Al igual que Max, Cari era bajito. Ambos eran ligeramente más bajos que yo pero, mientras Max sonreía por naturaleza a todo lo que había a su alrededor y a menudo se sentía condescendiente con las vicisitudes humanas, Cari se mantenía a la defensiva, como un gallo de pelea enano dispuesto a enfrentarse con lo que fuera. En aquel momento incluso tenía un aire más tenso de lo habitual. Lo miré fijamente, pero decidí no hacerle preguntas delante de Don y Morrell.
Morrell apareció con una tisana para Max y sirvió un brandy a Cari. Por fin terminó el largo y pesado informe del tiempo y Beth Blacksin volvió a salir en pantalla. Estaba hablando con Paul Radbuka en un pequeño saloncito del hotel Pléyades. Con ellos estaba otra mujer que tenía el óvalo de la cara enmarcado por dos mechones de pelo muy negro.
Beth Blacksin se presentó, presentó luego a Paul Radbuka, esperó a que la cámara enfocara a la otra señora y dijo:
– Esta noche también está con nosotros Rhea Wiell, la psicoanalista que ha tratado al señor Radbuka y le ha ayudado a recuperar una serie de recuerdos enterrados. La señora Wiell ha accedido a mantener luego una charla conmigo, para la edición especial de Explorando Chicago.
A continuación se volvió hacia el hombrecillo que tenía al lado y le preguntó:
– Señor Radbuka, ¿cómo logró usted averiguar su verdadera identidad? En el debate dijo que lo descubrió revisando unos papeles de su padre. ¿Qué encontró en ellos?
– No era mi padre, era el hombre que decía ser mi padre -le corrigió Radbuka-. Pues era una serie de documentos codificados. Al principio no les presté mucha atención. En cierto modo, tras su muerte, perdí el deseo de vivir. La verdad es que no sé por qué, pues era un hombre que no me agradaba en absoluto; siempre fue cruel conmigo, pero lo cierto es que caí en una depresión tal que me echaron del trabajo y había días en los que ni siquiera me levantaba de la cama. Pero, entonces, conocí a Rhea Wiell.
Se volvió hacia la mujer del pelo negro dirigiéndole una mirada de adoración.
– Suena melodramático pero creo que le debo la vida. Me ayudó a desentrañar los documentos y pude utilizarlos para encontrar la identidad que había perdido.
– Rhea Wiell es la psicoanalista que le ha tratado, ¿verdad? -intervino Beth para animarle a continuar.
– Sí. Rhea se ha especializado en la recuperación de esa clase de recuerdos que la gente como yo tiene bloqueados por el trauma tan inmenso que producen.
Dijo eso mirando a la señora Wiell, quien asintió con la cabeza como para tranquilizarlo. Poco a poco Beth Blacksin hizo que fuese repasando algunos de los momentos más relevantes de su vida, las terribles pesadillas de las que no se había atrevido a hablar durante cincuenta años y la toma de conciencia de que el hombre que decía ser su padre debía de ser alguien que no tenía la menor relación familiar con él.
– Vinimos a Estados Unidos con un grupo de personas desplazadas tras la Segunda Guerra Mundial. Yo no tenía más que cuatro años. Cuando fui algo mayor, ese hombre me dijo que procedíamos de Alemania -entre frase y frase respiraba como un asmático esforzándose para que le entrara el aire-. Pero, tras el trabajo que he realizado con Rhea, he comprendido que esa historia era una verdad a medias. Él procedía de Alemania, pero yo…, yo era un niño superviviente de un campo de concentración. Yo procedía de otro lugar, de algún otro país controlado por los nazis. Ese hombre se pegó a mí, aprovechando la confusión subsecuente a la guerra, para conseguir un visado de entrada en Estados Unidos -se puso a mirarse las manos como si se sintiera tremendamente avergonzado de ello.
– ¿Se siente con fuerzas como para hablarnos de esos sueños, de esas pesadillas que le hicieron recurrir a Rhea Wiell? -le preguntó Beth.
La señora Wiell le apretó una mano para darle ánimos. El volvió a alzar la mirada y empezó a hablar, dirigiéndose a la cámara, con una desinhibición casi infantil.
