– ¿En serio? -dijo Julia.
– Fue otro de los motivos por los que llamé a la policía. Esa llamada puede que fuera importante, y por desgracia…
– ¿Qué? -le alentaron a seguir al ver que se detenía.
– Yo no estaba aquí -lamentó Salvador Ponsá-. Había salido para hacer unas gestiones y cuando regresé me dijeron que me había telefoneado, y que parecía muy tensa y nerviosa. Más aún, asustada. Insistía en saber dónde estaba y cuándo podría hablar conmigo.
– Entonces, ¿ella sabía que iba a sucederle algo, o que se encontraba en peligro? -manifestó Gil.
– Es posible -asintió el hombre-. Desde luego, quería decirme algo importante sobre sí misma. Algo que, tal vez luego…, le costó la vida. No lo sé.
– ¿No le extrañó que no volviera a telefonearle?
– Sí -bajó la cabeza en señal de culpabilidad-. Pero pensé… -no pudo concluir la frase-: ¿Qué más da ya? Aquí viven tantas que necesitan ayuda…
Ni Gil ni Julia le preguntaron si había hecho algo al respecto, buscarla, interesarse por ella. No era necesario. Posiblemente allí vivieran otras Martas, todas reales, con sus propios dramas personales.
El silencio se instaló entre los tres.
Parecía no haber más preguntas ni quedar más respuestas.
Solo restaban los interrogantes finales.
La clave de una muerte no anunciada, pero omnipresente.
– Me temo que debo dejaros -anunció Salvador Ponsá, abriendo las manos como si lo sintiera en el alma-. Se ha hecho bastante tarde y tampoco hay mucho más que decir.
Capítulo 2
Incapaz de hablar mientras todavía se encontrasen dentro de aquellas paredes, Julia liberó sus sentimientos al salir y recibir la primera bocanada de aire libre.
– Tengo el estómago revuelto -admitió.
– Y yo, el cerebro del revés -confesó Gil.
– Se suponía que estábamos investigando el oscuro pasado de una delincuente juvenil, para hacer un retrato humano, ambiental y social, y de pronto… ¿Por qué será que, cuanto más preguntamos, y llevamos solo una mañana, parece que la Marta que íbamos a encontrar no tiene nada que ver con la que era en realidad?
– Benigno Massagué tiene razón: lo que hay detrás de una noticia a veces no guarda relación con lo que se publica.
– Pero es que esto es muy fuerte, ¡mucho! -se excitó Julia.
– Hay gente que salta a la piscina, y hay gente a quien la empujan -suspiró Gil-. A Marta es evidente que la empujaron.
– Debemos hablar con su abuela -ella apretó los puños, decidida-. Es crucial. Cada vez más.
– Tranquila.
– Y no solo con ella -prosiguió, sin contar con él-. También con Úrsula y con la otra, Patri.
– ¿Has visto la hora que es?
– ¡Jesús! -se sorprendió al mirar su relojito de pulsera.
– ¿Comemos algo y volvemos a la carga?
– De acuerdo -se rindió Julia-. Aunque no tengo nada de hambre.
– Te llevaré a un lugar que conozco no lejos de aquí. Se come bien y es económico.
Montaron en la moto y, aprovechando que el tráfico ya había descendido un poco a pesar de que el éxodo se iniciaba entre el miércoles y el Jueves Santo, llegaron en menos de diez minutos a su destino, un pequeño restaurante casi escondido en pleno barrio gótico, de puerta minúscula y espacio ínfimo. Dada la hora, los que habían comido primero ya se marchaban y les tocaba el turno a los tardones como ellos. El dueño conocía a Gil, porque le guiñó un ojo y les ofreció una mesita apartada, bajo el arco de una escalera de piedra que conducía a la parte superior del local. La comida era casera, y Julia pudo constatar que, además, era buena. El hambre reapareció con los olores, y después con su imagen. Ya no hablaron del caso hasta que hubieron concluido el segundo plato. Ella no pidió postre. Él sí.
