– Si hubieran sido novios, él habría ido al entierro, se le vería de otra forma, lo habría acusado más. Lo que está es resentido. Me juego lo que quieras a que ya tiene un relevo desde hace semanas, y que por esa razón no fue a despedir a su ex. Esa clase de guaperas nunca están solos. Chasquean los dedos y salen como setas.
– ¿Experiencia?
– No seas burro. Llámalo psicología. El tal Paco debe de usar los coches del taller para sus cosillas, como todos los mecánicos, con la excusa de probarlos; es un durillo, se mueve por aquí como el rey del mambo, ganará su dinerito… ¿Qué quieres? Lo que está claro es que no la ha olvidado, ni la olvidará. ¿Has visto la cara que ponía al decir que era guapa?
– Sí.
– Algo más: ha dicho que lo de las drogas fue antes de salir con él, pero de su detención por robo ni una palabra, salvo que ella estaba desesperada después de morir su madre.
– ¿Y qué?
– ¿Marta roba teniendo un novio?
– ¿Y lo del orgullo? -consideró Gil.
– ¿Tanto? ¿Con quince años?
– Entonces catorce. No olvides que cumplió los quince hace poco.
Fue como si eso la hiciera más niña, más indefensa, más vulnerable.
– ¡Jesús! -se estremeció Julia.
– Desde luego, parece distinta a como la imaginábamos, ¿no?
– Y aún no la conocemos, solo hemos empezado a escarbar. Me parece que esto va a ser un gran trabajo.
– Retrato de una adolescente manchada.
– Buen título.
– ¿Seguimos investigando?
– ¡Pues claro! -le miró desconcertada-. ¿Quieres dejarlo?
– No, solo quería estar seguro.
– Presiento que vamos a encontrar algo más.
– En eso estamos de acuerdo -convino Gil.
– Y te juro que ya tengo ganas de empezar a escribir. ¿Tú no?
– También.
– ¿Qué hacemos ahora?
La respuesta les resultó obvia.
– Tenemos que ver a la abuela -dijo él-. Es imprescindible.
– Andando -Julia se puso el casco.
Ya no inspeccionaban el barrio. Fueron directamente a la calle en la que vivían Marta y su abuela tras orientarse un poco para no hacerse un lío y perderse. Aparcaron la moto y subieron los dos, cruzando los dedos. Por desgracia, el resultado fue el mismo: nadie en el piso.
La vecina, esta vez, tampoco abrió la puerta.
Bajaron a la calle despacio y se quedaron un instante como peces fuera del agua.
– ¿Úrsula? -Julia puso cara de muy serias dudas.
– Tal vez después, o mañana -calculó Gil.
– Pues ya me dirás.
– En la información que te dio tu padrino consta el lugar en que estuvo recluida Marta cuando la detuvieron, ¿no? Eso del tutelar de menores.
– Sí.
– Era menor de edad, y eso no es una cárcel, pero al no tener madre… Puede que pasara allí unos días, unas semanas, unos meses antes de que la soltaran. Tenía a su abuela, digo yo. En fin, no sé muy bien cómo funcionan estas cosas, pero tiene sentido.
– Es una posibilidad.
– Nos servirá para hacernos una idea mejor de cómo era.
– Me parece bien -asintió Julia.
– Pero antes, ya que estamos aquí… -Gil puso cara de malo.
– ¿Qué se te ha ocurrido ahora?
– ¿Qué tal el Aurora?
– ¿El puticlub? -se extrañó ella-. ¿Para qué?
– Tenemos que escribir un reportaje, ¿recuerdas? Su madre trabajaba ahí, por tanto, no nos irá mal conocerlo, para hacernos una idea y explicar cómo es.
– ¿Quieres entrar? -alucinó aún más ella.
– No, mujer -dijo Gil-. En primer lugar, a estas horas de la mañana no creo que esté abierto. Y en segundo lugar, yo solo hablo de ver su aspecto. Creo que te has olvidado de que eres periodista y, de repente, te has convertido en policía. Y no es eso.
– ¿Parezco de la pasma? -arqueó las cejas Julia.
– Tampoco hay mucha diferencia -manifestó él-. Todos hacemos lo mismo: preguntar.
