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– Aquí no hay malos -dijo, abarcando la calle.

– Ya me parecía -se encogió de hombros él.

Se sentaron en el castigado bordillo. Julia le observaba de reojo. Gil fingía mirar la rueda trasera de su moto. La calle tenía baches impresentables. De algún lado a su izquierda fluía una música crispada, hiriente, sin melodía alguna, más propia de una discoteca a altas horas de la madrugada que de allí; y de algún otro lado, a su derecha, un cantaor flamenco rasgaba el aire con su quebranto emocional. El resultado era un caos acústico ininteligible e inarmónico, pero demostraba que, allí, la vida ofrecía sus contrastes. Por la acera de enfrente pasaron dos subsaharianos cargados con fardos de ropa, y otro con lo que parecían ser discos compactos con destino a la venta callejera ilegal. Dos mujeres obesas hablaban por sus respectivas ventanas. De una tienda de verduras llegaban de vez en cuando sus aromas hasta ellos.

Una hora.

Hablaron de la facultad, del caso, de Marta, de todos los personajes vistos hasta ese momento.

Dos horas.

Hablaron de Gil y de Vic, de Julia y de la historia de sus padres, de sí mismos, aunque sin abordar algunos de los sentimientos que le dominaban a él o la hacían sentirse hipersensible a ella. Y de nuevo de Marta y su mundo, de aquellas fotos, de aquellos poemas. Cada vez que Julia abría el cuaderno y deslizaba la vista por uno, las lágrimas aparecían en sus ojos y el nudo de su garganta se clonaba con otro en la boca del estómago. Casi tres horas.

Ya no hablaban, solo esperaban, sintiéndose ridículos, perdidos.

Quedaban los poemas, y no bastaban. -Escucha -dijo Julia-: Tantas películas que no veré. Tantos libros que no leeré. Tantas noches que serán eternas cuando muera.

Tantos hombres que no amaré. Tantos rostros que olvidaré. Tantos días que pasarán cuando muera. Tantos amores que perderé. Tantas pasiones que dejaré. Tantos misterios por descubrir cuando muera.

– ¿Cuándo escribió eso? -preguntó Gil.

– La fecha es de hace seis meses -se enfrentó a sus ojos y agregó-: Más o menos cuando murió su madre.

– ¿No te sientes como si estuvieras leyendo su diario privado?

– Intento… -Julia no encontró las palabras, vencida por la emoción.

– Intentas meterte en su alma, en su corazón, en su mente, pero eso no te ayudará a escribir el trabajo; al contrario, te confundirá. Ya sabemos que no es lo que decía el periódico o creía la policía, de acuerdo, pero sigue pesando la causa de su muerte: la mataron por algo que hizo o que sabía. Puede que no fuera un demonio, pero hay que demostrar que era ese ángel del que nos habló Salvador Ponsá. Olvídate de sus fotos, su belleza o esa sonrisa. Incluso de esos poemas -señaló el cuaderno.

– Ya no puedo -confesó Julia.

Tampoco pudieron seguir hablando. Anochecía, -y la calle estaba mal iluminada, pero cada vez que alguien entraba o salía del bar Bartolo, ellos miraban hacia allá. Le tocó el turno a Úrsula.

Finalmente.

Se pusieron en pie los dos.

La chica seguía vestida de negro, pero iba un poco más arreglada, como si se dispusiera a ir a dar una vuelta o a verse con alguien. Sujetaba dos enormes bolsas de basura y se dirigía al contenedor ubicado en la otra esquina, un poco más abajo, cerca de donde ellos habían estado esperando. La alcanzaron justo cuando introducía las dos bolsas en su interior.

Úrsula los vio al volverse. Los reconoció de inmediato. Su rostro expresó el fastidio y la rabia que sentía. Pero también miró a derecha e izquierda con temor, como si buscase algo.

– ¡Joder! -exclamó agotada, sin énfasis.

– Úrsula, escucha… -empezó a hablar Julia.

– ¿Qué cono queréis? ¿Eh? ¡Dejadme en paz! ¡Piraos! -gritó.

– Hemos hablado con la abuela de Marta, con Paco, con el señor Ponsá…

– Y a mí, ¿qué? -se les enfrentó-. Ella está muerta, ¡muerta! Eso es todo, ¿entendéis?

