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– Un pequeño gran salto, diría yo.

– Y hoy hemos trabajado bastante, ¿no?

– Sí -reconoció Gil-. La conversación con la abuela de Marta nos ayudará a cerrar una buena parte de la investigación, y si encima logramos que Úrsula nos cuente algo hoy o mañana… Lo escribimos el miércoles, y el jueves aún podremos irnos de vacaciones.

– No me apetece irme a ninguna parte -confesó Julia-. Y te olvidas de la otra chica: Patri. Ella tiene que saber algo. Las amigas lo saben todo unas de otras. Si callan es porque tienen miedo, y si tienen miedo…

– Julia.

– ¿Sí? -se quedó en suspenso al ver la seriedad de la cara de Gil.

– ¿No estarás tratando de saber quién la mató?

– ¿Yo? No.

– Julia…

– En serio, hombre. ¿Cómo quieres que tú y yo…? Sé que esto es un trabajo de la facultad y nada más, aunque espero que sea lo mejor que haya hecho en mi vida.

– De acuerdo -no pareció muy convencido, pero no insistió.

Levantó la mano para pedir la cuenta. Julia ya tenía su bolso a mano, para calcular su parte. De pronto, se quedó embobada con sus pensamientos.

– ¿No te extraña que Marta robara recambios de coches y motos, y que su ex, del que nos han dicho que se enamoró a fondo, trabaje en un taller de reparaciones?

– Creí que se te había pasado por alto.

– Ese Paco…

Llegó la cuenta, la dividieron entre dos, pagaron y salieron del local, dispuestos a seguir con su investigación. Al llegar a la moto, Gil le entregó las llaves.

– ¿Te apetece llevarla? -la invitó.

– ¿Me dejas?

– Si sabes, sí.

– ¡He ido en moto desde los catorce, aunque solo en vacaciones, por el pueblo!

– Pues es tuya.

No tuvo que decírselo dos veces. Julia se sentó delante y él detrás. Con el primer rugido del motor, ella le oyó decir:

– Hay un problema.

– ¿Cuál?

– Que no sé por dónde diablos agarrarte.

– ¡Tonto!

Arrancó de golpe, obligándole a cogerla por el primer lugar que pudo, que resultó ser la cintura, para no caerse.

Capítulo 3

El cuarto intento dio resultado. A la llamada al timbre de la puerta siguió un inmediato ruido parecido al de una silla desplazándose por el suelo y una voz quejumbrosa anunciando:

– ¡Voy!

La abuela de Marta Jiménez Campos, Carmela, era una mujer enjuta, bajita y discreta. Vestía una bata que conoció tiempos mejores, algo deshilachada ya, y calzaba unas zapatillas tan viejas como grandes. Con el cabello blanquecino firmemente sujeto en un moño, su rostro daba la sensación de estar igualmente estirado a causa de él. Completaba sus rasgos más destacados con unas mejillas sonrosadas, el inmenso pecho, una buena circunferencia presidiendo su ecuador y unos ojos castigados pero limpios, orlados por una tristeza que, más que fluir de ellos, daba la sensación de estar pegada desde hacía tiempo a su retina. Se les quedó mirando con sensación de desconcierto.

– ¿Señora Carmela? -habló en primer lugar Julia.

– ¿En qué puedo servirles?

– Somos periodistas. Querríamos hablar con usted…

Creían que les pondría objeciones, que les diría que estaba cansada, que acababa de enterrar a su nieta hacía 24 horas, que…

Y en lugar de eso, como si fuera lo más normal y natural del mundo, lo que hizo fue apartarse y decir:

– Ah, bueno, sí. Pasen.

Julia y Gil se quedaron de una pieza.

Les precedió por el piso, pequeño, paredes llenas de marcas y raspaduras en la pintura, algunos cuadros baratos, un pasillo angosto con dos puertas a la derecha y una a la izquierda. La salita, con la cocina visible a través de otra puerta sin cerrar, tenía dos butaquitas de piel marrón, una mesa redonda con tres sillas y un televisor lleno de imágenes en la parte superior. Un aparador con fotografías encima de su repisa completaba la decoración. La ventana daba a un patio de luces en el que otras ventanas se abrían como ojos mirando la intimidad de cada cual.

