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Cada vez que paraban la moto y bajaban, a él le parecía que perdía algo más que aquel contacto, el abrazo de su compañera, su calor corporal.

Se sentaron en una mesa próxima a la entrada, porque había más luz, y antes de que pudieran decir nada, se encontraron con una chica pecosa, tan quinceañera como Marta, que les puso dos servilletas de papel envolviendo los cubiertos y una cestita con seis rebanadas de pan. Les soltó de carrerilla los tres primeros y los tres segundos del menú, como si lo recitara por millonésima vez. Escogieron, y luego les preguntó qué iban a beber. Pidieron agua.

La chica se retiró disparada por invisibles motores de propulsión, y Julia sacó los tres sobres.

– Espera, ¿no?

No le hizo caso. Abrió primero los dos de la señora Carmela. El del banco era un extracto de cuentas, con el ingreso de la pensión correspondiente. Un saldo tan exiguo que Julia se preguntó cómo alguien podía vivir decentemente con aquello. El de la Telefónica era el habitual resumen bimensual de llamadas. Teniendo en cuenta que las metropolitanas no constaban individualmente, el mayor interés radicaba en los posibles números provinciales, interprovinciales, internacionales o a móviles, a los que la señora Carmela o Marta habían telefoneado en aquellas fechas. Ninguno era interprovincial o internacional, pero sí había un par de provinciales y cinco correspondientes a móviles. De estos últimos, tres no se repetían, uno lo hacía en dos ocasiones, y el último aparecía una docena de veces, justo en los días de la posible desaparición y asesinato de Marta.

Obviamente, ella no tenía móvil. Era llamada y llamaba desde su casa.

– Puede ser algo importante -hizo constar Julia-. Después telefonearemos a este número, a ver qué tal.

Gil la dejaba hacer, superado por sus nervios.

Reapareció la chica con los dos primeros platos, el agua y dos vasos, que colocó con movimientos precisos. Les deseó buen provecho y se marchó a por otra mesa. Un puro nervio desatado.

Ahora, Gil ya no dijo nada; sabía que era inútil.

Julia abrió el tercer sobre, el que iba dirigido a Marta y procedía de aquella fundación desconocida. Como estaban sentados uno frente al otro, la que primero leyó el contenido de la carta fue ella. Sus ojos se dilataron por la sorpresa.

– ¿Qué, qué? -ya no pudo más él.

– Escucha esto -anunció Julia, consternada-: «Habiendo sido aprobada por nuestra Junta su amable solicitud de una beca para estudios y desarrollo de programas de formación en nuestros centros académicos, le rogamos que se ponga en contacto con nosotros a la mayor brevedad posible con el objeto de tramitar…» -no pudo seguir leyendo, porque el asombro le hizo levantar los ojos del papel para centrarlos en su compañero.

– Marta había solicitado una beca -exclamó sin muchas fuerzas Gil.

– Y se la acababan de dar -concluyó Julia, agotada.

De pronto, ya no tenían hambre. Los platos humeaban delante de ellos, pero sus estómagos habían empequeñecido hasta convertirse en dos bolas compactas. Les zumbaban las sienes. Una nueva dimensión de la tragedia se abría bajo sus pies sin que todavía entendieran su simbolismo, aunque se deslizaba como una serpiente hacia su razón.

– Iba a conseguir…

Gil tomó la carta de sus manos y la leyó. No decía mucho más. La fundación estaba en el centro, en la calle Enrique Granados. Se la devolvió a Julia para que la guardara. El teléfono sonó tan intempestivamente que les sobresaltó.

– Es mi padrino -suspiró ella-. ¿Qué hago?

– Contesta la llamada.

Se resignó, abrió la línea y cruzó los dedos. Esperaba que él siguiera con la bronca de antes, pero fue todo lo contrario.

– Julia, esas chicas no están en ningún centro de la Generalitat.

– ¿Y eso qué significa?

– Pues que si han desaparecido…, han desaparecido -fue explícito-. Nadie las ha metido en ninguna parte. ¿Eran menores?

