Julia abrió el primer cajón de la mesa.
– Espera -cuchicheó Gil.
Fue a la puerta, la abrió un poco y atisbo fuera. La señora Carmela seguía en el mismo sitio, sentada a la mesa, con las manos unidas y la mirada extraviada. Gil le hizo una seña a Julia para que siguiera y luego se acercó hasta su lado.
Lo primero que extrajo su compañera fueron unas fotografías.
En la mayoría de aquel par de docenas de imágenes diversas se veía a una chica intensa, siempre sonriente, de enormes ojos ávidos de vida y labios dotados de una exuberancia poco común. Fuera invierno o verano, fuera vestida o luciendo un biquini, era una Marta feliz, de cabello negro y fuerte, cuerpo esbelto, manos firmes y piernas hermosas. Ni en las fotos más recientes parecía tener quince años.
– Dios mío, fíjate -suspiró Julia-. ¿Verdad que era guapa?
– Mucho -reconoció Gil.
Era la primera vez que la veían. De hecho, unos minutos antes, al hablar con su abuela, cuando ella miraba de cuando en cuando al aparador, ya habían intuido que la más joven de las protagonistas de aquellas instantáneas no era Lali, su madre, sino ella misma. Pero ahora lo constataban.
Conocían por fin a la protagonista de su pequeña odisea. Marta ya no sería una noticia, ni siquiera alguien real.
Ahora era algo más.
Demasiado.
La mano de Julia tembló. Parecía incapaz de dejar de mirarla. Era como si estuviese penetrando en su alma. Fue Gil el que cogió ahora las fotografías y las examinó con mayor celeridad. Se quedó con otras dos además de la que aún sostenía ella. En una, torcida, tomada de lejos y muy mal encuadrada, algo desenfocada incluso, se veía a un hombre que salía por la puerta de una casa. En otra, tomada en la playa, había tres chicas de las cuales ya conocían a dos: Marta y Úrsula. Les dio la vuelta.
En el reverso de la fotografía del hombre había escrita una sola palabra: «Papá».
En la de las tres chicas, la frase: «Úrsula, Patri y yo, último verano».
– ¿Qué hacemos? -le hizo reaccionar la voz de Julia.
– ¿Nos las llevamos?
– Le hemos prometido…
– Se las devolveremos, ¿verdad?
– Sí.
Gil se las metió en el bolsillo, las dos suyas más la que sostenía Julia. Dejaron el resto y continuaron con su inspección. En el primer cajón encontraron unas postales; en otro, recuerdos de adolescente: un posavasos, un anillo de plástico, la entrada de un concierto, unas figuritas de plástico, unos dados, un par de llaveros de propaganda, una llave, varios pins y poco más. En el último cajón vieron unos cuadernos.
Julia sacó uno y lo abrió.
– ¡Poemas! -exclamó, boquiabierta.
– ¿Suyos?
– ¿De quién, si no?
– Más sorpresas.
– Escucha esto -leyó Julia-: «Alguien puso las calles mientras tú y yo mirábamos la luna. Y la noche, que había salido de alguna parte, nos envolvió en el silencio. Alguien pintó las primeras luces en esas calles llenas de sombras. Y la gente, que esperaba el momento, salió cargando sus sonrisas de paz. Alguien».
– Es bonito.
– Lo escribió hace dos años, a los trece.
– Entonces es más que bonito.
– Todos estos cuadernos… -Julia los pasó uno a uno, venciendo el nudo que acababa de albergarse en su garganta-. Este debe de ser el último.
– ¿Qué haces? -se asustó al ver que lo metía en su bolso.
– Lo devolveremos con las fotos -le ignoró ella-. Quiero leerlo.
– Estás loca.
– Vale.
Se enfrentó a su mirada de censura ya con el cuaderno oculto en su bolso y el resto en el cajón de la mesa.
– ¿Qué hacemos ahora? -quiso saber él.
– Irnos -Julia se sintió agotada.
Gil regresó a la puerta. La abrió y esperó a que su amiga cruzara el umbral. Los dos echaron una última ojeada a aquel pequeño espacio que hasta hacía unos días había sido cuanto tenía su dueña. Un universo unipersonal, único y propio. Se quedaron con el amargo sabor de boca de sus pensamientos, y con la culpa de su pequeño «préstamo». Luego, él cerró la puerta.
La señora Carmela seguía tal cual.
