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– Sabía que llamabas por eso. ¿En qué andas?

– En nada, escribiendo un poco el trabajo con mi compañero -le quitó importancia al asunto-. Solo quería saber si había algo más. Ya sabes, extraoficialmente.

– Ni extraoficial, ni oficial -manifestó el hombre-. Ya te dije que no sé nada de eso. El caso es del inspector Germán Rocamora.

– Marta tenía una amiga íntima, una tal Úrsula.

– Pues supongo que la habrán interrogado.

Julia puso cara de resignación. Aun así lo intentó una segunda vez.

– ¿Te suena un puticlub llamado Aurora? Lo digo porque, como eres poli, a lo mejor…

– ¿Un putiqué? ¿Desde cuándo hablas así?

– Venga, padrino.

– ¿Qué tiene que ver ese lugar con esa chica muerta?

– Su madre trabajaba en él.

– ¿Y?

– No, nada -arrugó la cara, como si hubiera metido la pata, y se mordió el labio inferior.

– Julia, te lo advertí -la voz de su padrino sonó más que seria-. Espero que no te dé por meterte en un lío.

– Que no, hombre, que no -se defendió ella-. Pero es que, hablando con la abuela de Marta y con una vecina… En fin, que han salido nombres, y era por si sabías algo.

– Una cosa es hacer un trabajo escolar, y otra muy distinta, jugar a policías y ladrones.

– ¡Padrino…!

– Mira que te conozco, te lo dije. ¡Eres hija de tus padres, por Dios!

– ¡Estamos reconstruyendo la vida de Marta, solo eso!

– ¿Estamos?

– Somos dos, un compañero de la facultad y yo.

– Pues menos mal -y preguntó con toda intención-: ¿Sois algo más?

– No -se puso roja.

Gil no reparó en ese detalle. Volvía a mirar las fotografías, especialmente la del padre de Marta.

Era el momento de iniciar la retirada. Se arrepintió de haber llamado.

– Te dejo, que nos traen ya la cena.

– ¡Hala, diviértete y no te vuelvas loca con tu trabajo! -suspiró Pablo Barrios-. ¡Seguro que, si te fijas bien en tu amigo, hasta lo encuentras guapo y con posibilidades!

– ¡Te odio! -se despidió riendo.

Cortó la comunicación, se guardó el móvil y miró a Gil, absorto en la imagen de su padre tomada subrepticiamente por Marta.

¿Guapo? No se había dado mucha cuenta de ello, y desde luego lo era. Bueno, guapo, lo que se dice guapo… Gil era interesante, resultón, con un atractivo que trascendía la simple belleza masculina.

De lo que estaba segura era de que él sí estaba interesado en ella.

Más que interesado.

Se lo notaba.

Siendo tan dulcemente tímido en ese sentido…

– ¿Quieres que vayamos a hablar con el padre de Marta? -su compañero le interrumpió los pensamientos.

– No sabemos dónde vive -se olvidó de ellos para concentrarse de nuevo en el caso-; solo que se llama José María.

– Yo sí sé dónde vive. Mira… -le puso la fotografía delante del rostro, sosteniéndola con sus dos manos-. Fíjate en esa hamburguesería que hay al lado.

Úrsula les había dicho que Marta le hizo esa foto cuando él salía de su casa. La hamburguesería de al lado se llamaba Mallorca Dosochosiete.

– ¡Genial! -exclamó Julia.

– No está mal para un detective aficionado, ¿eh?

– Periodista -le rectificó ella.

Gil arrugó la cara.

– Mierda -musitó.

– Venga, vámonos -se puso en pie Julia, sin tomárselo en cuenta.

– ¿Ahora?

– Pasamos y vemos qué tal, nada más.

Se resignó. Comprobaron la nota y dejaron las monedas sobre la mesa. Julia se guardó la libreta de los poemas, y esta vez también las fotografías. Salieron a la calle poniéndose los cascos y subieron a la moto sin decir nada más. La distancia volvía a ser breve, así que en menos de diez minutos se detuvieron frente a la hamburguesería de la foto, que seguía tal cual, como si la imagen hubiera sido tomada el día anterior. La puerta del edificio por la que salía el hombre estaba cerrada.

– ¿Llamamos a algún piso para que nos abran? -vaciló Julia.

– Espera -Gil pulsó un timbre y aguardó unos segundos, hasta que se oyó una voz. Entonces dijo-: Oiga, traigo un sobre para el señor José María.

– ¿José María? ¿Qué José María?

– No lo sé, es el nombre que pone en el sobre.

– Pues aquí no es.

