– Sí, claro.
– ¿Hace mucho que no la veías?
– Desde que cortamos.
– Pero aquí la gente se ve casi a diario. Quiero decir que el barrio es pequeño y…
– Uno ve a quien quiere ver y nada más -fue seco Paco.
– ¿Cuándo lo dejasteis? -tomó el relevo Gil.
– Hace unos tres meses. De todas formas, duró poco.
– Ella era muy joven, ¿no?
Paco se enfrentó a la aparente docilidad de Julia. La muchacha sintió sus ojos escarbándole el alma, atravesándola de lado a lado. Era una mirada fría, tan dura como lasciva. Se sintió casi desnuda ante ella.
– Aquí, la edad no importa mucho -dijo Paco. Y agregó con toda intención-: Marta era más mujer que otras a los veinte.
– ¿Por qué cortasteis?
– Ella no sabía lo que quería.
Había que arrancarle las palabras, pero lo estaban consiguiendo. Entre los dos estaban logrando mantener una cadencia en la que el muchacho iba cayendo poco a poco. Le tocó el turno a Gil.
– ¿A qué te refieres cuando dices que ella no sabía lo que quería?
– Tenía sueños.
– ¿Sueños? -repitió Julia.
– ¿Qué sueños? -no perdió el ritmo Gil.
– Los típicos, sobre todo al morir su madre. Fue como si tocara fondo. Quería salir del barrio, estudiar…
– ¿Estudiar?
– Sí. Parecía una esponja, leía libros, una pasada.
– ¿No odiaba el instituto, el orden, la disciplina y todo eso?
– ¿Marta? -soltó un bufido de sarcasmo-. Al contrario. Era un bicho raro, mitad ángel, mitad demonio. Tenía tantas ganas de vivir, de hacer cosas… A veces era inaguantable.
– ¿No te gustaba que fuera así?
– Tenía su gracia al principio, porque no se rendía por nada. Me gustó su inconformismo, la hacía ser distinta. Pero de ahí a echar a volar, así, sin más… Joder -rezongó-. No sé de dónde sacaba tanta energía, ni esas ganas de romper sus cadenas, ni esa prisa por correr y correr. Su madre le hizo un favor muriéndose, pero entonces se quedó sola, con su abuela, que tampoco es que sirva para nada. Tuvo que espabilarse.
– ¿Cuándo murió su madre?
– Hace medio año. El cáncer se la llevó en un abrir y cerrar de ojos. Entonces, Marta se vino a vivir con su abuela.
– ¿Su madre trabajaba en la calle?
– ¿La Lali? Bueno, sí, pero más bien estaba en un puticlub, el Aurora, ahí mismo, en la carretera, saliendo hacia Nou Barris. No es que yo vaya por allí -quiso dejarlo claro-. Yo no necesito de eso -volvió a mirar a Julia con aquellos ojos como puñales desnudos-. Me lo contó Marta.
– Hemos leído que tuvo problemas con las drogas y que fue detenida por robo.
– Lo de las drogas pasó antes de que yo la conociera.
– ¿Te lo contó?
– Hablaba poco de sus cosas, sobre todo de las pasadas o de las que no le gustaban. Yo solo sé que estaba limpia, que en este sentido era decente.
– ¿Mientras salíais no…?
– No -fue rápido-. Ni un chute. Ni un porro. Ni una pastilla. Nada.
– ¿Y su detención por robo?
– Su madre acababa de morir. Estaba sin blanca y desesperada. Metió la pata, ¿y qué?
– ¿No te pidió ayuda a ti?
– Era demasiado orgullosa. Una de sus manías era no llegar a depender nunca de un tío.
– Inteligente -comentó Julia.
Paco le lanzó otra mirada, esta vez envenenada.
– ¿Qué pensaste de su muerte? -preguntó Gil, cambiando el sesgo de la conversación.
El ex novio de Marta se encogió de hombros.
– ¿Te afectó?
– Sí -por primera vez bajó los ojos al suelo.
– ¿La querías?
