– Habremos perdido el tiempo.
– ¿Y si coge el metro?
– Tú lo sigues y luego me llamas por el móvil desde donde estés para que me reúna contigo.
– ¿Y si ya…?
– Julia.
– Vale, vale.
Treinta y cinco minutos. Cuarenta. Cincuenta.
– Ese no es un currante, a no ser que trabaje al lado de casa -indicó Gil-. Son las nueve menos veinte.
– ¿Y si preguntamos por su número a la Telefónica?
– Esa sí es una buena idea -reconoció él-. ¡Maldita sea!
Julia sacó su móvil dispuesta a marcar. No llegó a hacerlo.
– ¡Julia!
José María Ponce salía por la puerta de su casa, reconocible a pesar de que la fotografía de Marta había sido tomada de lejos y no tenía calidad. Incluso parecía llevar el mismo traje, oscuro, regio y sobrio. Sostenía una cartera en la mano y llevaba gafas.
Quedaron tensos, a la espera de ver qué hacía.
El hombre cruzó la calle, pasó cerca de donde se encontraban y se metió en un aparcamiento situado a unos diez metros. Julia y Gil intercambiaron una mirada, y fue ella la que echó a andar tras sus pasos mientras él se ponía el casco, por si acaso.
Julia no estuvo en el aparcamiento ni dos minutos. Salió a la carrera.
– ¡Va a salir en su coche, por aquí mismo! ¡Es el único acceso!
Se puso el casco, se montó detrás de Gil y, con la moto en marcha, aguardaron a que el automóvil del padre de Marta hiciera su aparición. Cuando sacó el morro y se sumergió en el tráfico, se pusieron casi tras él para no perderle. Después de todo, no tenía por qué sospechar nada. El vehículo era un BMW de lujo.
La persecución les llevó hacia la parte norte de la ciudad, hasta la Diagonal, para luego enfilar rumbo al sur y tomar la autopista de Tarragona y Lleida. El miedo de que saliera de viaje quedó abortado casi de inmediato porque el hombre tomó el primer desvío, el que llevaba a Sant Just Desvern, que resultó ser su destino. A velocidad más reducida, por una zona de oficinas, se metió en el aparcamiento de un edificio acristalado de color azulado y de unas cinco plantas de altura. Julia y Gil dejaron la moto al otro lado del mismo aparcamiento y esperaron a que su objetivo entrara.
– De acuerdo, vamos allá -dijo Julia, transcurridos cinco minutos de lenta espera.
Preguntaron por él en recepción. Una morena espléndida les indicó que subieran a la tercera planta. Una segunda recepcionista, esta rubia, a modo de contraste visual, e igualmente espléndida, les dijo que aguardaran en una zona reservada para las visitas. La nueva espera fue breve. Una tercera mujer, más discreta, aunque también perfectamente maquillada y vestida, se les acercó con una sonrisa colgada de sus labios.
– ¿Han preguntado por el señor Ponce?
– Sí, queríamos verle, por favor.
– ¿Tenían cita concertada?
– No.
– En este caso, me temo que no sé si…
– Dígale que es para hablar de Marta Jiménez Campos.
– ¿Perdonen?
– Usted limítese a decirle ese nombre.
No le gustó el misterio. Dejó de sonreír, y entonces apareció la secretaria perfecta y feroz que escondía su postura inicial. Retrocedió y, durante tres minutos, no supieron si iban a salir en globo o qué. Cuando volvió la secretaria, notaron que estaba aún más seria. No debían de gustarle nada los secretos que no controlaba.
– Por favor, si quieren seguirme…
Les precedió por un pasillo hasta llegar a un despacho cuya puerta abrió ella misma. Julia y Gil oyeron cómo la cerraba a sus espaldas y les dejaba solos con el dueño de aquel lugar. José María Ponce estaba sentado detrás de su mesa, en el centro de un cubículo tan pragmático que, si les hubieran preguntado a qué creían que se dedicaba, no habrían sabido responder. En un ángulo de la repisa abierta a su espalda vieron la clásica fotografía familiar: hombre, mujer y tres hijos, todos sonrientes. Parecía antigua.
No les gustó su cara, y aún menos la forma en que los miraba. Tampoco les gustó que les tuteara.
