– Para ti, cariño. Es Max -dijo pasándome el teléfono.
– Victoria, siento llamarte tan tarde -oí decir a Max con tono compungido-, pero aquí tenemos una crisis que tal vez puedas ayudarnos a resolver. ¿No tendrás tú por casualidad a Ninshubur, ese perrito de peluche azul que Calia lleva a todas partes?
Al fondo oía a Calia berreando, a Michael gritando y a Agnes chillando. Me restregué los ojos intentando recordar qué habíamos hecho con el perro de Calia. Había metido la mochila de Calia en mi maletín y, con las prisas de devolverle la niña a Max, lo había olvidado por completo. Miré a mi alrededor y, al final, pregunté a Morrell si sabía dónde estaba mi maletín.
– Sí, Vic -dijo con un tono cansino de resignación-. Lo dejaste sobre el sofá cuando entraste. Lo he llevado a mi estudio.
Dejé el auricular sobre el sofá y fui por el pasillo hasta el estudio. Mi portafolios era lo único que había sobre la mesa, aparte de un ejemplar del Corán, con una cinta verde que marcaba la página que estaba leyendo. Ninshubur estaba enterrado en el fondo de mi maletín, junto con algunas pasas, la mochilita de Calia y el cuento de la princesa y su fiel perro. Hablé con Max desde el teléfono del estudio, le dije cuánto lo sentía y que me pasaría inmediatamente a llevárselo.
– ¡No, no! No te molestes. Sólo estamos a unas manzanas. Me vendrá muy bien huir de este bullicio.
Cuando volví al salón, Don me comentó que el suspense iba creciendo. Estaban en el segundo corte publicitario de las noticias, a la espera del castillo de fuegos artificiales que estaba anunciado. Max tocó el timbre justo cuando Dennis Logan comenzaba a hablar de nuevo.
Al abrir la puerta del estrecho hall de entrada, vi que Max había venido con Cari Tisov. Le entregué el perrito de peluche, pero se quedaron remoloneando tanto rato que Morrell salió a invitarlos a que pasaran y se tomaran una copa con nosotros.
– Que sea algo fuerte; absenta o algo así -dijo Cari-. Siempre quise tener una gran familia, pero tras los ríos de llanto de esta noche creo que tampoco me he perdido gran cosa. ¿Cómo puede un diafragma tan pequeño producir más sonidos que toda una sección de metales?
– Es sólo por el desfase horario después del viaje -dijo Max-. Afecta más a los pequeños que a los mayores.
Don exclamó que nos callásemos.
– Ya van a hablar de la conferencia.
Max y Cari se dirigieron al salón y se quedaron de pie detrás del sofá. Don subió el volumen al ver la cara de ratoncillo de Beth Blacksin en la pantalla.
– Cuando el pasado verano los baptistas del sur anunciaron su plan de enviar cien mil misioneros a Chicago para convertir a los judíos al cristianismo, mucha gente se preocupó, pero la Fundación Birnbaum actuó con rapidez. Trabajando conjuntamente con la Comisión sobre el Holocausto de Illinois, la archidiócesis de la Iglesia Católica de Chicago y con el grupo Diálogo, un grupo interconfesional de aquí, de Chicago, la Fundación decidió celebrar unas conferencias sobre una cuestión que no afecta únicamente a la importante población judía de Illinois, sino a la comunidad judía en todos los Estados Unidos. De ahí surgió la conferencia que se ha celebrado hoy: «Cristianos y judíos: un nuevo milenio, un nuevo diálogo». Aunque ha habido momentos en los que parecía que el diálogo era en lo que menos se pensaba.
En pantalla aparecieron unas imágenes de la manifestación delante del edificio. Se vio a Posner y a Durham hablando durante un espacio de tiempo similar y, luego, la cámara volvió al salón del hotel y Beth Blacksin dijo:
– Las sesiones que se estaban celebrando en el hotel también fueron subiendo de temperatura. La más candente versó sobre el tema que desencadenó la manifestación que hubo en la puerta del edificio: la propuesta de una Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto en el estado de Illinois. La mesa redonda, compuesta por ejecutivos de la banca y de las aseguradoras, en la que se discutía sobre los elevados costos que implicaría la aplicación de esa ley, costos que repercutirían sobre todos los consumidores, acabó provocando un gran número de críticas y un gran nerviosismo.