– Cuando estuvimos juntos, sí. Era capaz de volverte loco. Tan especial, tan vital y apasionada, tan guapa…
Julia y Gil se dieron cuenta de que ni siquiera sabían cómo era Marta Jiménez Campos. Ni la menor idea. Por alguna razón habían supuesto que era como todas las chicas de quince años, es decir, un microcosmos indefinido, como habían sido ellos mismos a esa edad. Una infancia dejada atrás precipitadamente y un futuro incierto por delante, aprisionando como un bocadillo un presente cargado de incertidumbres, problemas, complejos, dudas, preguntas.
Paco decía que era guapa.
– ¿No tendrás alguna fotografía suya?
– Aquí no.
– Al ser menor, los periódicos no han publicado su imagen.
– Se parecía mucho a Natalie Portman, la que hizo León, el profesional y lo de las galaxias. Los mismos ojos profundos, los mismos labios sensuales -se dio cuenta de que hablaba con algo más que indiferencia, y que ella ya nunca miraría con aquellos ojos ni besaría con aquellos labios. Eso le hizo retroceder y encerrarse de nuevo en su caparazón-. Por lo menos, era así cuando estuvimos juntos.
– ¿Sabes por qué la mataron?
– ¿Yo? -se envaró-. ¿Cómo queréis que sepa eso?
– Ni quién, claro.
– Ayer ya hablé con la poli y les dije lo que sabía, o sea, nada. Lo mismo que os estoy contando a vosotros.
– ¿Estuvo la policía aquí?
– Aquí no, en mi casa. Ayer era domingo. No se van a chupar el dedo si es un asesinato. Ya que andan siempre tocando los huevos, que hagan su trabajo por una vez. Y ojalá cojan al hijo de puta que la mató y la dejó por ahí desnuda.
– ¿Fuiste a su entierro?
– No.
– ¿Conoces a Úrsula?
– Claro.
– Nos han dicho que eran amigas íntimas.
– Culo y mierda -una vez más, miró a Julia con provocación, estudiando su reacción ante su grosería.
Tal vez las conquistara yendo de duro.
– Nos han dicho que Úrsula no es muy simpática.
– Úrsula es un encanto de tía. Mucha fachada y nada más. ¿Quién os ha dicho eso?
– Unos colegas han querido entrevistarla hoy.
– Puede que esté afectada, ¿no? Era su amiga. Siempre iban juntas, ellas y la Patri, al menos antes.
– ¿La Patri?
– Otra del barrio.
– ¿Dónde podemos verla?
– No tengo ni idea. Ya os he dicho que eso fue antes.
– ¿Antes de qué?
– De que la Patri se fuera.
– ¿Sabes…?
– ¡No! ¡Yo qué voy a saber, coño! -hizo un gesto de fastidio.
El diálogo había vuelto a ser breve, nervioso, un juego del escondite fugaz. Aquella explosión fue premonitoria. Julia y Gil comprendieron que tocaba a su fin. Y fue antes de lo esperado.
– ¡Paco, leches!, ¿qué pasa? -gritó de pronto el encargado del taller.
– Escuchad -el muchacho ya se había sacado las manos de los bolsillos y casi parecía amenazador, inclinado hacia delante, gesto hosco, rostro huraño-: Dejaos de marear la perdiz, ¿vale? Menos artículos y más buscar al cabrón que lo hizo. Ahora es fácil largar de ella, escribir esto y aquello, pero cuando pedía una oportunidad, nadie se la dio. La jodieron siempre, así que no vengáis ahora con capulladas.
– No pretendíamos… -trató de decir Julia.
– ¡Bah, iros a la mierda! -Paco les dio la espalda y se metió en el taller.
Lo último que vieron de su rostro fue la afectación que lo cubría.
Capítulo 5
Gil detuvo la moto dos calles más allá, con sus correspondientes esquinas. Paró el motor y se volvió hacia su compañera.
– ¿Qué opinas?
– No sé -dijo Julia.
– Yo creo que miente -reveló él.
– Bueno, eso por supuesto. O que habla con medias verdades y medias mentiras, receloso.
– ¿Y si aún salían juntos?
– No -Julia arrugó la cara-. Eso, seguro que no.
– ¿Por qué estás tan convencida?
– Instinto.
– Pues vale -Gil la observó con sorna.