– Perdonad, pero habéis dicho un nombre que no me suena. No entiendo…
– Marta Jiménez Campos -dijo Gil.
José María Ponce abrió sus manos y arqueó las cejas.
– Sigo sin…
– ¿No recuerda el nombre de su hija, señor? -venció su miedo Julia.
– Yo no tengo ninguna hija llamada Marta, y si los apellidos son Jiménez Campos…
– Señor Ponce -Gil mostraba una enorme seguridad-. Usted tuvo una historia con una mujer llamada Lali, hace dieciséis años. La dejó en estado y luego pasó de ella.
– ¿De dónde habéis sacado esa tontería? ¿Quiénes sois vosotros?
– Escuche, señor Ponce -habló Julia-. Lo único que queremos…
– ¡Será posible! -el hombre se puso en pie-. ¿Esto es una broma, o qué? ¡Haced el favor de…!
– No juegue con nosotros -le advirtió Gil.
José María Ponce había rodeado la mesa y ahora se encontraba cara a cara con ellos. La seguridad que mostraba quedaba traicionada por el temblor de sus pupilas, que saltaban de uno a otra mientras una venita se agitaba en su sien derecha. Tendría unos sesenta años, se conservaba decentemente, lucía la clase habitual que suele proporcionar el dinero cuando es suficiente como para disfrutar de la vida sin agobios.
– ¡No, hijo! -le previno-. ¡No juegues tú conmigo, o saldrás de aquí con el rabo entre las piernas! -su furia fue en aumento-. ¡Vais a marcharos de aquí pero ya!
– Lo sabemos todo, señor Ponce -se limitó a decir Gil.
Los siguientes cinco segundos fueron tensos. Julia temió que el hombre golpeara a su compañero. Su rabia creció, llegó al límite y, como si pesara demasiado, se vino abajo, desparramándose hasta dominarle y vencerle. Se agotó igual que una batería, de forma fulminante, y sus ojos se inundaron de sombras y crepúsculos.
– Yo no embaracé a nadie -se resistió por última vez.
Gil le sostuvo la mirada. Ya no dijo nada. Esperó. Julia estaba fascinada por aquella serenidad.
José María Ponce tocó fondo.
– ¿Es un chantaje? ¿Es eso?
– No es un chantaje -dijo Gil tan despacio como pudo-. Veníamos a decirle que Marta murió el otro día.
Un parpadeo.
– ¿Qué?
– La asesinaron.
Tuvo que apoyarse en la mesa, no porque sus piernas se doblaran, sino porque el peso y el cansancio siguieron venciéndole. Frunció el ceño de perplejidad, aunque no dio muestras de estar asustado.
– La policía no ha venido a verle, claro -convino Gil.
– No.
– Puede que lo haga.
– ¿Por qué?
– Era su padre, aunque, cuando vino a verle, usted la echó.
– Yo no…
– Sí, usted sí -asintió Gil-. Usted pasó de ella. Debió de presentársele al morir su madre, para conocerle, nada más, o tal vez para pedirle ayuda para estudiar, para salirse de su mundo, y usted hizo lo que cabía esperar: darle la patada, como todos.
La venita de su sien se disparó. Parecía un gusano atrapado, buscando una salida, desesperado.
– ¿Quiénes sois vosotros?
– Periodistas.
Se puso blanco, como la cera. Y, de nuevo, reapareció la rabia.
– ¿Vais a publicar toda esta mierda?
– Esta mierda es la muerte de su hija, señor -dijo Julia.
– La encontraron desnuda, tirada en un monte -la secundó Gil-. Acababa de cumplir quince años.
– ¿Sabía que, cuando usted se la quitó de encima, Lali acabó ejerciendo la prostitución y arrastró a su hija a un infierno? -le dio ella la puntilla.
El vértigo de José María Ponce podía escucharse, ensordecía, y también podía medirse con un sismógrafo. Su quietud no era más que una pantalla. Allí dentro, en su pequeña geografía, ríos de sangre corrían desbocados y vientos huracanados barrían y agitaban hasta los recovecos más ínfimos. Sus ojos ya estaban muertos antes de que se les enfrentara por última vez.