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– Sí -dijo una.

– Ella también venía aquí -la otra señaló el instituto-. Por lo menos de vez en cuando.

– ¿Erais amigas?

La primera se encogió de hombros. La segunda respondió con vaguedad.

– Bueno, nos conocíamos del barrio y todo eso.

– ¿Nos podríais contar algo de ella?

– ¿Por qué?

– Tenemos interés.

– ¿Quiénes sois?

– Periodistas.

Eso las hizo volver a reflexionar un par de segundos, con nuevo intercambio de miradas incluido. No fue tanto la sorpresa como la emoción que se perfiló en sus semblantes. Ahora sí observaron a Julia con atención, aunque volvieron a él de inmediato.

– ¿Le estáis haciendo un reportaje? -preguntó la de los pantalones anchos.

– Puede, aún no está claro.

– ¿Será famosa? -inquirió la más delgada.

– Ya lo es -intervino Julia por primera vez-. La mataron.

Eso las impactó. Fue el recordatorio justo en el momento preciso. Duró otros dos o tres segundos, no más. A la primera caída de ojos, ensombrecida por la tristeza de aquella realidad, siguió una reacción opuesta, casi rabiosa, de supervivientes natas.

Toda la dureza de su universo se concentró en aquella pregunta formulada por la primera, la de los pantalones.

– ¿Vais a pagarnos algo?

– No, lo siento -dijo Gil.

– Creíamos que os interesaría ayudar -manifestó Julia-. Tratar de saber por qué y quién la mató.

– Y nos interesa -musitó la otra, la delgada.

– Tampoco es que podamos contar mucho -se rindió su compañera.

– Cualquier cosa puede ser útil. Solo queremos hacer un perfil de Marta, saber cómo era, cómo llegó hasta donde llegó.

– No llegó muy lejos -mantuvo su tristeza la chica delgada.

– Hemos estado con Úrsula -dijo Julia.

– Sí, andaban juntas casi siempre, ya sabéis -asintió la primera.

– Aunque cuando Marta se lió con Paco… -no terminó el comentario la segunda.

– ¿Quién es Paco? -preguntó Gil.

– Su ex.

– Marta tuvo un novio y luego rompió -quiso aclararlo Julia.

– Sí.

– ¿Cuándo fue eso?

– No hace mucho, no sé.

– ¿Sabéis dónde vive el tal Paco?

– Claro -la delgada giró el cuerpo y señaló hacia un grupo de edificios bajos-. Ahí detrás, en la calle que corta, una casa con las cortinas verdes.

– Pero a esta hora debe de estar trabajando -intervino su amiga-. Es mecánico. ¿Conocéis la plaza?

– Acabamos de pasar por ella.

– Pues el taller está en la calle que baja.

Julia temió que Gil diera por terminado el interrogatorio. Su comentario sembró de silencio el espacio abierto entre los cuatro:

– Dicen que era una chica conflictiva.

La de los pantalones anchos apretó las mandíbulas. La delgada puso cara de fastidio. Fue la que habló primero.

– Era una tía legal.

– Sí, fijo -asintió la otra-. Seguro que por eso la mataron.

– ¿Por ser legal? -insistió Gil.

– Mirad -la delgada seguía expresando fastidio-, con todos los marrones que le cayeron encima…

– ¿Como cuáles?

– Muchos, no sé.

– Su madre era puta -dejó ir la de los pantalones.

– ¿Eso la marcó?

– Un día, uno de los tíos con los que se enrollaba le dio una paliza, y Marta le hundió unas tijeras en la espalda. Casi lo mata. Pero, ¿sabéis?, encima, su madre se cabreó con ella.

– Hubo mucho lío, por eso conocemos la historia -corroboró su amiga.

– ¿Así que por eso la denunciaron por agresión con arma blanca? -Julia miró a Gil.

Quedaba lo de las drogas, el robo…

– ¿Tenéis idea de qué hacía?

– No.

– ¿En qué andaba metida, con quién…?

– No -repitió la delgada.

– La conocíamos del barrio, y del insti, pero nada más. Todo lo que no os cuente Úrsula…

– Aquí, cada cual va a su rollo. Bastante trabajo da eso.

