Apareció en sus ojos un primer destello de humedad. Fue breve. Julia estuvo al quite para no dejarla sumirse en su dolor.
– ¿Sabe quién es, o dónde podemos encontrar a ese hombre?
– Nunca supe su nombre. Lali se guardó de contarme nada. Era muy suya, ¿saben? Mucho -volvió a mirar las fotografías y agregó-: Y tan guapa. Tanto. Como mi Marta.
– ¿Marta se vino a vivir definitivamente con usted al morir su madre?
– En las últimas semanas, cuando el cáncer se estaba comiendo a Lali, ya vivía aquí. Tenía una habitación preciosa.
– ¿Sabe en qué andaba metida su nieta?
– ¿Cómo quieren que lo sepa? -se puso seria y circunspecta-. Ella tenía su vida, hablaba mucho conmigo, pero de sus cosas no, nunca. Y yo no me metía. Me bastaba con ver que era distinta de su madre.
– Pero tuvo problemas con la ley.
– Por el barrio, el ambiente… -la defendió con un primer punto de vehemencia-. Si robó es porque la obligaron.
– ¿Quién?
– No lo sé.
– ¿Paco? -preguntó Julia.
– No lo sé -repitió la señora Carmela-. Aquí solo subía esa amiga suya, Úrsula.
– ¿Y Patri?
– A veces, pero menos. Patri también estaba sola.
– Hemos ido a ver a Úrsula y no quiere hablar con nosotros -dijo Gil.
– ¿Sabe usted el motivo? -preguntó Julia.
– No -lo acompañó con un gesto de cabeza-. Aquí, la gente es muy suya, ¿saben? Y más con los extraños.
– ¿Ha visto a Úrsula hoy?
– No. Ayer, en el entierro.
– ¿Le pareció extraña?
– No sé. Lloraba. Bueno, llorábamos todos…
– ¿Había mucha gente?
– Del barrio, de la escalera, de su instituto… -empezaba a hundirse por segunda vez en el océano de su recobrada tristeza-. En el fondo, Marta tenía poco en común con todos ellos.
– ¿Qué quiere decir?
– Pues que ella formaba parte de todo esto, sí, pero… -clavó en Julia y en Gil sus ojos cansados-. Mi nieta era muy lista -lo pronunció con admiración y orgullo-. Tenía de aquí -se tocó la frente-, y de aquí -se llevó el dedo al pecho, sobre el corazón-. Yo creo que hubiera hecho grandes cosas, y que no la han dejado.
– ¿Quién?
– ¡Ay, no lo sé! -gimió-. Pero el que le hizo esto a mi pequeña…
Ya no pudieron evitar las lágrimas. Fue como si se desintegrara, desmenuzándose delante de ellos. Una roca convertida en arenisca suave. Julia desplazó su mano hasta el encuentro de las suyas; primero se las acarició, para después apretárselas con ternura. La mujer lo agradeció forzando una sonrisa en sus labios.
– ¿Por qué ha dicho que Patri también estaba sola? -preguntó Gil.
– Pobrecilla -suspiró la señora Carmela.
– ¿Tuvo problemas esa chica?
– Cuando era niña, su madre la abandonó, a ella y a su padre. Estaba loca. Entonces él se juntó con otra que tampoco es que fuera trigo limpio, y cuando fue a parar a la cárcel por un asunto muy feo, la mujer echó de casa a Patri porque no se aguantaban. La chica lo pasó muy mal, vivió aquí y allá, en la calle y en casa de amigas, todo con tal de no tener que ir a un centro de acogida. Mi Marta y Úrsula cuidaron de ella muchas veces y la ayudaban en lo que podían.
– ¿Así que no sabe dónde puede estar?
– Hace mucho que no la veo.
– ¿Lo sabrá Úrsula?
– Es lo lógico. Ayer tampoco la vi en el entierro de Marta, y eso sí me extrañó.
– Señora Carmela -cada vez que preguntaba Julia después de algún silencio, su voz sonaba dulce-: Los últimos días, antes de que Marta desapareciera, ¿notó algo raro?
– No, nada. Ya les he dicho que era muy reservada. Yo la veía normal.
– ¿Por qué no denunció su ausencia a la policía?