– Es que cuando te metes…
– Ya -sonrió Gil.
Julia inundó su rostro con una sonrisa tan dulce como sentida.
– ¿Sabes? Lo que pasa es que, desde que hemos empezado…, y cuanto más vamos avanzando, aunque sea poco… -hizo uno de sus gestos indecisos y ambiguos-. Siento un frío raro en el cuerpo.
– Estoy de acuerdo. Y algo aquí -se tocó el estómago.
– Es como si… -se quedó sin una palabra que explicara su estado.
– Tranquila, te entiendo.
– Tenías razón ayer cuando me dijiste que no era una noticia, sino algo de verdad que le había sucedido a un ser humano. Puede que sea eso. Ahora, Marta es cada vez… más real.
Sus miradas les dieron valor, fuerzas y coraje. Fue algo más que una alianza. De pronto, se sintieron comprometidos.
Esa era la palabra justa: compromiso.
– Venga, vamos -reaccionó él.
Olvidaron el desánimo por el tercer intento fallido de ver a la abuela de Marta y se montaron en la moto después de que Gil comprobara en el callejero su situación y la de la carretera a la que se dirigían. En el plano no parecía un trayecto largo, pero luego comprobaron que sí lo era.
El Aurora se divisaba de lejos en mitad de una de las escasas rectas, y estaba ubicado a la derecha de la cinta de asfalto, entre árboles. Por delante y a ambos lados tenía un amplio aparcamiento que lo rodeaba. Era un edificio rectangular, pintado de rosa estridente, con los marcos de las contraventanas blancos y cortinas tras los cristales. Tenía dos plantas, aunque la primera de la parte frontal quedaba reservada para el bar, o lo que fuera. El rótulo era visible desde cualquier distancia, y más debía de serlo de noche, cuando las luces de neón brillaran como un reclamo en la oscuridad. Las letras de la palabra «Aurora» estaban formadas por haces de tubos de colores y, por debajo de ellas, se ofrecía el logotipo del local, una especie de horizonte con un sol a medias que tanto podía indicar que atardecía como que amanecía.
Gil no detuvo la moto.
Pasaron a velocidad reducida por delante, observándolo, y al llegar a la curva retrocedieron para echar un segundo vistazo, ya de regreso. Contaron tres coches aparcados, pero bien podían ser de los propietarios o del personal como de algún cliente tempranero. En ninguna de las dos veces que pasaron vieron un alma.
– ¿Damos otra vuelta? -le gritó Gil a Julia.
– ¡Por mí no! -le respondió ella.
Aceleró la moto y ya no se detuvieron hasta alcanzar el primer semáforo, rumbo al siguiente punto de su periplo investigador.
TERCERA PARTE
Capítulo 1
Lo primero que desprendía el tutelar de menores era sordidez, no por ser una cárcel infecta y deprimente, sino por la clase de personas que pasaban por allí: chicas en la frontera de la legalidad, víctimas sociales o delincuentes puras. Cada una cargaba con su historia humana y personal, como lo hizo la propia Marta, de quien empezaban a averiguarlo todo. Se cruzaron con tres o cuatro adolescentes cuyos ojos se quedaron enganchados a los suyos. Una de las muchachas transmitía con su mirada lo más fuerte, odio; otra, la pérdida de la inocencia, recelo y defensa; una tercera, resignación y derrota, como si le hubiesen arrancado el orgullo a golpes; una cuarta, desafío, animadversión. Para muchas, tal vez la mayoría, la salida representaba una utopía. Para algunas pocas, la reinserción significaba una lucha en la que naufragarían si se encontraban solas. Y casi siempre lo estaban, de una u otra forma. La soledad personal, única y dramática ante la vida.
El hombre se llamaba Salvador Ponsá y tendría unos cuarenta y cinco años, alto y delgado, con una barba corta y ya blanca adornando sus facciones. No tenía aspecto de carcelero, sino de médico paciente o de psiquiatra lúcido. Su mirada era dulce, y sus gestos, medidos y acompasados. Les estrechó la mano, les preguntó para qué periódico trabajaban, y cuando le contaron la verdad, no les cerró la puerta ni les echó a patadas; al contrario, sonrió y les invitó a sentarse.