En ese momento la pantalla se llenó de gentes furiosas gritando por los micrófonos que se habían colocado en los pasillos para hacer preguntas. Un hombre lanzó a gritos la misma frase ofensiva que Margaret Sommers y el concejal Durham habían proferido antes: que el debate sobre las indemnizaciones demostraba que lo único en lo que pensaban siempre los judíos era en el dinero.
Otro hombre le contestó también a gritos que no podía comprender por qué se consideraba avariciosos a los judíos por querer que les devolvieran el dinero de las cuentas bancadas que sus familiares habían depositado. «¿Por qué no llaman avariciosos a los bancos? Ellos han tenido ese dinero durante sesenta años y quieren seguir teniéndolo para siempre.» Una mujer se abalanzó sobre un micrófono para decir que, puesto que la compañía de seguros suiza Edelweiss había comprado Ajax, eso le hacía sospechar que Edelweiss tenía razones para oponerse a la aprobación de esa ley.
Durante unos veinte segundos el Canal 13 retransmitió aquel jaleo antes de que volviera a aparecer en pantalla el rostro de Beth Blacksin diciendo: «Pero el acontecimiento más asombroso de la jornada no se produjo durante la sesión sobre las compañías de seguros sino durante el debate sobre las conversiones obligatorias, cuando un hombre bajito y tímido hizo una revelación extraordinaria».
Entonces se vio en pantalla a un hombre, enfundado en un traje que parecía quedarle grande, hablando por uno de los micrófonos instalados en el pasillo. Estaba más cerca de los sesenta años que de los cincuenta, tenía el pelo rizado salpicado de canas y unas entradas considerables en las sienes.
– Quiero que sepan -dijo- que yo no he sabido que era judío hasta hace muy poco tiempo.
Una voz procedente de la mesa de los oradores le pidió que se identificara.
– Ah, sí. Me llamo Paul…, Paul Radbuka. Llegué a este país después de la guerra, a la edad de cuatro años, con un hombre que decía ser mi padre.
Max contuvo el aliento, mientras Cari exclamaba:
– ¿Qué? Pero ¿quién es ese tipo?
Don y Morrell se volvieron a mirarlo.
– ¿Lo conoces? -pregunté yo.
Max me sujetó por la muñeca para que me callase en tanto el personajillo que teníamos delante continuaba hablando.
– Él me arrebató todo y, especialmente, los recuerdos. Hasta hace muy poco tiempo no he sabido que pasé la guerra en Terezin, en el que llamaban campo de concentración modelo y que los alemanes denominaban Theresienstadt. Creí que era alemán y luterano como Ulrich, el hombre que decía ser mi padre. Hasta después de su muerte, cuando me puse a revisar sus papeles, no me enteré de la verdad. Y ahora afirmo que es una maldad, que es un acto criminal, arrebatarle a alguien una identidad que le corresponde por legítimo derecho.
El Canal 13 dejó unos segundos de silencio antes de que apareciera en pantalla dividida Dennis Logan, el presentador de las noticias, junto a Beth Blacksin.
– Es una historia extraordinaria, Beth. Tú has logrado entrevistar al señor Radbuka tras el debate, ¿verdad? Pasaremos esa entrevista exclusiva de Beth Blacksin con Paul Radbuka al final de este informativo. Y, a continuación, para aquellos hinchas de los Cubs que creían que su equipo no podía caer más bajo, la sorprendente y aplastante derrota de hoy en Wringley.
Capítulo 4
Memoria inducida
– ¿Lo conoces? -preguntó Don a Max mientras quitaba el sonido al televisor aprovechando el bloque de anuncios.
Max negó con la cabeza.
– Conozco el apellido, pero no conozco a ese tipo. Es…, es un apellido muy poco frecuente -giró y, dirigiéndose a Morrell, dijo-: Si no te molesta, me gustaría quedarme para ver la entrevista.