– ¿Mary Poppins? -repetí desconcertada, pero enseguida me acordé de Calia-. Ah, ya… Fantástico. La gente cree que cuidar niños es un trabajo mal pagado, pero eso es porque no saben lo divertido que es.
Entré en el apartamento tras él y traté de sofocar un gruñido al ver a su editor sentado en el sofá. No es que Don Strzepek me caiga mal, pero no me apetecía lo más mínimo una velada en la que mi conversación se tuviese que limitar a algún ronquido ocasional.
– ¡Don! -dije, mientras él se levantaba a darme la mano-. Morrell no me había dicho que iba a tener el placer de verte. Creí que estabas en España.
– Estaba -se llevó la mano al bolsillo de la camisa en busca del paquete de cigarrillos, pero se acordó de que ésa era zona de no fumadores y se peinó el cabello con los dedos-. Pero llegué a Nueva York hace dos días, me enteré de que este chico estaba a punto de partir hacia el frente, llegué a un acuerdo con los de la revista Maverick para escribir algo sobre la conferencia Birnbaum y me vine para aquí. Así que, por supuesto, ahora tendré que trabajar para poder darme el gusto de decirle adiós a Morrell, y eso es algo que te recordaré siempre, amigo.
Morrell y Don se habían conocido en Guatemala cuando estaban cubriendo la información de aquella pequeña guerra sucia que tuvo lugar hace unos cuantos años. Don trabajaba en la redacción de la Envision Press de Nueva York, pero seguía haciendo algunos reportajes por encargo. La revista Maverick, una especie de versión más incisiva de Harper's, le publicaba la mayoría de sus trabajos.
– ¿Has llegado a tiempo para ver el enfrentamiento entre el grupo de los macabeos y el de los OJO? -le pregunté.
– Justamente estaba contándoselo a Morrell. Me he traído folletos tanto de Durham como de Posner -dijo señalando un montón de panfletos que había sobre la mesita-. Intentaré hablar con los dos pero, por supuesto, eso sería para elaborar una información de actualidad. Lo que necesito ahora son los antecedentes de todo este asunto. Morrell dice que tal vez tú puedas facilitarme alguna información.
Al ver mi expresión interrogante, añadió:
– Me gustaría tener la oportunidad de conocer a Max Loewenthal, ya que es miembro del comité nacional para la recuperación de los bienes sustraídos a los supervivientes del Holocausto. Sólo con sus recuerdos del kindertransport ya daría para una columna, y, además, Morrell me ha dicho que conoces a dos amigos suyos que también llegaron de niños a Inglaterra en los años treinta.
Fruncí el ceño recordando las peleas de Lotty con Max sobre los inconvenientes de andar removiendo el pasado.
– Tal vez pueda presentarte a Max, pero no sé si la doctora Herschel querrá hablar contigo. Y en cuanto a Cari Tisov, el otro amigo de Max, ha venido de Londres para hacer una gira de conciertos, así que no sé si tendrá el tiempo o siquiera el interés…
Dejé la frase en el aire, encogiéndome de hombros y agarré los panfletos que Don se había traído de las manifestaciones. Entre ellos había un folleto de Louis Durham impreso en tres colores en un papel satinado caro. Declaraba su oposición a la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto del estado de Illinois a menos que se extendiera también a los descendientes de los esclavos africanos en todo Estados Unidos. ¿Por qué habría de prohibir Illinois que operasen las compañías alemanas que habían obtenido beneficios a costa de obreros judíos o gitanos y aceptar que lo hicieran las compañías estadounidenses que se habían hecho ricas a costa de los esclavos africanos?
Me pareció razonable, pero encontré algunos puntos inquietantes: No resulta sorprendente que Illinois esté planteándose la IHARA. Los judíos siempre han sabido cómo organizarse cuando se trata de asuntos de dinero y este caso no iba a ser una excepción. El comentario que Margaret Sommers había hecho de pasada sobre el «viejo judío tacaño Rubloff» volvió a resonar inquietantemente en mi cerebro.
Dejé el folleto sobre la mesa y me puse a hojear el tocho del discurso de Posner, que también me pareció irritante, aunque por otros motivos: El tiempo en que los judíos iban de víctimas se ha terminado. No nos vamos a quedar de brazos cruzados mientras las compañías alemanas y suizas pagan a sus accionistas con la sangre de nuestros padres.