– ¿Qué buscas? -preguntó Julia.
– Esto.
A unos quince metros de la esquina, al terminar la pared de ladrillos, había un patio vecinal, más bien una callecita interior, sin salida por el otro lado, con puertas a ambos lados y pequeños porches que daban una sensación distinta, como de pueblo escondido. El bar debía de tener la vivienda por aquel lado, presumiblemente la primera de la izquierda.
– ¿Probamos? -volvió a animarse Julia.
– Sí.
Entraron. Cada porche era distinto en su variopinta decoración, a pesar de la igualdad arquitectónica. Unos tenían infinidad de macetas con flores; otros, cachivaches amontonados; un par de ellos guardaban motos. En total había diez. Dos niños sucios jugaban al fondo, y la única persona adulta visible, una mujer mayor, limpiaba judías verdes sentada en una silla, en la segunda casa de la derecha. Se dirigieron hacia ella.
– Perdone, señora -dijo Julia con exquisita corrección-. Estamos buscando a Úrsula, la del bar Bartolo.
Los miró con fijeza, primero a ella, luego a él. Era Semana Santa, no había escuelas, así que las probabilidades de que una adolescente estuviera en su casa a media mañana del lunes eran bastante altas. La mujer debió de decidir que eran de fiar, o que no se trataba de algo que le importase.
– ¡Úrsula! -gritó-. ¡Aquí te buscan!
Julia y Gil volvieron la cabeza. Por la puerta de la primera casa de la izquierda, tal como habían deducido, vieron aparecer a una chica de quince o dieciséis años. La edad era indeterminada porque ella también lo era. Vestía de negro absoluto, en plan moda siniestra: cabello, maquillaje de ojos, labios, uñas, vestido, calcetines y zapatos, con el ombligo al aire, tal vez para poder lucir allí el tatuaje del que hacía gala, una figura esotérica que se lo envolvía y desaparecía hacia la pelvis. El pelo estaba cortado más o menos a lo punki, todo de punta. Llevaba una oreja, la derecha, repleta de piercings, así como otros en la nariz, la ceja izquierda, el hueco entre la barbilla y el labio inferior y el propio ombligo. Diez anillos en los diez dedos de las manos. Lo que más destacaba en ella, aparte de su imagen, eran sus pechos, abundantes en exceso para su edad, y la oscura belleza que se empeñaba en disimular con su aspecto.
Se encontraron en mitad de la callejuela interior, ella desafiante, mostrando incertidumbre con la mirada, ellos sin saber muy bien cómo atacarla.
– ¿Qué queréis? -les preguntó.
– Me llamo Julia -volvió a tomar la iniciativa por aquello de ser del mismo género-. Él es Gil.
– Vale, ¿y qué? -Úrsula no varió su gesto.
– Queríamos hablar de Marta.
Percibieron algo más que el tono hosco de su reacción. Vieron irritabilidad, cansancio, frustración…, miedo.
– Marta está muerta -les dijo-. Ya no vale la pena hablar de ella.
– Pensamos que sí vale la pena, porque…
Dejó a Gil con la palabra en la boca. Se dio media vuelta y regresó a su casa, caminando despacio, destilando rencor. Antes de desaparecer, percibieron dos detalles: su puño izquierdo cerrado con furia y su mano derecha volando hacia su cara, tal vez para apartar de allí una lágrima inquieta.
– ¿Qué hacemos?
– Ahora, nada.
Regresaron a la calle, abandonando aquel microcosmos. Al salir, vieron a la mujer limpiando sus judías, a los niños jugando, y también un movimiento en una de las ventanas de la casa en la que vivía la amiga de Marta Jiménez Campos.
– ¿Me equivoco, o esa cara expresaba miedo? -dijo Julia.
– No, no te equivocas -se lo confirmó Gil.
Sintieron el primer peso de su derrota.
– Siempre estamos a tiempo de ir a ese asilo y ver a los que se casaron.
Gil la miró y supo que ella no se rendiría. -¿Y ahora? -preguntó Julia. -Vamos por la moto -dijo él.