Mientras Gil saboreaba una deliciosa tarta de chocolate negro, Julia sonrió y soltó un leve bufido de sarcasmo.
– ¿Por qué te ríes?
– No me río -confesó-. Pensaba en lo que me dijo mi padre, y también mi padrino.
– ¿Qué te dijeron?
– Me advirtieron que no me metiera hasta el fondo de la cuestión, porque suelo ser demasiado apasionada y me comprometo con las cosas.
– Eres de las que se involucran, sí -admitió Gil.
– ¿Y tú no?
– También, pero creo que sé medir mis reacciones un poco más que tú. Pienso que hay que guardar siempre una distancia prudencial, para no perder la objetividad.
– Pero es difícil no tomar partido.
– Entonces no estudies periodismo. Hazte socia de una ONG.
– Muy gracioso -le hizo una mueca de desagrado.
– Tal como está el mundo…
– ¿Tú qué clase de periodista quieres ser? -preguntó Julia.
– Ya lo sabes. De investigación.
– ¿Corresponsal de guerra?
– Viajar sí, por todo el mundo. Pero jugarme la vida… No soy un héroe, lo confieso. Te veo más capaz a ti.
– No sé qué decirte. Todo este asunto de Marta me está empezando a parecer descomunal, tan intenso y duro que… Habrá que escribirlo con mucho cuidado y mucho tacto. ¿Te das cuenta? No hemos hecho nada más que empezar y ya tenemos…
– Tenemos parte de una verdad desconocida que todavía no lo es todo.
– Ya lo sé -Julia le vio devorar el último pedazo de tarta-. ¿Qué crees que saldrá de lo que estamos investigando?
– Redactaremos un testimonio directo, incluso reivindicativo, y contaremos quién era la verdadera Marta.
– ¿Y quién lo sabrá?
– Nadie.
– ¡Jo! -ella endureció el gesto-. ¿Y si lo llevamos luego a un periódico?
– No nos lo publicarán.
– Se lo regalamos. No quiero nada. Solo les ofrecemos la información para que la publiquen. O se lo cuento a mi madre. Ella todavía mantiene todos los contactos del mundo. Por lo menos eso.
– No está mal. Pero olvidas algo.
– ¿Qué?
– Algo en lo que no estamos pensando.
– ¿En qué? -repitió ella.
– El asesino de Marta sigue por ahí, libre.
Julia se calló.
– Nunca sabremos por qué la mataron -dijo Gil.
– Nosotros no, pero la policía espero que sí.
– Puede que no se muevan tanto si piensan que ella era carne de cañón.
– ¡Claro que se moverán!
– ¿Y si piensan que ha sido lo que dijimos al comienzo, un asunto de pandillas, una venganza, malas compañías?
– No son tontos. Averiguarán lo mismo que nosotros. Y si no, se lo doy a mi padrino. Te puedo parecer tonta, pero aún creo en el sistema, supongo que por ser hija de quién soy y tener a un padrino en la policía. Por supuesto que cuestiono siempre todo, pero hay que mantener la esperanza, porque de lo contrario…
– Eres increíble -asintió Gil.
– No -ella hizo un gesto de desagrado-. Lo que pasa es que, cuanto más hablo de Marta, cuanto más sé o intuyo, cuanto más me meto… Dios, hiciera lo que hiciera, o fuera quien fuera, era una cría.
– Una cría que ha vivido más que tú y que yo juntos.
– No hace ni cuatro días yo tenía su edad, y lo único que me preocupaba era estudiar, divertirme, ver dónde pasaba las vacaciones y dudar entre comprarme unos pantalones o una blusa -soltó otro bufido de sarcasmo-. Era admiradora de un par de gilipollas guapos, tenía la habitación llena de pósters y creía que todo era posible, como dice mi escritor favorito.
– Y yo vivía en Vic, ayudando a mi padre antes de que se pusiera enfermo.
– Hemos dado un buen paso.