Buscaron más preguntas, pero la mayoría eran redundantes, así que sintieron una impotencia de la que no sabían cómo salir. El instituto, cerrado; la tal Úrsula, también cerrada en banda. Aunque disponían de otro eslabón. Paco.

– Habéis sido muy amables, gracias -inició la retirada Gil.

– Ella se llama Elena -dijo la de los pantalones-. Yo soy Leti.

– Lo tendremos en cuenta -sonrió Julia por primera vez.

Se alejaron y regresaron hasta la moto. La distancia volvía a ser corta. Gil arrancó y, a velocidad reducida, para orientarse, se apartaron de las inmediaciones del centro escolar, el ÍES El Fortín. Elena y Leti no dejaron de observarlos.

Julia levantó una mano para despedirse de ellas. Empezaba a tener un nudo en la boca del estómago.

Capítulo 4

El taller mecánico se llamaba +Turbo. Original. Gil no detuvo la moto en la misma puerta porque estaba llena de coches mal aparcados, y también había alguna que otra motocicleta atravesada. Paró a unos diez metros y retrocedieron a pie hasta asomarse al interior. Había dos operarios, uno mayor y otro joven, casi adolescente. Se dirigieron a este último, ocupado en insertar algo en un motor extraído de su lugar primitivo. No dejó de manipular la pieza ni cuando le hablaron.

– ¿Paco?

– Ahora le aviso, un momento.

Habían creído que era él, así que retrocedieron hasta la calle. No tuvieron que esperar mucho. El chico se fue a la parte de atrás y soltó un latigazo verbaclass="underline"

– ¡Paco, te buscan!

Tendría unos diecinueve años, aunque cualquier cosa era posible debido al mono de trabajo y la grasa que le cubría de pies a cabeza. Salió frotándose las manos con un paño que en otro tiempo debió de haber sido blanco y, tras mirar a su compañero, se encaminó hacia la puerta, donde le aguardaban Julia y Gil.

Cuando ya estaba casi encima, ella murmuró:

– Déjame a mí.

Posiblemente, limpio, fuese de guaperas. Pelo largo, cejas pobladas, ojos vivos, labios gruesos y piel morena. El holgado mono no llegaba a ocultar del todo lo que parecía ser un buen cuerpo, cultivado en algún gimnasio, o regalo de la madre naturaleza. La cremallera no cerraba hasta arriba, así que se perfilaba un pecho bien surtido de vello largo y negro. Gil comprendió por qué Julia le pedía la iniciativa.

– Hola -les saludó el ex novio de Marta.

– ¿Cómo estás? -le sonrió Julia-. Mira, él es Gil, y yo me llamo Julia, ¿sabes? -su acento casi rozaba la pijería-. Te estábamos buscando.

– ¿Me buscáis a mí?

– Sí, aunque no quisiéramos molestar, y si tienes trabajo… Bueno, nada, que podemos volver después.

– ¿No es por algo del taller?

– No, es por Marta.

Ni todo el encanto de Julia logró frenar su cambio de expresión, el envaramiento de su cuerpo y, sobre todo, el endurecimiento de la mirada. Los extremos de su mandíbula, a ambos lados de la cara y por debajo de las orejas, se crisparon en un instintivo gesto de autodefensa. Echó el trapo a un lado, sobre un coche, y se metió las manos en los bolsillos. Su desafío quedó fijado en su voz.

– ¿De qué va esto? -quiso saber.

– Somos periodistas -Julia mantuvo su sonrisa.

– ¿Y qué queréis que os diga?

– Algo, cualquier cosa -dijo imprecisamente ella.

– Estamos haciendo un reportaje de tipo humano -intervino Gil-. Pensamos que nos ayudarías.

– Ya no salíamos juntos, así que tampoco tenía ni idea de lo que hacía.

– Pero querrás que le quitemos de encima toda esa porquería que le están echando -aventuró Julia.

Se lo pensó. Quedaba bastante claro que le daba igual, que estaba resentido. Pero la pregunta, más bien la aseveración, había sido inteligente. No tuvo más remedio que quedar bien.