Lo intentó de nuevo, y en esta ocasión, al menos tuvo más suerte.

– ¿El señor José María? Será José María Ponce, ¿no?

– Sí, sí.

– Pues el cuarto segunda.

Le dio las gracias y eso fue todo, porque la vecina no le abrió la puerta.

Ya no insistieron más.

Tres o cuatro minutos después salió un hombre con un perro. Aprovecharon para colarse dentro del vestíbulo y acercarse a los buzones. En el del cuarto segunda leyeron cinco nombres: José María Ponce, Ágata Grabulosa, Pilar Ponce, Ignacio Ponce y Gisela Ponce. No había ningún José María más en los restantes buzones.

– Familia numerosa -dijo Julia.

– La oficial, sí -convino Gil.

– Es inútil subir -admitió ella-, y a esta hora, menos. Además, no podemos preguntarle por su hija ilegítima así, a lo bestia. No en su casa.

– ¿A qué hora debe de salir para ir a trabajar?

– Tendremos que madrugar, por si acaso.

Volvieron a la calle, a la moto, y comprendieron que allí terminaba su primera jornada de investigación periodística en torno al caso de Marta Jiménez Campos. Los dos se resistieron a aceptarlo, atrapados por el vértigo de lo que ya les dominaba la mente de arriba abajo. Gil trató de retenerla.

– ¿Quieres que vayamos a cenar?

A Julia le gustó que lo intentara.

– Esta noche no, pero cuando mis padres se hayan ido y esté sola, encantada, ¿hace?

– Bien -aceptó él.

– ¿Me llevas a casa?

– Claro, mujer.

Le abanicó varias veces con las pestañas, de cerca, sonriendo y mostrando una coquetería ficticia que, sin embargo, resultó muy convincente.

– ¿Puedo… -la inflexión fue definitiva-… conducir yo?

Gil le tendió las llaves, sujetándolas en lo alto por el llavero.

– Comediante -rezongó.

Julia las atrapó y se sentó delante.

– ¡Agárrate al casco, chico! -gritó, feliz.

Capítulo 8

A salvo en su habitación, en su hogar, rodeada por el mundo en el cual se sentía segura y protegida, Julia pasó la película del día por su mente y se detuvo en algunos momentos singulares, algunas escenas puntuales, en los ecos de determinadas expresiones y en los rostros de cuantos habían conocido a Marta y ahora hablaban de ella desde la distancia impuesta por su muerte. Dejó que el bombardeo de sensaciones la azotara y la inundara hasta calarla, se impregnó de la triste soledad de la señora Carmela, del miedo de Úrsula, de la sinceridad de Salvador Ponsá, incluso de la fría sequedad de Paco o el desasosiego visceral emanado de la presencia del musculoso llamado Lenox. Hizo con todo una masa que trató de masticar despacio y digerir sin más prisa que la de su inquietud. El resultado le creó aún más incertidumbre, más recelo, más misterio añadido al que estaban empezando a vislumbrar.

Marta robaba recambios y Paco trabajaba en un taller.

Úrsula era amenazada por el hombre del Aurora.

Marta había llamado al señor Ponsá antes de desaparecer y ser asesinada.

¿Por qué?

¿Qué había sucedido en su vida para llegar al extremo de que alguien se la arrebatara?

Extendió una mano y cogió una vez más dos de aquellas fotografías, la de Marta sola y la de las tres chicas felices y sonrientes en la playa. En la primera, Marta estaba de medio cuerpo, sentada en una tumbona espantosa, de color verde, que realzaba la luminosidad de su rostro por el contraste. Tenía una media sonrisa cabalgando en su rostro diáfano, los ojos medio abiertos, un mucho de ingenuidad y un poco de malicia para compensarla. Alucinó por esa extraña combinación: ingenuidad y malicia. El yin y el yang de un carácter, como la parte masculina y femenina de todo ser humano. La ingenuidad le daba un tono de afectuoso cariño, de dulzura a flor de piel. La malicia la hacía intensa, mujer pese a su adolescencia. Una combinación explosiva, con un ligero toque sensual, con una parte de morbo añadido. Una fotografía con muchas facetas, como las caras de un diamante. En la segunda, Marta destacaba por ser la más guapa de las tres, pero la desconocida, Patri, no le iba mucho a la zaga. Más alta, un poco más mujer, luciendo un tipo perfecto, su desafío en la sonrisa era mayor. En este sentido, Úrsula era el patito feo, generosa de cuerpo, blanca de piel, menos risueña que las otras dos, aunque las tres parecieran igual de felices.