– ¿Queréis marcharos, por favor?
– No nos quedaríamos por nada del mundo, ¿sabe? -Gil fue el primero en moverse.
Julia siguió mirándole.
– Vámonos -le dijo él.
– Espero que alguno de sus hijos valga la mitad de lo que valía ella -le disparó la muchacha al corazón.
Cuando salieron de allí, el vértigo era suyo.
Capítulo 2
Rodearon Barcelona por la ronda de Dalt hasta Santa Coloma. Les quedaba una última tentativa: Patri. El tráfico se hizo abigarrado al acercarse a su destino a causa de un accidente, pero ellos iban en moto y lograron superar el tapón hasta llegar a la salida. El salto desde Sant Just Desvern, con sus chaletitos, sus edificios de oficinas y su lujo, contrastaba con el barrio de Santa Coloma, que ya empezaba a resultarles habitual y familiar pese a que solo era su segundo día de investigación. Gil detuvo la moto frente al ÍES El Fortín, el mismo lugar en el que el día anterior habían hablado con aquellas dos chicas, la de la ropa amplia y la delgada, Leti y Elena.
Una mujer que salía del edificio en aquel momento fue la candidata idónea para la pregunta que le formuló Julia, con su sonrisa de confianza incluida.
– Perdone, señora. Estamos buscando a unas chicas que se llaman Leti y Elena. Creo que viven aquí.
La mujer los miró a fondo. Debió de concluir que eran normales y pacíficos. Movió la cabeza señalando hacia arriba.
– Elena vive en el quinto tercera.
– Gracias -se despidió ella.
Subieron en el ascensor, un poco castigado por dentro con pintadas, como algunos servicios. Había cuatro puertas en el rellanito y pulsaron el timbre de la tercera. Les abrió la misma chica, Elena. Llevaba incluso la misma ropa, aunque ahora no fumaba.
– ¿Vosotros? -alucinó al reconocerlos.
– ¿Podemos hablar contigo unos minutos?
– ¿Vais a poner mi nombre en lo que escribáis?
– Claro, mujer -la tranquilizó Gil.
– Me llamo Elena Gómez. ¿Lo tenéis?
– Elena Gómez -Julia sacó su bloc de notas y lo apuntó.
– ¿Podemos pasar? -preguntó Gil.
– No -hizo un gesto desabrido-. Mejor vamos abajo -volvió la cabeza y gritó-: ¡Salgo un momento!
– Pero ¿adónde vas ahora? -gimió una voz quejumbrosa.
– ¡Que ya subo, joder! -insistió la chica.
Cerró la puerta y emprendió el camino del descenso por la escalera, pasando del ascensor. Les explicó el porqué entre su planta y la siguiente:
– No es la primera vez que, de bajada, me he quedado colgada, así que ya no me la juego. El día menos pensado, igual se suelta y todo.
Llegaron a la calle y, en el mismo lugar que el día anterior, algo así como un punto de encuentro, se apoyó en la pared y se cruzó de brazos. Recordó algo y les dijo:
– ¿Tenéis un veneno?
– No fumamos -le explicó Julia.
– ¡Jo! -pareció echarles encima su desprecio-. Pero si la vais a palmar igual. ¿De qué queréis hablar?
– De Patri.
– Esa es del barrio, pero no iba al insti -miró El Fortín, convertido ahora en un edificio vacío y silencioso al otro lado de la calle.
– ¿Es esta? -Julia sacó la fotografía de su bolso.
– Sí, qué tope -sonrió Elena-. ¡Las tres juntas!
– ¿Sabes dónde vive Patri? -preguntó Gil.
– Exactamente, no, pero conozco a una que sí puede que lo sepa.
– Creía que aquí todo el mundo se conocía.
– Hombre, tío, tampoco tanto. Hay mucha gente.
– ¿Puedes darnos la dirección de esa persona?
– No la sé, pero sé el lugar. Os acompaño.
– No querríamos molestarte.
– Anda ya -se encogió de hombros-. Tampoco tengo nada que hacer. Igual me haces famosa.
Coqueteaba con Gil. Julia se dio cuenta. A ella casi ni la miraba. A su compañero, en cambio…
– ¿Es lejos?
Llevaban los cascos en la mano, una vez más. Elena les tranquilizó.
