– La obligó, seguro -dijo Julia-. Ella se enamoró, se aferró a él, él la hizo robar y reaccionó de la misma manera que cuando le pasó lo de las drogas. Al ver el lío en el que estaba metida después de que la detuvieran, le dejó.
– Tiene sentido.
– Fijo -bromeó sin ganas Julia-, como decían esas dos.
– Podemos probar otra vez con la abuela. Tenemos que devolver esas fotos y el cuaderno de los poemas.
– Pobre mujer… -Julia endulzó su rostro-. Seguro que no entiende nada, ni lo entenderá nunca. Una hija prostituta, una nieta asesinada… ¿De veras quieres devolverle ya los poemas?
– ¿Por qué?
– Me gustaría copiarlos. Las fotos quizá nos hagan falta si damos todo el material que consigamos a mi madre o a algún periodista que ella nos aconseje. Anoche se las enseñé, a los dos.
– ¿En serio?
– Sí.
– ¿Y qué dijeron?
– Que Marta refleja desesperación.
Le contó su diálogo, con palabras exactas. Gil la escuchó con algo más que atención. Por espacio de unos segundos, ella llegó incluso a percibir una cálida andanada de sentimientos procedente de él. Una declaración de amor silenciosa y dulce. Lo vio en sus ojos, lo percibió en su sonrisa, lo capturó con su energía mientras hablaba.
No se sintió extraña, ni incómoda.
Se sintió en paz, bien.
Feliz.
– Y te diré más -concluyó sus palabras manteniendo su equidad-: Si de algo entienden mis padres, es de eso.
– Debe de ser genial tener unos padres así -confesó Gil.
– Todos los padres tienen su parte positiva si uno se lleva bien con ellos.
– Ya, pero los tuyos hablan tu mismo lenguaje, han sido periodistas. Los míos, en cambio…
– Según tú, son buena gente.
– Claro que lo son -sonrió-. Normales, tranquilos, pero desde que él está enfermo… Antes ya no entendían mi vocación, así que ahora, menos. Me ven en Barcelona, solo, viviendo en un minúsculo cubículo… Piensan que me voy a echar a perder, que me monto unas orgías tremendas.
– ¿Las montas?
– ¿Yo?
– Es que, si es así, me gustaría que me invitaras. Nunca he ido a una orgía.
– No te veo yo en un desmadre así.
– Porque no me conoces, pequeño -se puso chula Julia.
– Eso es cierto -dijo él, y en su voz hubo una soterrada carga de tristeza-. No te conozco.
La posible respuesta murió sin llegar a nacer. El móvil sonó dentro del bolso con su musiquilla incordiante, y Julia lo tomó para ver quién la llamaba.
– Es mi padrino -anunció. Abrió la línea y gritó-: ¡Hola, superpoli!
– A ver, ¿qué es eso tan urgente que no puede esperar? -le endilgó la voz de Pablo Barrios.
– ¿Puedes preguntar si están en algún centro de acogida, en menores, en un orfanato, correccional o lo que sea, unas chicas en concreto?
– Puedo, si me dices para qué.
– Tienen que ver con Marta Jiménez Campos.
– Lo sabía -el suspiro al otro lado del aparato sonó largo y cargado-. ¿Qué estás haciendo, Julia?
– ¿Yo? Nada. Preguntar aquí y allá, por lo del trabajo.
– ¿Dónde estás preguntando, en el barrio de la chica?
– Pues…
– ¿Crees que si quien la mató os ve u oye hablar de vosotros, y tiene miedo o se siente acorralado, va a quedarse tal cual?
– Venga, padrino.
– No, Julia: venga tú. ¿Te has vuelto loca?
– ¿Finjo quedarme sin batería, o sin cobertura, y cuelgo? ¿O te digo los nombres? -se mordió el labio inferior y cerró los ojos, asustada por su descaro.
– ¡Igual que tu madre, por Dios! -se enfadó su padrino-. ¿Qué nombres son?
– Analía García, aunque la llaman Neli; Carolina Santaclara y Petra González, aunque la llaman Patri.
– ¿Y qué les pasa a esas chicas?
– Han desaparecido.
– ¿Las tres?