– Las pesadillas eran algo que me obsesionaba, eran algo de lo que no podía hablar y que sólo aparecían cuando estaba dormido. Eran cosas horribles, palizas, niños cayendo muertos en la nieve, con manchas de sangre como flores a su alrededor. Ahora, gracias a Rhea, recuerdo cuando tenía cuatro años. Aquel hombre extraño, enojado, y yo primero en un barco y, luego, en un tren. Yo lloraba: «Miriam, ¿dónde está mi Miriam? Quiero que venga Miriam», pero aquel que decía que era mi Vati, o sea mi padre, me pegaba, así que acabé aprendiendo a guardarme aquellas llantinas para cuando estaba solo.
– ¿Y quién era Miriam, señor Radbuka? -le preguntó Beth Blacksin inclinándose hacia él, y dirigiéndole una mirada de simpatía.
– Miriam era mi amiguita, mi compañera de juegos. Llevábamos juntos desde que yo tenía un año -contestó Radbuka y rompió a llorar.
– Desde que llegaron al campo de concentración, ¿verdad? -dijo Beth.
– Pasamos dos años juntos en Terezin. Eramos seis niños, ahora me gusta pensar que éramos como los seis mosqueteros, pero para mí Miriam era especial. Quisiera saber que aún está viva, que aún está sana en algún lugar. Puede que ella también se acuerde de su Paul -se tapó la cara con las manos. Le temblaban los hombros.
De pronto, entre él y la cámara, apareció el rostro de Rhea Wiell.
– Dejémoslo aquí, Beth. Es todo cuanto Paul puede soportar por hoy.
Mientras la cámara se alejaba de ellos, se oyó la voz de Dennis Logan, el presentador, diciendo:
– Historias tan tristes como ésta no sólo obsesionan a Paul Radbuka, sino a miles de personas que sobrevivieron al Holocausto. Si alguno de ustedes cree que puede conocer a la Miriam de la que habla el señor Radbuka, llame por favor al número de teléfono que figura en pantalla o contacte con nosotros en nuestra dirección www.GlobeAll.com y nos encargaremos de que Paul Radbuka reciba su mensaje.
– ¡Qué desagradable! -dijo de pronto Cari mientras Morrell volvía a quitar el sonido-. ¿Cómo puede alguien exponer su intimidad de esa manera?
– Hablas igual que Lotty -murmuró Max-. Me parece que su dolor es tan grande que ni siquiera es consciente de lo que hace.
– A la gente le gusta hablar de sí misma -agregó Don-. Eso es lo que facilita el trabajo a los periodistas. ¿Ese apellido le dice algo, señor Loewenthal?
Max lo miró sorprendido, preguntándose cómo sabía Don su nombre. Morrell se apresuró a hacer las presentaciones y Don le explicó que había llegado a Chicago para cubrir la información sobre las conferencias de la Birnbaum y que había reconocido a Max porque le había visto en el programa.
– ¿Ha reconocido a ese tal Radbuka o le suena ese apellido? -añadió.
– ¿Es usted un periodista al que le gustaría que yo le hablase de mí mismo? -le contestó Max irónicamente-. No tengo ni idea de quién es.
– Hablaba como un niño -dijo Cari-, con una total inconsciencia acerca de lo que estaba diciendo, aunque se tratase de hechos atroces.
El teléfono volvió a sonar. Era Michael Loewenthal para decir que, si su padre tenía el perrito de Calia, hiciera el favor de volver a casa.
Max puso expresión de culpabilidad y me dijo:
– Victoria, ¿puedo llamarte mañana por la mañana?
– Claro -me fui al estudio y saqué una tarjeta de mi maletín para darle mi número de teléfono móvil. Y, luego, los acompañé a los dos hasta el coche-. ¿Habéis reconocido a ese tipo?
A la luz de la farola vi cómo Max echaba una mirada a Cari.
– Ese apellido… Pensé que conocía ese apellido, pero creo que no es posible. Te llamaré por la mañana.
Cuando volví a entrar en casa, Don había salido otra vez al porche con un cigarrillo. Fui a la cocina, donde Morrell estaba lavando la copa de brandy de Cari y, nada más entrar, me preguntó:
– ¿Qué? ¿Te lo han contado todo cuando ya estaban lejos de los oídos indiscretos de la prensa?