– Cinco minutos -dijo-. Dejad aquí la moto.
Tomó la iniciativa, situándose en medio de los dos, y los tres enfilaron una calle descendente que se dirigía más o menos hacia el núcleo central de Santa Coloma. Gil no perdió el tiempo.
– Eres una tía estupenda, ¿sabes?
– Oh, sí -Elena soltó una carcajada-. ¡Elena, la estupenda!
– No, en serio. Después de lo reservada que nos pareció Úrsula…
– ¿La Ursu, reservada?
– No quiere hablar con nosotros.
– ¿En serio? -mostró su extrañeza-. Bueno, a lo mejor es por la muerte de Marta, o por ese rollo necrófilo que se ha montado. Está como una puta cabra.
– ¿No te cae bien?
– Ni bien ni mal -le dio una patada a una lata de cola, que salió despedida hacia la mitad de la calzada esparciendo sus ecos metálicos en la mañana-. Tiene su rollo y yo el mío, eso es todo. ¿Visteis a Paco?
– Sí.
– ¿Qué tal?
– También estuvo algo seco.
– ¿El taller es suyo? -intervino Julia.
– No, de su padre.
– ¿Es un negocio serio?
– ¿Cómo que si es un negocio serio?
– ¿Han tenido problemas con la policía?
– Ni idea -dejó de mirar a Julia para volver a girar la cabeza hacia Gil-. ¿Es que sabéis algo que yo no sepa?
– Solo son preguntas al azar -dijo él con aplomo-. Solemos trabajar así.
– Chachi -asintió la adolescente.
– ¿Te suena de algo un lugar llamado Aurora?
– No, ¿qué es?
– Un local de alterne.
– Pues vaya rollo.
– ¿Y un chico musculoso llamado Lenox? ¿Es de por aquí?
– ¿Lenox? Ni idea.
Camino cortado. Gil se internó por otro.
– Tenías razón sobre lo de que Marta era una tía legal.
– Ya, fijo.
– Siempre tuvo mala suerte.
– Es que esto es una puta mierda -levantó la cabeza abarcando con la mirada casi todo el barrio. Su voz sonó como la de una vieja de noventa años.
– ¿No te gusta? -inquirió Gil.
– ¿A mí? ¿Estás de guasa, tío? En cuanto acabe el muermo del insti, me abro, me busco un curro guapo y punto. Una amiga mía es cajera de Caprabo y me ha dicho que me coloca, seguro. No veas la de ganas que tengo -de pronto, en seco, anunció-: Es ahí.
Miraron en la dirección que ella señalaba. Se trataba de otra casita baja, de dos plantas, vieja y pequeña, sucia y discreta. Elena no llamó a ningún timbre. Desde la calle, gritó:
– ¡Manu!
Otra chica, también joven, adolescente, sacó la cabeza por una de las ventanas del segundo piso. Reconoció a su compañera y agitó la mano.
– ¿Qué pasa?
– Baja, quieren hablarte.
– Voy -desapareció de la ventana sin preguntar nada más.
Elena miró de nuevo a Gil.
– Se llama Manu, de Manuela -le informó-. Ahora está en el paro porque no le renovaron su contrato temporal, pero se lo monta de puta madre.
Manu apareció al momento por la puerta de la calle. De cerca, vieron que ya no era como Elena, Marta o Úrsula. Parecía haber rebasado los dieciséis de sobra. Mascaba chicle con ferocidad, llevaba el pelo alborotado y de punta, sujeto irregularmente con media docena de pincitas de colores, las uñas pintadas de oscuro, pero sin pizca de uniformidad, y lucía una minifalda tan mini que sus largas piernas semejaban ser dos pilares rosas sosteniendo la mitad superior del cuerpo en un frágil equilibrio. La boca era excesiva, y más cuando sonreía.
– ¿Qué hay? -besó a Elena-. ¡Cuánto tiempo!
– Ya ves -la chica plegó los labios dándole a entender que no había mucho-. Estos amigos míos son periodistas y quieren hablarte.
– ¿Periodistas? -abrió los ojos al límite.
Gil le tendió la mano. Manu se la estrechó. Hizo lo mismo con Julia, pero, al igual que Elena, fue como de pasada. Estaba claro que Gil era el centro de su atención.