– Es lo que intento averiguar. La última era amiga de Marta y nadie la ha visto desde hace poco más o menos un mes. Otra amiga de Marta, Úrsula, cuyo padre tiene un bar llamado Bartolo, no quiere hablar con nosotros, y la ha visitado un matón llamado Lenox que trabaja en un club de alterne que se llama Aurora.
– ¡Julia!
Era demasiado, hasta ella se daba cuenta.
– ¡Me quedo sin batería, en serio! ¡Adiós, padrino!
– ¡Julia!
Apagó el móvil y se quedó mirando a Gil, absolutamente flipada.
– ¡Genial! -exclamó sin apenas voz.
Capítulo 4
Cuando detuvieron la moto frente al portal del edificio en el que Marta había vivido sus últimos meses, casi les resultó como volver a su propia casa, o al menos a un lugar ya habitual y conocido. Subieron al piso y llamaron a la puerta, solo para darse cuenta a los tres segundos de que, una vez más, la señora Carmela no se encontraba en su domicilio.
Tuvieron la sensación de que, desde la puerta de enfrente, la vecina les espiaba por la mirilla.
Bajaron hasta el nivel de la calle y salieron por la puerta sin tener mucha idea de qué hacer hasta que llegara la noche, cuando, con suerte, podrían seguir a Úrsula. Al contrario de otras zonas del barrio, por allí no se veía a nadie a esas horas del día.
Un chico que conducía una moto pequeña pero estruendosa, sin llevar puesto el casco, fumando y con aires de chulo, atravesó su horizonte como única muestra de vida a lo largo y ancho de la calle.
– Por lo menos una cosa parece que está clara: ninguno de nuestra clase ha escogido la noticia de la muerte de Marta para el trabajo -dijo Julia.
– Desde luego, no hemos visto a nadie.
– Lo que me extraña de verdad es que tampoco hayamos visto a la policía.
– ¿Esperabas encontrarte el barrio tomado por la ley?
– Es un asesinato.
– De una chica que para ellos tal vez no merezca ni una simple investigación -le recordó Gil-. Carne de cañón.
– No digas eso.
– Pues es lo que hay, a no ser que investiguen más en secreto de lo que pensamos, y no como nosotros.
– Calla -Julia se estremeció-. Me recuerdas a mi padrino. Me la voy a cargar como llame a mis padres.
– ¿Lo haría?
– Sí, si me cree en peligro.
– ¿Piensas de veras que corremos peligro?
La mañana era agradable, el cielo no tenía ni una nube, y la tarde se presentaba casi igual. Un día en el que parecía que no pudiera suceder nada malo en ninguna parte, ni en el cielo ni en el infierno. Y, sin embargo, sabían que era una ilusión.
Lo veían desde el poder y la fuerza de sus diecinueve años.
Y desde su vida.
Julia volvió la cabeza y miró los destartalados buzones de la casa. Fue al del piso de la señora Carmela y metió la mano en el interior.
– ¿Qué haces? -le preguntó Gil.
– No sé -confesó ella.
Extrajo un montón de propaganda, casi toda procedente de pizzerías, y tres cartas. Una era de Telefónica, otra del banco y la tercera de una entidad llamada Fundación ASH, siglas de Ayuda Social Humanitaria. Las dos primeras iban dirigidas a la abuela de Marta. La tercera, a la propia adolescente asesinada.
Julia no se lo pensó dos veces y lo metió todo en su bolso.
– No -advirtió él.
– Pues ya lo he hecho. Vámonos.
– Julia…
Ella ya estaba otra vez en la puerta, poniéndose el casco.
– ¡No puedes llevarte la correspondencia de una persona, y menos aún abrirla! ¡Es un delito!
– Le pediré perdón a Marta, descuida.
– ¡Eres…!
Gil sabía que era inútil, así que optó por callarse. Por lo menos, nadie los había visto. Se puso el casco, arrancó la moto y, con Julia sujeta con los dos brazos alrededor de su pecho, se marcharon de allí. Era casi la hora de comer, por lo que buscaron un lugar en lo más céntrico de Santa Coloma. Encontraron un mesón casero con un menú de seis euros y Julia le dio el visto bueno golpeando el casco de Gil con los nudillos.