– Por favor -suplicó Julia.

– ¡Que os den, joder!

Trató de pasar por en medio de los dos. Gil fue más rápido e intuitivo. Le mostró las tres fotografías robadas de la habitación de Marta: la de su dueña, la del hombre que salía de una casa y que tenía escrito «Papá» por detrás, y la de ellas tres sonriendo felices.

– ¿De dónde habéis sacado eso? -los fulminó Úrsula, aún más rabiosa.

– Nos las ha dado su abuela.

– ¡No tenía derecho a…! -quiso atrapar la suya, y Gil lo evitó guardándosela en el bolsillo junto con la de Marta sola.

– Erais amigas, las tres.

Úrsula apretó las mandíbulas por toda respuesta.

Gil seguía con la tercera fotografía en la mano.

– Es el padre de Marta, ¿verdad?

– ¡Y yo qué sé!

– ¿Lo es? -el chico endureció también su voz.

Julia estaba sorprendida.

– ¡Sí, es su jodido padre! -gritó Úrsula-. ¡El puto cabrón!, ¿vale? ¡Se la hizo un día saliendo de su casa! ¡Dijo que quería tener un recuerdo suyo! ¡Mierda! -apretó los puños-. ¡El tío pasa de ella cuando le apetece y ella va y…! ¡Joder, joder, joder! -se desesperó.

– ¿Cómo se llama?

– ¡José María no sé qué más!

– ¿Cómo supo dónde encontrarlo?

– ¡Se lo dijo su madre antes de morir!

Seguían hablando a gritos, así que la gente los miraba cada vez más. Ahora, Julia no intervenía en la refriega verbal. Por lo menos, las fotos habían conseguido que Úrsula se detuviera.

De ahí a que hablara más…

– ¿Qué le pasó a Marta?

La chica vestida y maquillada de negro cerró la boca de golpe. En sus ojos aleteó aquel miedo atroz que ella dominaba y vencía a base de desesperación.

– ¿Dónde está Patri?

El miedo acabó por estallar en sus pupilas. Reaccionó violentamente. Le empujó con todas sus fuerzas, y si Gil se hubiera resistido, le habría golpeado, con los puños o con las botas. Echó a andar pisando fuerte, dominada por aquella furia incontenible.

– ¿Quién es Lenox, Úrsula? ¿Qué tiene que ver el Aurora con todo esto?

Pareció a punto de detenerse. Lo notaron. Perdió el ritmo, se descompuso, intuyeron un estremecimiento bajo la leve iluminación callejera, que ya rivalizaba con la primera oscuridad de la noche. Luego siguió caminando, sin volver la vista atrás.

– ¡No puedes esconderte siempre, Úrsula! ¡Tienes que confiar en alguien!

Su cuerpo joven y agresivo se perdió calle abajo.

Era una mancha negra, como un funeral andante, que se desvaneció en la distancia.

Capítulo 7

El bar era distinto al Bartolo, más alegre, con menos humo, otra clase de clientela, parejas que reían o se miraban a los ojos sin casi hablar, grupos de amigos y amigas esperando la hora de cenar o pasando el rato, ejecutivos tardíos tomándose una cerveza o una tapa en la barra, después de acabar su larga jornada laboral. La televisión emitía para nadie.

Julia y Gil, sentados en una mesa, ordenaban ideas y anotaban cuanto recordaban de lo ocurrido a lo largo del día. La libreta con los poemas de Marta y aquellas tres fotografías sustraídas de su habitación descansaban a un lado de la mesa. De sus dos cervezas apenas si quedaba el último sorbo. Algo les impedía separarse, irse cada cual a su casa.

– Voy a probar una cosa -dijo ella, y sacó el móvil.

Marcó un número que extrajo de su agenda personal y esperó. Reaccionó al escuchar la voz de tía Cinta.

– Hola, soy yo, Julia -le anunció-. ¿Está el padrino?

– Dicho así, parece que llames a alguien de la mafia -bromeó Gil.

Le dio un golpe en el brazo con la mano.

– ¿Padrino?

– ¿Qué hay, cariño?

– Oye, es sobre lo que hablamos ayer, ya sabes, el caso de esa chica asesinada.