– Creo que sí.

– ¿Quién te ha dado sus nombres?

– Unas compañeras del instituto de Marta.

– Es que tampoco hay denuncias por esas desapariciones.

– Ya, porque no tenían a nadie.

– ¿A nadie?

– Estaban solas, sin familia.

– ¿Me estás diciendo que tres menores del entorno de Marta Jiménez Campos se han volatilizado?

– Sí.

Siguió un silencio. Gil intentaba comer la sopa que tenía delante, pero sin apartar sus ojos de Julia.

– ¿Padrino?

– Voy a hablar con Germán Rocamora de una vez. Estaremos en contacto, Julia -se despidió él-. Y ten cuidado.

Se quedó con el móvil en la mano.

– Creo que a él tampoco le ha gustado nada -manifestó.

– Será mejor que comas algo -le sugirió Gil-. Está bueno.

– Espera.

Julia cogió el recibo de Telefónica y marcó el número del móvil que se repetía tantas veces, casi a diario, sobre todo en la parte final de la factura. No tuvo que esperar demasiado, ni tampoco saltó un buzón de voz. Una voz juvenil, masculina, adolescente, surgió a través del auricular, adentrándose en su mente.

– ¿Sí?

– Hola, ¿quién eres?

– ¿Yo? David. ¿Y tú?

– Me llamo Julia.

– ¿Nos conocemos?

– No.

– ¿Quién te ha dado el número de mi móvil?

– Marta.

A través de la línea abierta pudo percibir el choque, igual que si el nombre acabase de golpear a su interlocutor. La reacción fue inmediata:

– ¿Marta? ¿Dónde está?

– Llamaba por lo mismo; no lo sé.

– ¡Mierda!

– ¿Cuánto hace que no sabes de ella?

– Más de una semana -lo dijo con un profundo desaliento-. No entiendo nada, ¿sabes? Yo creo que le ha pasado algo; no puede ser que no me llame, ni vaya por su casa…

– ¿Podríamos vernos, David?

– ¿Por qué?

No supo qué decirle y no quería perderle, ni tener que llamar otra vez a su padrino para que le identificara el número al que acababa de llamar. Eso ya sería demasiado. Tenía una corazonada.

– Estamos haciendo una investigación y te necesitamos.

– ¿Qué clase de… investigación? -balbuceó el tal David.

– Te lo diré en persona. Marta y tú erais…

– Amigos -dijo demasiado rápido-. Oye, ¿qué está pasando aquí? ¿De qué investigación hablas, y cómo es que Marta te ha dado mi número si yo no consigo dar con ella?

– ¿Cuándo podemos vernos, David?

– ¡Ahora mismo!

– ¿Dónde?

– Lanzarote con Joan Torras. Te espero abajo.

– ¿Eso está por…?

– Torras i Bages.

Hizo un cálculo mental. No estaba lejos, al otro lado del Besos. Aun así, Gil estaba intentando comer, y ella necesitaba hacerlo porque acababa de acordarse de que no habían desayunado por culpa del seguimiento de José María Ponce.

– Media hora, David.

– Oye, ella… Marta…

– Media hora, esquina de Lanzarote con Joan Torras.

Cortó la comunicación y apagó el móvil. Luego se enfrentó a la mirada de Gil.

– ¿Vas a contármelo? -dijo él.

– Creo que hemos dado con algo más que un amigo de Marta -fue lo único que acertó a decir Julia.

Capítulo 5

Lo vieron al pasar con la moto. Unos diecisiete años, de estatura normal y aspecto agradable, ligeramente rubio, vestido con mucha corrección. Se movía nervioso, haciéndose ver para que le reconocieran, y le echó un vistazo al reloj cuando subieron la moto a la acera para acercarse a él.

Se les quedó mirando sin entender nada, a lo mejor porque esperaba a una sola persona, y de más edad que ellos.

– ¿Julia? -preguntó.

– Sí. Él es Gil.

Se estrecharon la mano.