La mujer se sentó en una de las sillas y volvió a mirarles con seriedad, incluso algo cohibida. Julia y Gil hicieron lo mismo en las otras dos. Se daban cuenta de la sencillez no ya del ambiente, sino de su interlocutora. Ella no dudaba de que tenía que responder sus preguntas, así de fácil. Eran periodistas. Su reparto social, tal vez incluso su escala de valores, no incluía el derecho al respeto por la memoria de su nieta o a la preservación de su intimidad. La señora Carmela no entendía de esas cosas. Era como cuando en televisión le enchufaban el micrófono a una testigo con rulos y bata en la puerta de su casa, y ella hablaba sin rodeos y sin tapujos, soltando lo que tenía en la cabeza. La dictadura de la información.

– No querríamos molestarla, señora -se excusó Julia.

– No, si tampoco es que pueda contarles mucho, ¿saben? -se excusó aún más la mujer.

– Imaginamos que le habrán hecho tantas preguntas…

– La policía -asintió-. Pero ustedes son los primeros periodistas.

Temieron que les preguntara de qué medio informativo eran. No fue así. Julia sacó su bloc para dar impresión de profesionalidad. Hasta ese momento no habían tomado una sola nota. Fue como si se dieran cuenta de ello los dos al alimón.

– ¿Le importa que la grabe?

– No, no, hija. Lo que haga falta.

Julia sacó la grabadora, la puso en marcha y miró a Gil.

La paciencia y serenidad de la señora Carmela eran increíbles.

– Háblenos de Marta -inició el interrogatorio él.

– ¿Qué quieren que les diga? -puso cara de no saber por dónde empezar-. Lo que hablen los demás, o lo que oigan por ahí… Era una buena chica, ¿saben? Nada que ver con su madre -desplazó una mirada hacia las fotografías y pareció detenerse en una en la que se veía a una mujer joven y guapa, sonriente-. Mi pobre hija nunca fue… -se santiguó con gestos medidos y volvió a centrar su atención en ellos dos-. No tuvo ninguna oportunidad, y era tan guapa… Marta también era preciosa, ¿saben?

– ¿Quién era el padre de Marta?

– Un mal nacido que engañó a mi hija. El diablo lo confunda.

– ¿La engañó? -dijo Julia.

– Estaba casado -cerró y abrió los ojos con parsimonia-. Yo se lo dije, la advertí, pero ella no me hizo caso. Era joven, y decía que yo no tenía ni idea. Pero yo sí tenía idea, ¿saben? -por lo visto, era su cantinela-. Ese hombre la engatusó: que si le iba a poner un piso y viviría como una reina, que si la tendría en un pedestal, que si era maravillosa, que si iba a dejar a su mujer en un par de años, cuando sus hijos fueran un poco mayores, y luego…

– ¿La dejó en estado?

– Sí, y mi Lali tuvo a Marta. Creía que él recapacitaría y se iría con ella.

– Así que él pasó.

– Todo mentira, ¿saben? Le dio un dinero y si te he visto no me acuerdo. La dejó con la niña y eso fue todo. Una completa cochinada.

– ¿No les pasó nada en los años siguientes?

– ¿Dinero? No. Lali tuvo que espabilarse sola.

– ¿Y su hija no reaccionó?

– ¿Qué querían que hiciera? Nunca me lo contó, pero creo que acabó teniéndole miedo, no sé. Tal vez la amenazara. Tal vez… Para mí que era un hombre importante, o lo fue después.

– Así que Lali se hundió.

– Creyó que podría con todo ella sola. Tenía mucho carácter. Ni siquiera se quedó aquí, conmigo, aunque me dejaba a Marta constantemente para…, bueno -bajó los ojos a la mesa, donde tenía las manos unidas e inmóviles-. Yo una vez le dije que se guardara de su belleza, ¿saben? Se lo dije. Le dije: «Mira, Lali, la belleza mal empleada no es un don, sino una perdición». Ella se me reía. Decía que, siendo guapa, un día lo tendría todo. Pero no fue así. Nunca tuvo nada. Y fue de mal en peor, de mal en peor, de mal en peor hasta el fin. Señor…