Capítulo 3
La moto seguía aparcada delante de la casa de la abuela de Marta. Un niño la observaba con detalle. La prueba de que su inspección llevaba unos minutos en danza era visible por las marcas de sus dedos pringosos dejadas en todas partes. No se marchó precisamente asustado por su aparición, sino molesto por tener que abandonar el examen. Julia y Gil miraron el edificio.
– ¿Crees que habrá vuelto?
– Subo en un momento y lo compruebo -se ofreció Julia.
La esperó sentado en la moto, paseando de nuevo sus ojos por aquel submundo real del que muchos solo tenían noticia cuando lo veían en las películas de ambientes marginales, o en programas televisivos si alguien decidía retratar con su cámara «la cara oculta de la ciudad». Claro que en todas las grandes urbes había barrios o zonas marginales, a veces una simple calle diferente. A eso también debían de llamarlo globalización.
Julia salió al minuto.
– Nada -le informó.
– Sube, vamos a dar una vuelta por ahí.
Gil arrancó la moto y, sin rumbo aparente, enfiló de nuevo la misma calle por la que se acababan de mover. Pasaron por delante del bar Bartolo, el callejón, y luego llegaron a los límites de la montaña. Entre unas ruinas vieron preservativos por el suelo y también jeringuillas. Territorio de yonquis.
– Esto me pone enferma -dijo Julia.
– ¿Te refieres al ambiente?
– No, existen barrios humildes y ya está; yo me refiero a que la gente se drogue y les hagan el juego a los que se enriquecen a su costa.
La inspección del barrio, o mejor dicho, el «enclave» urbano, porque no parecía muy grande y tenía como frontera una avenida de nuevo cuño con casas más dignas, se prolongó durante cinco minutos. Hasta que Gil frenó y apagó el motor.
– ¿Qué? -Julia se inclinó sobre su hombro.
– Eso -señaló él.
Era un centro escolar bastante degradado, con el muro lleno de pintadas a medio camino entre la originalidad de los graffitis y la suciedad del simple emborronamiento de una pared. Su nombre les llamó la atención: El Fortín. Nada de bautizarlo con el nombre de un escritor o un santo. El Fortín. Y tal vez lo fuera.
Estaba cerrado por las vacaciones de Semana Santa.
Julia entendió el razonamiento de su compañero.
– ¿Crees que iba a ese instituto? -pregunto él.
– No parece que fuese a ninguno -reflexionó ella-, pero si iba, desde luego este tiene todos los números, por proximidad.
En la otra acera, a unos quince metros, vieron a dos chicas más o menos de la misma edad que Marta y Úrsula, hablando animadamente. Estaban apoyadas en la pared de una casa. Fumaban de forma mecánica, repitiendo el ritual del que probablemente ya no sacaban placer alguno pese a su temprana edad. Una llevaba unas impresionantes alzas, pantalones anchos en los que cabían dos como ella y una camisa por encima. La otra era todo lo contrario, muy ceñida por arriba y por abajo, con el ombligo adornado por un piercing. La primera era de facciones gruesas y ampulosas; la segunda, de una delgadez peligrosa.
Gil fue el primero en moverse.
Las dos amigas no dejaron de hablar hasta que los tuvieron casi encima. Entonces repararon en su presencia. El tema de su conversación era el más eterno: chicos.
Lo último que escucharon fue:
– … Y le dije que no fuera burra, que se pirara, porque lo único que haría sería pringarla, como su hermana.
– Es un cerdo. Yo le cortaba los huevos.
Se hizo el silencio.
– Hola -las saludó Gil.
Las dos le miraron a él, pasando de ella.
– ¿Podemos hablar con vosotras un minuto?
– Depende -dijo la de la ropa holgada.
– ¿Vais a ese instituto?
– Sí -manifestó sin ningún entusiasmo-. ¿Por qué?
– ¿Conocíais a Marta Jiménez Campos?
Eso las hizo reaccionar, tomar un nuevo interés por su presencia. Intercambiaron una rápida mirada, y aún apoyadas en la pared, se pusieron de cara a ellos.