– Porque no era la primera vez que estaba fuera unos días, aunque siempre solía avisarme, llamar… -volvieron las lágrimas-. ¿Cómo podía yo saber que…?
– Las otras veces que lo hizo, ¿por qué era?
– Se iba a la playa, o a hacer algún trabajo durante dos o tres días, o se quedaba en casa de Úrsula a pasar la noche, o el fin de semana… Por lo menos, es lo que me decía. Sin su madre… Aunque no es que antes, en vida de Lali, las cosas fuesen mejor o Marta estuviese más controlada. Mi hija acabó como loca, rabiosa.
– ¿Por algo en particular?
– Contra el mundo en general -manifestó la señora Carmela-. Quería a Marta, pero una vez me dijo que la odiaba, que era la culpable de lo mal que le había ido en la vida. De pronto, creyó estar segura de que, de no haberse quedado preñada, seguiría con ese hombre. Le dio por ahí.
– ¿Así que aún le quería?
– Estaba obsesionada con él.
– ¿Pudo decirle en alguna ocasión a Marta dónde estaba su padre?
– Pudo. No lo sé -se encogió de hombros-. ¿Desde cuándo las abuelas contamos para algo? Yo no era más que la tonta, la pobre que…
Gil capturó el fugaz brillo en la mirada de su compañera. Sintió de nuevo lo mismo: que la estaban perdiendo, que ahora ya, más que responder preguntas, se estaba metiendo en su caparazón de dolor, cubriéndose con él, justificando sus propias preguntas y su impotencia. Quizá todavía estuviera bajo la catarsis de la noticia, sin acabar de creérselo, sin digerirlo del todo. Su edad, aunque no era muy vieja, y su soledad pronto actuarían como una cuña hundida en su razón.
– Señora -dijo Julia-, ¿podemos ver la habitación de Marta?
– ¡Ay, no sé! -su cara se descompuso-. Miren, es que yo…, todavía no he entrado, ¿saben? Ni con la policía, cuando la registraron. Y antes tampoco, aunque pasara días fuera, porque mi nieta me tenía prohibido que…
– No tocaremos nada, se lo prometo -insistió Julia-. Solo miraremos. Por favor.
Era persuasiva. Su voz, sus ojos, la caricia de aquella mano presionando las de la señora Carmela. La mujer acabó rindiéndose sin mucho más esfuerzo.
– Es esa puerta -señaló el pasillo-. La primera de la izquierda.
Cuando los dos se levantaron, la dueña de la casa continuó sentada.
Sabían que no les molestaría.
Capítulo 4
Era muy posible que la habitación de Marta Jiménez Campos estuviese desordenada, como la de la mayoría de los adolescentes en este mundo occidental excesivo y abundante, pero el paso de la policía, lo mismo que el de un elefante en una cristalería, era evidente en muchos detalles. Había desorden por encima del desorden, objetos caídos sobre la ropa que Marta debió de tirar al suelo antes de salir por última vez.
El lugar no era muy grande, pero estaba bien aprovechado. Una cama elevada con cajones por debajo, una mesa de trabajo, un armarito con las puertas abiertas y sensación de apreturas, y estantes hasta el techo repletos a rebosar de libros, cajas y discos compactos. En lo poco que quedaba de paredes había pósters y fotografías de algunos grupos y cantantes, pero también de animales: focas, ballenas y tigres. Gil recordó lo que le dijo Julia al hablar de su habitación y se lo señaló. La muchacha esbozó una sonrisa breve. Nada más.
Primero examinaron el armario. Solo había ropa mal colocada. Luego abrieron los cajones de debajo de la cama y, además de algún que otro cachivache, encontraron zapatos y más ropa, aunque esta ya pareciese fuera de uso, vieja o pasada de moda.
Se concentraron en dos aspectos de aquel universo con nombre propio: los estantes y la mesa. En los primeros se apretaban decenas de libros, usados, viejos, de segunda o tercera mano. Libros diversos, novelas antiguas y recientes, buenas y malas. Todo un tesoro cultural que se correspondía con la imagen que les habían dado ya de Marta: la chica que hubiera querido estudiar; la chica que esperaba algo más de la vida que verla pasar sin tener una sola oportunidad. Los compactos no eran distintos de los libros, ya que, aunque había de todo, el noventa y cinco por ciento eran piratas.