– Era solo su habitación -dijo, en un intento de justificar algo.
– Ha sido muy amable, señora -comenzó la retirada Gil.
– Volveremos -prometió Julia.
– Cuando quieran -la mujer se levantó-. No les he ofrecido nada, ni siquiera un vaso de agua.
– No importa, en serio.
– Por favor -les cogió a ambos de las manos de pronto-, escriban algo bonito de Marta. La gente dirá tantas cosas malas de ella…
– La gente no sabe nada.
– No, ¿verdad? Hasta mi vecina, que es una buena mujer, siempre anda empeñada en que… Bueno, qué se le va a hacer -se encogió de hombros, víctima de sus propias limitaciones, y siguieron andando-. Ustedes parecen buenas personas, y tan jóvenes.
– Gracias.
Habían llegado ya al pequeño recibidor. Un paso más y saldrían de aquella opresión. Julia se sintió ladrona, como si el cuaderno estuviese gritando por su cuenta desde su bolso. Gil, culpable, por la huida y los fantasmas que le empujaban.
Ella se inclinó sobre la señora Carmela y la besó en la mejilla. Le bastó con mirarla a los ojos para darse cuenta de cómo se lo agradecía.
Y cuánto.
– Vayan con Dios -les deseó la abuela de Marta.
Capítulo 5
Volvían a estar en la moto, todavía atenazados por lo que acababan de ver y oír, con sus cabezas dándoles vueltas y más vueltas, girando sobre el mismo punto: Marta. En un solo día, que aún no había terminado, empezaba a obsesionarles.
– No es el monstruo que decían los periódicos, ¿vale? -aseguró Julia.
– Estoy bastante alucinado, la verdad -confesó Gil.
– Vamos por Úrsula. Si no nos cuenta algo, te juro…
– ¿Vas a obligarla?
– ¡Ella sabe algo!
– ¿Y nos lo dirá a nosotros, por nuestra cara bonita? Eso ya es cosa de la policía.
– ¿Y la otra, Patri? ¿Dónde puede estar?
– Julia…
– ¿Qué? -se mostró irritada.
– No hagas de detective.
– Sí, ya, de acuerdo, somos periodistas.
– Ni eso.
La irritación se hizo furia.
– ¿Tú de qué lado estás? -se enfadó.
– Aquí no hay lados, ¿recuerdas?
Se puso el casco y esperó a que él hiciera lo mismo. Gil arrancó la moto y recorrieron la escasa distancia que les separaba del bar Bartolo y de la casa de Úrsula a velocidad muy reducida y sin hacer ruido, como si no quisieran alarmar al barrio a aquella primera hora de la tarde. Vieron a niños jugando en la calle, a media docena de chicas maquilladas y con ropas muy ajustadas yendo a alguna parte, a hombres y mujeres que trabajaban o se movían al compás de sus problemas, y de alguna forma se sintieron perdidos, fuera de aquello, en un mundo que, por primera vez, les golpeaba la razón enseñándoles una de sus múltiples caras.
Gil no detuvo la moto frente al callejón en el que habían hablado con Úrsula por la mañana, ni tampoco en las inmediaciones del bar. Bajó un poco más y paró a unos veinte metros de la siguiente esquina. Echaron a andar y entraron en la calle en la que nacía el patio de viviendas, con el bar a su izquierda, al que ni siquiera miraron, por si las moscas. Justo en el acceso al callejón vieron un coche impresionante, un Audi de color negro metalizado. Primero no le dieron importancia al detalle, pero al entrar en el lugar para dirigirse a la puerta de la casa de Úrsula, se detuvieron en seco.
– Cuidado…
No era necesario que la advirtiera, pero lo hizo y tiró de ella. Los dos se parapetaron en la propia pared de la calle.
La puerta de la vivienda estaba abierta, y también la ventana más próxima, aunque una cortina la cubría parcialmente. Úrsula estaba de pie, con los brazos cruzados y la cabeza caída sobre el pecho. Su cara apenas si era visible, pero no mostraba precisamente felicidad, sino más bien todo lo contrario: ira sazonada con miedo. La negritud con la que se vestía y maquillaba le confería un aspecto desolado. Frente a ella vieron a un hombre joven, de camiseta blanca muy ajustada, todo musculitos, porque le abultaban los pectorales, los hombros y los brazos. Tenía aspecto de duro, cabello negro mojado, mandíbula cuadrada.